La cuestión Penitenciaria, se ha transformado en un tema remanido y no por sus bondades o beneficios, sino más bien, todo lo contrario. El sicariato como fenómeno, las balaceras como su instrumento, con la alarmante cantidad de personas fallecidas, han disparado investigaciones que, en una abrumadora cantidad de casos, se encontraron con un denominador común: el origen, planificación y control de la ejecución había partido desde alguna celda, de alguna cárcel, en algún lugar de la vasta geografía de nuestro territorio.
Primer detalle: el delito no reconoce jurisdicciones. La capilaridad que presenta el entramado carcelario con su dispersión geográfica, no alcanza siquiera a contener la voluntad de estas empresas del delito que, además de dolor y muerte, no trepidan en escalar a la generación del caos social.
El otro dato (quizá central), es que la falta de un indicador común, de un ordenador que supere la mera coyuntura y de clara orientación a la temática carcelaria se transforma en el generador de este epifenómeno que es el surgimiento de la cárcel búnker.
La Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad (N° 24.660 y sus modificatorias), a pesar de sus postulados superadores para la época en que se promulgó, resulta hoy insuficiente ante la irrupción de la criminalidad organizada.
Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad
En el año 1996 se sancionó la Ley N° 24.660 con el objetivo de reglamentar los principios, derechos y modalidades a partir de los cuales se ejecutan las penas privativas de libertad.
Un asunto central que esta ley vino a definir es el objetivo de la ejecución de las penas privativas de la libertad en consonancia con la normativa constitucional incorporada pues, a partir de la reforma del año 1994, se jerarquizan a ese nivel los pactos y tratados internacionales sobre derechos humanos.
Si bien es cierto que la mayor parte de las provincias aplican a nivel macro los preceptos de la normativa, esta es una ley de adhesión; por lo cual, no hubo, a pesar de los años transcurridos, una verdadera unificación conceptual en cuanto a la finalidad de la ejecución y la puesta en valor de aquellos aspectos que trascienden la complejísima tarea de reinserción social de los condenados.
La delincuencia organizada ha expuesto como nunca esta disparidad de criterios, alertando sobre las vulnerabilidades que presenta el Sistema Penitenciario Nacional (formado por el S.P.F. y los servicios penitenciarios provinciales), al no poder contener el accionar criminal desde el interior de las prisiones, evidenciando su falta de integración.
La conjunción de establecimientos obsoletos (gran parte de la estructura sobre la que descansan los cimientos de la institución penitenciaria data de la primera mitad del siglo XX) y las estructuras concebidas en conceptos criminológicos ya perimidos -con una sociedad completamente diferente y, además, sujeta a la influencia, como nunca antes, de la tecnología aplicada hacia el interior de las prisiones- hicieron posible que las amenazas existentes se hayan materializado como preocupantes vulnerabilidades, que solo son advertidas a nivel social por sus consecuencias.
El creciente número de víctimas producto de actividades criminales planificadas desde espacios de encierro es solo una de ellas.
Estructura
La dispersión geográfica a nivel edilicio del Servicio Penitenciario Federal ya no responde a las estrategias de carácter estratégico que, en años anteriores, justificaron el esfuerzo penitenciario.
La presencia de establecimientos carcelarios en antiguos territorios nacionales obedecía a la necesidad de consolidar la soberanía nacional por parte del Estado Argentino. Ahora, ante los nuevos desafíos que los hechos imponen en política Criminal, la gestión de semejante estructura requiere, al menos, una profunda revisión que dé cuenta del costo/beneficio de mantenerla sin modificaciones.
Se torna difícil explicar que, teniendo 8 complejos penitenciarios y 27 unidades de alojamientos de internos en todo el país, casi el 60% de los privados de la libertad estén en establecimientos ubicados en la región metropolitana de Buenos Aires, es decir, en la Ciudad, Ezeiza y Marcos Paz.
En líneas generales la estructura del Servicio Penitenciario Federal se revela como onerosa, ineficiente, poco transparente y altamente burocratizada.
No hablamos de eliminar la burocracia sino de optimizarla, de ponerla en valor ya que, desde esta columna, sostenemos que el Servicio Penitenciario es una parte inescindible de la seguridad pública y, como tal, necesaria (además de las tareas de reinserción social) en la etapa de prevención de la actividad criminal, actuando de manera coordinada e integrada con el resto de las agencias públicas encargadas de hacer cumplir la ley.
Sin una burocracia altamente calificada, especializada y preparada no hay posibilidad de gerenciamiento institucional y sin gerenciamiento, en materia de seguridad pública, no existe la prevención.
Política penitenciaria
La política Penitenciaria, como parte de la política criminal, es asumida por algunos miembros de la academia como la responsable de organizar la violencia estatal toda vez que consideran a la pena privativa de la libertad, como la violencia que ejerce el Estado, en tanto última estación en la gestión de la conflictividad.
Esa conflictividad que gestiona el Estado, a través de su efector penitenciario, no es estática sino dinámica: tensiona permanentemente los conceptos preestablecidos, busca nuevos cauces por donde reconducirse.
La tecnología ha hecho su aporte fundamental, logrando la hiperconectividad del mundo y, por supuesto, también del mundo marginal, circunstancia que ha barrido literalmente la idea de fortaleza que transmitían los sistemas de barreras perimetrales que rodean los establecimientos penitenciarios.
Estas “fortalezas” fueron concebidas para contener físicamente a los privados de la libertad, pero no para limitar el alcance de sus ideas, pensamientos, intenciones, las que a través del acceso a distintas plataformas de comunicación no controladas (y muchas veces de posesión prohibida para los internos), logran articular mecanismos por los que la empresa criminal, no solo continúa, sino que crece, amplificando sus beneficios en términos económicos a la vez que, multiplicando el número de víctimas, producto de la violencia que estas estructuras despliegan, en la lógica de consolidar dominio sobre espacios territoriales, incluida la prisión.
Esta realidad es algo que los teóricos de la pena no habían previsto y, por lo tanto, la legislación vigente no contempla ni ofrece remedio alguno para la contención de la actividad criminal desde los espacios de encierro.
Sostener que la única meta de la Institución Penitenciaria es la reinserción social, a la luz de lo expuesto es de mínima nihilista, de máxima irresponsable y fronterizo a lo negligente.
Se impone sin más, y con el debido cuidado que un tema delicado y sensible como el que la seguridad ciudadana y democrática representa, una urgente revisión de la estructura legal que da soporte y andamiaje jurídico a la actividad de los Servicios Penitenciarios.
Sin renunciar al objetivo de la reinserción social de los privados de la libertad, pero contemplando aspectos hoy inexistentes en su interacción con elementos pertenecientes a estructuras complejas del crimen organizado, deberían crearse los mecanismos para que estos sean alojados y tratados con todas las garantías en términos del irrestricto respeto a su condición de persona, pero limitando su accionar conforme a la necesidad del abordaje terapéutico institucional que su nivel de riesgos represente.
La convivencia de integrantes de grupos delictivos organizados, con otros que cometieron delitos en función de necesidades de origen patológico (cientos de casos de delitos contra la propiedad como vía de acceso a sustancias de las que son adictos), constituye una doble criminalización para un vulnerable, en tanto que el acceso a los escasos recursos que el Estado debería poner a disposición de los vulnerables en tratamiento de reinserción, son parasitados (bajo el paraguas legal existente) por delincuentes que explotan estas falencias del sistema en beneficio propio y de sus organizaciones criminales, con un claro perjuicio (que suele medirse en víctimas humanas) para la sociedad en su conjunto.
En esta dirección, y a nivel macro, no resulta lógico que haya servicios Penitenciarios que otorguen permisos de portación de dispositivos móviles de comunicación de manera irrestricta, sin otro recaudo más que el registro del teléfono a nombre del interno usuario, en tanto que otros prohíban enfática (y acertadamente) tal disposición.
No es aceptable (tampoco) que existan administraciones Penitenciarias que contemplen un perfilado de internos que la ley no prescribe, en tanto el resto tenga lagunas actuariales al respecto. En uno y otro caso se evidencia que el sistema penitenciario nacional no solo no está integrado sino que, además, la falta de coherencia operativa hace permeable sus estructuras a organizaciones criminales que logran vulnerarlas.
Para revertir estas falencias, se requieren modificaciones en la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad, al menos un agregado que prescriba una excepción en la reglamentación de las modalidades básicas de ejecución y luego, que estas sean de aplicación en todas las cárceles del país, sin discriminar jurisdicciones (Federal o Provincial), bajo la tutela del Secretario del Consejo Federal Penitenciario a nivel de dirección y evaluación, con el objetivo puesto en lograr la hegemonía integradora y operativa del Sistema Penitenciario Nacional.
Como respuesta a los desafíos planteados por la nueva realidad penitenciaria en su lucha contra la actividad del crimen organizado, sería deseable que nuestros legisladores aúnen criterios que permitan superar las limitaciones de una política penitenciaria que, por fragmentaria, sucumbe ante las organizaciones que sus establecimientos alojan pero (conforme la evidencia obrante) no controlan.
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