En una campaña electoral con personajes que empujan el debate público hacia los márgenes de lo radical, Argentina enfrenta un enorme desafío como sociedad: hacer frente a los discursos de odio y derrotarlos antes que esos mismos discursos nos derroten como sociedad. Porque su erosión va directo a las capas más profundas de nuestra democracia, esa en la que se sostienen los derechos humanos más elementales, que todos nosotros como actores del sistema, pero mucho más aún como sus ciudadanos y ciudadanas, tenemos la obligación de preservar.
No es casual que, en la disputa electoral, y en una tan medida por lo pasional como la que atravesamos, signada por sentimientos que recorren todo el arco desde la frustración a la bronca, las agresiones online y offline se multipliquen junto a las noticias falsas, el hostigamiento y la violencia contra los y las periodistas y defensores de derechos humanos que denuncian el accionar de ciertos candidatos y candidatas. Por supuesto, no son los únicos actores que se ven afectados por los llamados discursos de odio.
En el fondo, los más perjudicados siempre terminan siendo aquellos grupos vulnerables que son objeto sistemático de arremetidas discursivas, psicológicas y físicas. Paradójicamente, son estos los tiempos de definiciones cruciales en donde aquellos colectivos castigados deberían aprovechar para alzar la voz con el fin de cambiar su estado permanente de opresión. Sin embargo, tal como suele ocurrir con quienes padecen los discursos de odio en general, la consecuencia es un repliegue e invisibilización, potenciando el daño del que son víctimas.
Discursos lesivos
Un discurso de odio no se reduce al mero acto de la crítica, sino que guarda todo un sentido degradante que se autojustifica bajo la falaz máscara de la libertad de expresión. Lejos de pretender solo manifestar una opinión, aún crítica, quienes lanzan estos dardos punzantes lo que buscan es incitar a la discriminación.
Nadie duda que la libertad de expresión constituye un valor supremo para las sociedades democráticas, pero no por eso es absoluta: su propio límite democrático se levanta en el punto en que las palabras y acciones pulverizan el derecho a la no discriminación y a vivir una vida libre de violencia, en igualdad de condiciones y con autonomía.
Cuando las agresiones provienen además de funcionarios públicos –y hasta candidatos y candidatas, tal como hemos visto en nuestro país al apuntar al colectivo LGBTIQ y sus conquistas– la responsabilidad es por partida doble: uno como ciudadanos de una sociedad cuya armonía entra en tensión a raíz de sus palabras; y dos, como autoridades representativas que pueden y deben expresarse libremente sin dejar a un lado un modo cuidadoso y respetuoso, de forma de no incitar al odio, poniendo en riesgo la integridad de aquellas personas que son objeto de sus declaraciones.
Porque lo que estos discursos de odio lesionan en sus víctimas es su capacidad de participar en el debate democrático. Estos discursos afectan su derecho a la libertad de expresión, de información, a la salud mental, a trabajar entre otros.
Los Estados tienen el deber de sancionar este tipo de conductas. En ese sentido, la normativa argentina es muy clara: nuestro país es signatario de compromisos internacionales de protección de derechos humanos por lo que tiene el deber de combatir los discursos de odio. Además, el Código Penal reconoce los llamados “delitos contra el honor”, como las calumnias e injurias, penadas con multas. Y sanciona la incitación pública a la violencia colectiva, la instigación a cometer un delito, la intimidación pública y la apología de un delito.
En simultáneo, la ley nacional Nº 23.592 sobre actos discriminatorios eleva las penas para cualquier delito cuando sea cometido por persecución, odio u intención de destruir a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, sean individuos u organizaciones los responsables de estas prácticas.
El rol del Estado y los privados
Aún antes de apelar a la restricción de los discursos, una medida excepcional que debe cumplir con estándares muy rigurosos –legales y proporcionales– para ser legítima, existen una variedad de acciones que el Estado puede adoptar de forma preventiva para contrarrestar sus efectos.
En primer lugar, debe ser riguroso al identificar estos discursos de odio, en tanto el objetivo no es regular los mensajes que generan disgusto o que ofenden, sino refutarlos y abrir los espacios para que los colectivos agredidos se empoderen en la discusión. Para esto es clave educar en derechos humanos, construir miradas críticas, promover la alfabetización digital y mediática de una ciudadanía digital y producir datos que identifiquen las condiciones de producción y reproducción de estos discursos y sus efectos.
Una vez logrado este último punto, debemos avanzar sobre las responsabilidades de los grandes medios y las redes sociales que operan como canales de propagación. Porque en la práctica, las primeras funcionan como una extensión virtual del debate público en la que se replican gran parte de los abusos del mundo físico. Y los medios de comunicación no deben funcionar como meras correas de transmisión.
Hay una responsabilidad que, en ambos casos, como actores que forman parte del sistema, deben asumir para minimizar el llamado “chilling effect” (efecto intimidatorio) que provoca el disciplinamiento, la inhibición y la autocensura/censura indirecta de los colectivos o personas agredidas, y que hasta amerita una perspectiva interseccional para calibrar el grado total de daño.
Una encuesta global encargada por Amnistía Internacional en el marco de su campaña “Toxic Twitter” mostró que el 40% de las mujeres que usan sus redes sociales más de una vez al día sufren abusos frente al 13% de quienes la usan menos de una vez a la semana. Si eso se cruza con otro estudio de ONU Mujeres realizado en Argentina el año pasado, que revela que el 80% de las mujeres con voz pública entrevistadas dejó de opinar sobre determinados temas a raíz de las agresiones online, el 40% se autocensuró y un tercio cambió de puesto laboral, el perjuicio generado queda a la vista.
Desde Amnistía Internacional consideramos fundamental la necesidad de construir políticas públicas y leyes que se ocupen de regular los discursos de odio, incluyendo la implementación de educación en derechos humanos y, específicamente, de educación sexual integral (ESI), en tanto juegan un rol clave para prevenir y combatir aquellas ponencias que incitan a la violencia y al odio por motivos de género, y brindan herramientas para desarrollar miradas críticas.
De igual modo, las redes sociales deben garantizar un procedimiento de denuncia sólido y moderar los contenidos con criterio humano, transparente, capacitado y con conocimiento del contexto. Mientras que los medios deben asumir un rol activo en la lucha contra la discriminación, sesgos y estereotipos de todo tipo, fomentando narrativas que valoren la diversidad y garantizando los espacios para que se conozca su voz.
Caso contrario, lo que veremos será una paulatina degradación de nuestra democracia de la mano de la inevitable disolución de la pluralidad.
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