En diciembre de 2017 Mauricio Macri logró aprobar una módica reforma jubilatoria. Cuando las jubilaciones se discuten a la baja, suele suceder que los países se sacuden un poco. Así ocurrió en Francia hace pocas semanas y también en la Argentina, en aquella ocasión. El relato sobre lo sucedido en esos tensos días suele ser lineal. Unos sostienen que un gobierno de derecha reprimió al pueblo, los otros que la democracia fue amenazada por una lluvia de pedradas. Lo que ocurrió fue algo más complejo que, en virtud del giro político que empieza a producirse en el país, conviene analizar en detalle. Verán ustedes lo interesante que es.
El proyecto de reforma jubilatoria se discutió en dos pasos. Primero, el jueves 14. Ese día, el oficialismo intentó aprobar lo que llegaba del Senado, donde se había impuesto una cómoda mayoría surgida de un trabajoso acuerdo entre oficialistas y peronistas moderados. Como no introdujeron cambios ni abrieron negociaciones, conseguir el quórum en Diputados fue dificilísimo. Mientras se desarrollaba la sesión, además, en la calle se producía un enfrentamiento durísimo entre manifestantes muy violentos y la gendarmería, conducida por Patricia Bullrich. La tensión escalaba minuto a minuto. En el recinto, los bloques independientes se resistían a apoyar al Gobierno por miedo a quedar involucrados en un hecho sangriento. Pocas veces, una votación estuvo tan determinada por lo que pasaba afuera. Hasta que, en un rapto de lucidez, Elisa Carrió pidió que se levantara la sesión y desactivó la bomba. La batalla se pospuso por unos días.
El segundo episodio se produjo el lunes 18. Gendarmería fue reemplazada por la Policía de la Ciudad: es decir, el Gobierno corrió del medio a Patricia Bullrich, la líder de los halcones. Se abrió la negociación de algunos puntos de la reforma. De esa manera se articuló una mayoría más cómoda. Hubo quórum y se sabía que el oficialismo tenía el número para ganar la votación. Mientras se desarrollaba la sesión, afuera también hubo violencia. Durante largas horas, la policía aguantó los piedrazos. Las escenas son muy conocidas. Solo cuando el proyecto se aprobó, la policía se desplegó para disolver la manifestación. Hubo forcejeos, detenciones, rápidas liberaciones, nadie quedó lastimado.
Esta nota no incluye ninguna opinión sobre si esa reforma era correcta o no. Apenas se refiere a una cuestión de procedimientos. En un caso, no hubo negociaciones, se produjo una batalla campal y el proyecto no se aprobó: el enfoque “a todo o nada” terminó horrible. En esa dinámica, Bullrich jugó un rol central. En el otro caso, el gobierno logró algo de lo que se proponía. No todo. Así son las cosas en democracia. Bullrich había sido desplazada del centro de la escena.
En un caso se aplicaron los genitales: huevos, ovarios. En el otro, el cerebro. Quienes pretendieron imponer el orden por la fuerza, generaron un enorme desorden.
Bullrich experimentó de manera más brutal los efectos del “todo o nada” desde muy pequeña. Ella, como se sabe, participó activamente de grupos insurgentes que pretendían imponer una revolución por vía de la lucha armada. Todo eso terminó como se conoce. El “todo o nada” tampoco funcionó, aunque tal vez ella no lo haya registrado, durante su extraña guerra contra los mapuches. Cuando ocupaba el Ministerio de Seguridad, Bullrich se propuso desplazar a una pequeña comunidad que había tomado algunas hectáreas en Villa Mascardi. En dos operativos, hubo dos muertos, pero las fuerzas de seguridad no lograron su objetivo: los mapuches siguieron allí. Aún con todas sus contradicciones, el actual gobierno desplazó a la comunidad mapuche de ese lugar sin que nadie muriera ni fuera lastimado.
Pese a esos antecedentes, Patricia Bullrich difundió el viernes el aviso de campaña más contundente y revelador sobre el enfoque de gobierno que aplicará si le toca, como empiezan a anticipar las encuestas, ser la sucesora de Alberto Fernández. El lema básico de esa pieza insiste con una idea recurrente: “Si no es todo, es nada”.
Una vez más en su vida.
A todo o nada.
Para entender la trascendencia de esa pieza publicitaria hay que analizar el texto, las imágenes que lo acompañan, la relación entre ambos y compararla con otras campañas electorales.
Bullrich dice:
“Si estuviéramos en un país normal, tal vez alcanzaría con un buen administrador o un teórico de la economía. Pero no estamos viviendo en un país normal. Estamos en esta Argentina. Acá nada es como debería ser, y va a hacer falta mucha fuerza para recuperar el orden que perdimos. Fuerza, porque a los narcos de Rosario no se los saca con diálogo, porque la corrupción no se termina por consenso, porque no se acuerda con las mafias. Fuerza porque a las cajas y a los privilegios nunca se los suelta negociando. Fuerza porque el mejor plan del mundo va a tener que defenderse, más que en la teoría económica, en la calle. Ya vimos con qué agresividad se resiste el cambio y no podemos darnos el lujo de hacerlo a medias otra vez. Si no es todo, es nada”.
Las imágenes le dan sostén a ese relato. Cuando dice “va a hacer falta mucha fuerza para recuperar el orden que perdimos”, la pantalla muestra a Máximo Kirchner y a Juan Grabois y luego, casi superpuesto a la cara de Grabois, se ve a un grupo comando entrando a una casa. Es difícil discernir si se trata del domicilio de los aludidos o el de algún narcotraficante, porque inmediatamente el texto gira: “fuerza, porque a los narcos de Rosario, no se los derrota con diálogo”. La referencia a los narcos es seguida, inmediatamente por las imágenes de Julio De Vido, los bolsos de López, Hugo Moyano. Cristina Kirchner, Roberto Baradell y -varias veces- la de Sergio Massa. Al final, luego de la frase “si no es todo, es nada”, aparecen varias palabras en mayúscula y tipología gigante.
ORDEN.
CORAJE.
VALENTÍA.
DECISIÓN.
El aviso contiene una primera novedad. Es difícil encontrar en la historia democrática argentina una campaña que convoque a “ganar la calle” contra los que estén dispuestos a resistir a un gobierno: se trata prácticamente de la llamada a una gresca callejera. Para entender la novedad del enfoque, tal vez haya que recordar a Raúl Alfonsín, por ejemplo, quien al final de una dictadura se postulaba con el lema “Somos la vida, somos la paz”. En una Argentina donde los militares dominaban casi todo, él no proponía un enfrentamiento sino un país pacífico y sereno, donde -en todo caso- la Justicia dirimiría los gravísimos temas pendientes. Por su parte, Mauricio Macri, en 2015, prometía cerrar la grieta. No lo logró, obviamente: pero ese era el horizonte deseado. Bullrich parece en cambio una Jefa que promete ganar una guerra cuerpo a cuerpo, cuadra por cuadra: una apelación churchilliana sin invasión nazi de contexto.
Lo segundo que llama la atención es que difunde una lista de enemigos políticos a los que mezcla con los narcos. Entre esas personas hay dos sindicalistas, un diputado, dos candidatos presidenciales y una ex presidenta. En ese aviso, Massa no aparece como un contrincante, por ejemplo, sino como un mafioso. No hay un reconocimiento de un mismo espacio democrático compartido sino un plan de ataque. Algo parecido hacía Donald Trump, cuando estimulaba a sus seguidores para que gritaran que querían ver en prisión a Hillary Clinton, o Jair Bolsonaro, cuando prometía poner a los comunistas tras las rejas en sus actos de campaña. Naturalmente, las personas incluidas en la lista negra de Bullrich, y aquellos que simpaticen con ellos, reaccionarán. Son muchos. Esas batallas, terminen como terminen, incrementarán la tensión política y las divisiones sociales. El ascenso irresistible de Bullrich ya ha generado esta semana discusiones muy duras y personales, por ejemplo, dentro de la oposición. Continuará.
Lo tercero que se destaca -y esto es muy relevante- es que Bullrich subordina cualquier plan económico al resultado de esas otras batallas. La Argentina está tan mal, dice, que no alcanza con “un buen administrador o con un teórico de la economía”. El plan del gobierno va a tener que defenderse “en la calle” más que en “la teoría económica”. En ese giro hay una pelea personal que la candidata empieza a dar contra quienes le insisten en la necesidad de un plan económico solvente: la economía no es tan importante como la fuerza con la que se establezca el gobierno; los teóricos de la economía, los buenos administradores, no serán los hombres y mujeres del momento. Son tiempos de guerra. Después de la victoria, tal vez los economistas puedan dedicarse a sus nimiedades.
Los países que han derrotado la inflación -Israel, Perú, Brasil- no lo han hecho en un clima de conflicto social sino, al contrario, a partir de acuerdos. Se necesitó, en aquellos años, un plan serio, paciencia, perseverancia, diálogos eternos entre los distintos sectores involucrados. Mucho más cerebro que huevos y ovarios. O, en todo caso, huevos y ovarios para sostener una convicción, no para moler a palos a nadie.
El cuarto elemento también es sorprendente. “Si no es todo, es nada”, remite necesariamente a una consigna que marcó a la política argentina hace poco más de una década. La consigna era “vamos por todo”, y su defensora era Cristina Kirchner, una enemiga de Bullrich. En ambos casos, sobrevuela la misma idea: solo si alguien logra todo, logra algo. A veces, ir por todo es la mejor manera de quedarse sin nada. Nunca se sabe.
Pese a todos esos reparos, Patricia Bullrich está teniendo mucho éxito. Esa concepción -donde “diálogo”, “negociación” y “consenso” son sinónimo de tibieza y cobardía- ejerce una seducción irresistible sobre un sector social que parece ser suficiente para que ella le gane al más anodino Horacio Rodriguez Larreta. Y si es la principal candidata opositora, seguramente sea la Presidenta. Es muy lógico, entonces, que Bullrich acelere.
Esta semana, además, ese aviso convivió con varias evidencias de una radicalización de Juntos por el Cambio: campañas donde se culpa a extranjeros de ocupar lugares de argentinos en las universidades y en los hospitales; respaldo a un candidato que humilló a homosexuales, familiares de desaparecidos, pobres, mujeres abusadas. Antes, varios de los candidatos de Bullrich habían anticipado que votarían a Jair Bolsonaro en Brasil, o celebrado el triunfo de Giorgia Meloni en Italia.
En el 2015, el gran escritor y ensayista español Javier Cercas, escribió lo siguiente:
“Desde hace un tiempo oímos hablar con entusiasmo, en España, del fin de la vieja política y del comienzo de la nueva; nadie aclara en qué consiste la nueva política, aunque bienvenida sea, sobre todo si es mejor que la vieja. No siempre es así. En los años treinta, sin ir más lejos, no fue así: entonces la vieja política, era la polvorienta e ineficiente democracia parlamentaria -el “charlamentarismo”, como lo llamaba Unamuno- que no prometía más que componendas y tediosos diálogos y lentas reformas parciales, mientras que la nueva política era el fascismo o el nazismo (o el comunismo), que poseían una irresistible sugestión juvenil de modernidad y cuyos líderes arrebataban a las masas con su carisma y sus discursos épicos y emotivos e ilusionaban a la gente con sus promesas de acabar con el gradualismo resignado…”.
La sociedad argentina tiene muchos problemas pero también algunas virtudes: vive en paz, no hay presos políticos, ni exiliados, ni disidentes asesinados por la policía. No hay persecuciones políticas, ni raciales, ni religiosas. Cada año son muchos más los extranjeros que llegan a radicarse aquí, que los argentinos que buscan horizontes en otros lados, justamente porque se trató siempre de una sociedad tolerante y receptiva. No todo va en pendiente: desde 2014, sostenida y significativamente, han bajado los homicidios por cantidad de habitantes y descendido a niveles récords los índices de mortalidad infantil.
No sea cosa que, a la vuelta del camino, nos encontremos con la misma inflación de siempre, pero sin esos rasgos amables que -aún en medio del evidente deterioro- siguen distinguiendo a nuestro país.
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