Como es público y notorio, el populismo económico está terminando este capítulo de su ciclo dejando un desastre macroeconómico.
Pase lo que pase en los próximos meses, el gobierno de Alberto Fernández terminará entregando un país con tres dígitos anuales de inflación, un Banco Central vaciado, salarios, jubilaciones, ayuda social, todos cayendo en términos reales, pobreza creciente, déficit fiscal, endeudamiento y estancamiento.
Pero este terminator a nivel macro puede interpretarse como la suma de los desaguisados sectoriales que, salvo alguna excepción, caracterizaron las políticas públicas de la contrarreforma de los 2000 llevada a cabo por los dos primeros gobiernos del kirchnerismo, y retomadas, luego del interregno parcial de la Presidencia Macri, durante este tercer período de su mandato.
Lo que está sucediendo en el transporte urbano de pasajeros, en particular en la región metropolitana, en dónde lo vivido entre el jueves y viernes pasado es sólo una pequeña muestra, puede ser un buen ejemplo de este proceso de decadencia y degradación de un servicio público esencial.
En efecto, con sus altas y bajas y con mucho para corregir, el transporte urbano de pasajeros funcionó adecuadamente, en términos de frecuencias, cobertura, capilaridad durante muchos años en nuestro país.
Básicamente, se trató siempre de un servicio desarrollado por el sector privado, regulado por el Estado, pero en dónde el precio del pasaje cubría razonablemente los costos de ofrecer dicho servicio y, en menor medida, los de amortización del capital involucrado.
Pero al igual que en otras áreas, el populismo tarifario empezó a reemplazar en forma creciente, con subsidios, el costo del transporte, dejando el componente a cargo del precio que paga el pasajero como una proporción cada vez menor del costo total.
Puesto en otras palabras, lo que antes pagaba cada uno de su bolsillo cuando viajaba en colectivo empezó a pagarse, cada vez más, con la recaudación de impuestos nacionales y provinciales -aproximadamente el 50% lo cubre la Nación y el resto PBA y algo CABA- y lo que es más grave aún, dado el déficit fiscal, una parte de lo que paga el gobierno nacional se financia con emisión del Banco Central y, por lo tanto, con inflación.
Además, el cálculo para el pago de los subsidios, surge de una fórmula que, supuestamente, refleja el costo de ofrecer el servicio, en una “negociación” entre las empresas y el Estado. No es un subsidio que va directamente al pasajero transportado, sino a la empresa prestataria.
Para ser ecuánime, el transporte de pasajeros tiene algún componente de subsidio en muchas partes del mundo, pero la magnitud, la forma en que se calculan esos fondos y la manera en que se transfiere ese dinero a las empresas es muy distinto.
En el AMBA, el precio que paga el pasajero cubre, aproximadamente, el 15% del costo total.
Por otra parte, casi el 90% de los subsidios que se pagan se concentran en la región metropolitana de Buenos Aires, pero, como mencionara, una parte importante es financiada por los habitantes de todo el país.
Bajo este sistema, entonces, los empresarios privados del transporte automotor se han convertido, en la práctica, en “contratistas del Estado”, que prestan un servicio, a cambio de un pago que, en su mayor parte, reciben del Estado.
Como no podía ser de otra manera, entonces, están sujetos a las mismas ventajas y penurias que alguien que es proveedor del Estado argentino, en un contexto de alta inflación, desorden administrativo, atrasos en los pagos, y poca transparencia, por no decir otra cosa. Dicho sea de paso: ¿cuál es el incentivo de eficiencia y de negociación salarial de los empresarios si al final del día, el Estado paga los costos?.
A este panorama del transporte automotor hay que agregarle el caso, mucho más complejo, del servicio ferroviario de pasajeros.
En efecto, aquí, la principal empresa que brinda el servicio de transporte interurbano de pasajeros por ferrocarril es pública (SOFSE). Le paso algunos numeritos, para que dejemos de discutir “en el vacío”.
La recaudación genuina de esta empresa apenas cubre algo más del 2% del costo operativo total (Sí leyó bien, ¡el 2%!). El número no es muy distinto en el caso de las dos operadoras privadas que subsisten.
El sistema transporta menos pasajeros que en la década del 60 y el aporte del Tesoro Nacional equivale (números del año pasado) a más de 3 millones de dólares diarios. (Aerolíneas Argentinas, te perdonamos).
La empresa estatal tiene alrededor de 24.000 empleados. Todos los indicadores de eficiencia comparada con sistemas similares dan mal y, un dato de color, un gerente operativo y un “asesor de directorio” ganaban en marzo pasado, en torno a un millón quinientos mil pesos.
Otra vez, estando el grueso de este gasto concentrado en el AMBA y financiado es su cuasi totalidad por el Tesoro Nacional deficitario, aquí también paga parte de la SUBE el amigo Pesce desde el Banco Central, con inflación.
En síntesis, el populismo tarifario, el abuso sindical, la corrupción público-privada, (recordar el terrible caso de los muertos en Once) ha ido degradando un servicio público de pasajeros en el AMBA que, pese a todo, mantiene una cobertura razonable, aunque con calidad decreciente, porque parte del ajuste se hace reduciendo la calidad del servicio.
Esto también integra la “herencia” que va a recibir el nuevo gobierno que tendrá la obligación de arreglar la macro y simultáneamente, o como parte de, reordenar, entre otras cosas, todo el sistema de transporte, incorporando, además, las nuevas necesidades de movilidad por los cambios demográficos y de formas de trabajo, junto a la agenda de cambio climático y sustentabilidad, todavía muy atrasada en la Argentina.
Mientras tanto, paradójicamente, el Banco Central seguirá cobrando el impuesto inflacionario, para financiar, indiscriminadamente, toda esta desorganización, y muchos funcionarios se llenarán la boca hoy hablando de Patria, a la vez que la destruyen.
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