Empiezo por una pequeña digresión personal: de niña viví dos años en ese país con mi familia. En Estrasburgo. De hecho, allá empecé la escuela, el preescolar y el primer grado. En la foto, me pueden ver con mis hermanas mayores: mi madre nos despedía en la puerta al salir hacia la escuela.
Rainer María Rilke decía que “la verdadera patria del hombre es la infancia”, para subrayar la huella que dejan esos años en la vida. Mi patria es la Argentina, sin duda alguna; pero también quiero a Francia entrañablemente, primero por la memoria de aquellos años, pero también por razones históricas y políticas, porque es un gran país.
Por eso me duele especialmente todo lo que ha acontecido en estos días. No pretendo hacer acá un análisis completo de lo que sucede. No tengo los elementos suficientes para ello. Alejo Schapire —periodista argentino radicado en Francia— escribió una interesante nota sobre aspectos de esta crisis.
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Sí quiero compartir algunas reflexiones que pueden ser útiles para nuestra realidad porque parte del mal que aqueja a Francia es común a toda la cultura occidental y por lo tanto también nos concierne.
“Nuestros representantes ya no logran preservarnos de las tensiones identitarias”, escribió Rachel Khan en su libro De Raza. Escritora y jurista, francesa de padre africano (Gambia) de ascendencia musulmana y católica, y de madre francesa de origen judío, su ensayo es una denuncia de los ensimismamientos identitarios y de la radicalización de las minorías a través del análisis de las expresiones y conceptos que invaden el lenguaje. Khan cuestiona que la respuesta de los funcionarios y legisladores sea el recurso a palabras huecas, y que con esa estrategia, “al amparo de palabras sin consecuencias” —a saber, “diversidad”, “mixidad”, “colectivo”, “convivencia”—, se liberen de “toda responsabilidad”.
Le Figaro entrevistó al historiador Georges Bensoussan, coordinador en 2002 de una obra colectiva, Les territoires perdus de la République (Los territorios perdidos de la República), que alertaba sobre la situación en los suburbios y en los barrios periféricos de las ciudades francesas. Ahora, habla de “20 años de negativa a ver (lo que sucede) por miedo ‘a hacerle el juego a la derecha’”, el argumento al uso ante cualquier crimen, delito, infracción o exabrupto protagonizado por integrantes de alguna de las minorías religiosas, étnicas, sexuales, etc., a las que se considera siempre víctimas e incluso con derecho a la agresión, como una suerte de vindicta por sufrimientos reales o supuestos, presentes o pasados.
Hablando de “territorios perdidos”, hace unos años una amiga francesa me contó que su hija, joven estudiante viviendo en Seine Saint-Denis, distrito del gran París, tuvo que mudarse por las agresiones verbales constantes de que era objeto en la calle: demasiado blanca, demasiado rubia… ¡y demasiado occidental en el vestir!
Me causó una gran impresión y sorpresa. París había sido hasta no hace mucho una capital pacífica pese a su gran diversidad. Esta amiga, que siempre votó al socialismo, me dijo ahora: “Hay que recuperar el sentido común y escuchar a los franceses, pero los poderes académicos, periodísticos y judiciales sólo hablan del peligro de la extrema derecha cuando es la extrema izquierda la que está haciendo quilombo (sic)”.
Bensoussam habla de un “antirracismo descarrilado” que lleva a justificar las agresiones de los negros hacia los blancos por el solo hecho de serlo. El racismo de los negros no es racismo, se llega a sostener.
Sobre una situación económica y social difícil, se monta de este modo otra crispación surgida de la mala o de la no integración de los inmigrantes, incluso los de segunda y tercera generación.
El tema inquieta a muchos intelectuales franceses y no solo de derecha. Me sorprendió por ejemplo descubrir hace un tiempo que el filósofo Alain Badiou, marxista, ateo, se volcó a las epístolas del apóstol Pablo en busca de respuestas. “Hay un proceso de fragmentación en identidades cerradas”, decía, y una “ideología culturalista y relativista” que “acompaña esta fragmentación”. El resultado de su búsqueda fue el libro San Pablo. La fundación del Universalismo. Publicado en 1997, no perdió actualidad.
En un presente que todo lo remite a subconjuntos determinados por lengua, raza, nacionalidad, religión o sexo, Badiou señala la paradoja de que existe un “unificador real”: la “abstracción monetaria”, cuyo carácter falsamente universal se lleva muy bien con los “abigarramientos comunitaristas”.
Se llama “comunitarismo” a la tendencia actual a llevar el respeto a la diversidad al extremo de subdividir a la sociedad en categorías tabicadas entre sí, algo que en definitiva es contrario a la idea de igualdad y que, al revés de lo que proclama, pone en peligro la tolerancia y por ende la convivencia.
Como lo demuestra el hecho de que en París y alrededores ya haya barrios convertidos en verdaderos guetos —que eufemísticamente llaman “barrios sensibles”—, que los “blancos” no pueden pisar sin ser agredidos.
El abigarramiento comunitarista de que habla Badiou lleva a constantes pequeños conflictos, como los que surgen del uso o no de velo en sitios públicos, hasta hechos mucho más graves como el degollamiento de un profesor, Samuel Paty, en 2020, por el padre de un alumno, como castigo a presuntas ofensas al islam. Desde una asociación de mujeres musulmanas que pretendía cerrar un parque acuático público para llevar adelante un “día del burkini”, el traje de baño que cubre desde el cuello a las rodillas, hasta no poder ponerle el nombre de Samuel Paty a la escuela donde fue asesinado, como si hubiese dudas sobre la naturaleza de ese terrible crimen.
Llamativamente, hay sectores de izquierda que, en nombre de la no discriminación, practican un relativismo cultural que los lleva a aceptar para las mujeres musulmanas una represión que no tolerarían para sí mismas.
Alain Badiou reflexiona sobre el “surgimiento, en forma de comunidad reivindicativa y de pretendida singularidad cultural, de las mujeres, los homosexuales, los discapacitados, los árabes”. E ironiza sobre “las combinaciones infinitas” que pueden hacerse: “homosexuales negras”, “serbios discapacitados”, “sacerdotes casados”, etcétera. Denuncia que esta “lógica identitaria o minoritaria” lleva a afirmar que “sólo un homosexual puede entender lo que es un homosexual, un árabe lo que es un árabe”, etc.
El malestar que expresan estos intelectuales —Kahn, Badiou, Bensoussam— es el de una Francia a la cual, frente a los problemas que plantea una inmigración mal integrada, en un contexto además de crisis socioeconómica, sus políticos no le dan respuesta, ignoran el problema o apelan a discursos que los dividen todavía más.
Es sorprendente descubrir hasta qué punto muchos jóvenes de origen inmigrante, nacidos ya en Francia, no sienten pertenencia al país. Más todavía, manifiestan un identitarismo feroz respecto de la cultura de sus padres, desprecian lo francés, pero sienten orgullo de su origen étnico, de las tradiciones, religión e idioma del país del que emigró la generación anterior. Ese fenómeno, común a otros países europeos, explica también la relativa facilidad de reclutamiento de estos jóvenes por parte de organizaciones terroristas.
El nacimiento no es la única forma de pertenencia a un país. También puede serlo la opción, la voluntad. Como habitualmente es el caso de los inmigrantes que, instalados en el nuevo país, se adaptan a su cultura, se integran, sin necesariamente renunciar a la suya. La Argentina ha sido un caso de éxito. Aquí conviven muchas colectividades de diverso origen, pero no yuxtapuestas, sino integradas y mestizadas, étnica y culturalmente.
Evidentemente, en Francia ha fallado la política inmigratoria y la integración. No en todos los casos desde ya, pero en particular en los últimos decenios y con la inmigracion del norte de África. Esto es lo que muchos critican, la fragmentación y guetización que crecen por la ausencia de una política de asimilación y al amparo de la desidia oficial o de una tolerancia mal entendida.
En 2015, el escritor francés Michel Houellebecq escandalizaba con una novela —Sumisión— en la cual imaginaba —en un futuro para nada lejano— una Francia musulmana. Era la parábola de una Europa que, de tanto renegar de su pasado y de sus valores —recordemos el rechazo a incluir una mención a “las raíces cristianas de Europa” en la Constitución de la UE—, acababa sometida a una nueva creencia.
Existe además una corriente creciente de exigencias de arrepentimiento por el pasado colonial francés que, a esta altura de la historia, no aportan reparación ni conciliación, sino todo lo contrario: una anacrónica “descolonización” reinstala rencores por ofensas pasadas y habilita un juicio a toda la historia nacional.
¿Cómo pretender que las nuevas generaciones de jóvenes hijos de inmigrantes amen a Francia si su propia elite reniega del pasado y de la herencia cultural del país? ¿Cómo evitar que caigan en actitudes comunitaristas, que se abroquelen en torno a pertenencias étnicas o religiosas, para diferenciarse de una sociedad que no los convoca a ninguna épica, a ningún orgullo?
El laicismo militante de cierta dirigencia generó un vacío de espiritualidad que acaba siendo llenado por la radicalización de otras confesiones, ante las cuales se repliegan muchas veces los mismos que abominan de la herencia cristiana.
En la novela de Houellebecq, una Europa cansada, incapaz de responder a las tensiones sociales y políticas que la atraviesan e incluso la fragmentan, se “entrega” a una corriente de pensamiento unos siglos más “nueva” y ciertamente más dinámica: el islamismo.
Lo inquietante es que Houellebecq funda su parábola futurista en realidades y tensiones ya presentes, como la “guetización” de los suburbios de las grandes ciudades a un punto alarmante y sin solución a la vista. En general estos temas no son abordados abiertamente; la corrección política impide su enunciación, ni hablar de su debate. Y esto lleva a fortalecer posiciones extremistas en ambos bordes del espectro político, posiciones que se expanden en el vacío de ideales y de liderazgo que hace tiempo padece la sociedad francesa.
“Si, como lo pensamos, sólo las verdades (el pensamiento) permiten distinguir al hombre del animal humano que es su sustrato, no es exagerado decir que esos enunciados ‘minoritarios’ son propiamente bárbaros”, sentencia Badiou. “Un proceso de verdad –sostiene— no puede anclar en lo identitario”. Pero hoy en día ni siquiera es seguro que el hombre quiera distinguirse, no sólo del animal que lleva adentro, sino del resto de los animales, ni que la verdad tenga el estatus que tuvo alguna vez; hoy es desplazada por la subjetividad de la autopercepción. Todo lo que se me antoje vale.
Es curioso que sea un marxista ateo quien rescate el valor del mensaje cristiano sintetizado por San Pablo en sus epístolas. Badiou apunta a la esencia fundacional del mensaje del apóstol filósofo. En su tiempo, Pablo protagonizó varias controversias con los discípulos más viejos por su insistencia en la novedad de lo que predicaba y en la universalidad del mensaje: el anuncio de Jesús, la salvación, era para todos, judíos y no judíos. A Badiou le interesa la forma en la cual Pablo “extirpa la Buena Nueva (el Evangelio) de la estricta clausura en la cual la dejaría que sólo valga para la comunidad judía”. Del mismo modo que tampoco la somete o vincula a la legalidad del Estado romano.
En vez de una sociedad fragmentada en grupos que basan su verdad en una razón identitaria, Badiou busca una nueva verdad fundante, universal, que se dirija a la esencia común de todos los hombres. Aunque la suya sea una búsqueda laica, incluso atea, lo ha llevado a exponer una verdad: la universalidad del mensaje cristiano.
En cambio hoy es notable observar cómo, cuanto más se difunden y afirman derechos, más se pone el acento en la diferencia. Por ello aquella universalidad cristiana, que ha sido la base de la tolerancia —ama a tu prójimo como a tí mismo—, y ha puesto los cimientos de las sociedades occidentales, hoy socavados por la moda de la deconstrucción, es objeto de añoranza.
No creamos que estos problemas nos son ajenos. Acá también tenemos políticos irresponsables e idiotas útiles que militan las diferencias antes que las coincidencias. Que descubren varios “colectivos” en lo que ha sido y debe seguir siendo una comunidad. Si hay argentinos originarios, ¿hay otros que no lo son? Si hay “afroargentinos” o argentinos “marrones” (el último invento), ¿hay argentinos “blancos”? Parece disparatado. Pero en realidad huele a plan. A la promoción de falsas fracturas para que, como señalaba Badiou, progrese otra uniformización: la que nos convierte a todos en felices clientes targeteados de acuerdo al casillero que ocupamos en la sociedad merced a nuestra orgullosa “autopercepción”.
Querida Francia. Alguna vez tuvo un liderazgo a la altura de su historia, como en la posguerra con Charles De Gaulle que decía que “Francia sólo podía ser Francia en la grandeza”. Los dirigentes de hoy están a años luz de ese pensamiento; la mayoría tiene un vínculo culposo con la historia de su país. No estamos mejor acá… Sobran candidatos por estos pagos; pero son todos candidatos de sí mismos. Sobran candidatos pero no hay líderes. Duele Francia. Duele Argentina.
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