Una extraña moda recorre la dirigencia política argentina: hablar mal del Estado. Al parecer, estamos a contramano de lo que ocurre en el mundo. Desde Estados Unidos a Chile, pasando por México y Brasil ganan elecciones gobiernos que apuestan por un estado más presente, más protector. Sin embargo, en nuestro país, el debate político parece haber rebobinado a la época de las privatizaciones y el ajuste permanente. La paradoja de esta moda es que, a todas luces, la circunstancia actual exige todo lo contrario.
Nos tocó vivir un tiempo difícil, de pandemia, guerra, crisis alimentaria, energética y financiera a escala mundial; un tiempo de fragilidades y desigualdades, donde las sociedades demandan políticas firmes para reparar injusticias, para producir bienestar y protección. Es evidente que la incertidumbre y la fragilidad, rasgos de esta época, no se reducen con las políticas del “sálvese quien pueda”. Al revés, se necesitan gobiernos decididos a enfrentar poderosos intereses y sectores que pretenden enriquecerse a costa del conjunto. Se necesitan gobiernos capaces de ordenar el caos y la fragmentación a través de políticas de desarrollo, inclusión y distribución.
¿Fue acaso la mano invisible del mercado la que vacunó y cuidó durante la peste? No, fue la mano presente del Estado. ¿Acaso fue la mano invisible del mercado la que sostuvo comida, pymes y empleo en lo peor de la pandemia? No, fue la mano protectora del Estado. ¿Acaso es la mano invisible del mercado la que ha permitido reactivar la industria, reducir el desempleo y poner en marcha el plan de obra pública más importante de la historia de la provincia? Por supuesto que el Estado tiene que ser más eficaz y tener más presencia, pero de ninguna manera los problemas que tenemos se resuelven con menos Estado. Menos Estado implica menos derechos.
El mundo experimenta una de las etapas de mayor concentración de la riqueza; situación que fue habilitada luego de años en que gobiernos de derecha o neoliberales desmantelaran los sistemas de seguridad social y las capacidades regulatorias del Estado. Como efecto de semejante tendencia a la desigualdad, una rabia legítima impregna el mundo, una rabia contra los privilegios, contra lo injusto y contra el cinismo insensible de las élites. En ese marco, advertimos con preocupación el ascenso de un tipo de derecha crecientemente agresiva, que apuesta al miedo y al resentimiento como estrategia de acumulación. Estas derechas no solo proponen menos Estado, proponen también menos solidaridad, menos comunidad, menos integración, menos futuro. Expanden la desesperanza y el desprecio al otro.
Acaso exista un aspecto “positivo” de este espantoso proceso: al menos ahora la derecha ha dejado de disfrazarse y muestra a cara descubierta sus planes de supresión de derechos. Resultaba más complicado confrontar proyectos con la derecha cuando fingían preocupaciones sociales y simulaban apoyar un Estado de bienestar, como hicieron en la campaña de 2015. Pero ahora, desde la oposición anuncian orgullosos que se proponen reducir todo tipo de inversión pública, privatizarlo todo, reducir jubilaciones y quitar derechos laborales. Las propuestas de los candidatos de la oposición más que propuestas, parecen amenazas.
Estamos en un año electoral y la sociedad va a tener que decidir por qué camino seguimos, por qué camino salimos de este tiempo complicado. Más allá de todas las dificultades del presente, hemos demostrado que para nosotros gobernar consiste en defender, realizar y ampliar derechos. Por ello, el dilema que nos plantea este año será el de elegir entre dos alternativas: la Derecha o los Derechos. Puesta así, tal vez la disyuntiva parezca abstracta y lejana a la vida cotidiana. Pero cuando escuchamos lo que atacan y lo que proponen, queda a la vista lo que está en juego y lo que está en riesgo. Atacan la inversión que hacemos en obra pública, proponen “semi” dinamitar todo; atacan nuestras políticas de inclusión, proponen entregar vouchers para estudiar, atacaron nuestra política de vacunación, proponen avanzar con las privatizaciones en salud y educación, atacan las moratorias, proponen “revisar” el sistema previsional. En resumen, atacan la justicia social y proponen una sociedad más injusta. Pero el pueblo no olvida el daño que causaron sus políticas ni tampoco olvida que gracias a las políticas implementadas durante el gobierno de Cristina pudo vivir un tiempo mucho más feliz. El futuro se construye con esa memoria.
Desde que asumimos el gobierno de la provincia transitamos distintas etapas. Una primera etapa, a la que llamé “etapa de protección”, cuyos esfuerzos estuvieron orientados a protegernos de la agresión de la pandemia, primero fortaleciendo el sistema sanitario y luego a través del plan de vacunación más importante de nuestra historia. Luego, vino el momento de reparar las profundas secuelas que dejó la pandemia. Ahora estamos atravesando, con muchas dificultades, una etapa de reactivación y recuperación, donde el empleo y la actividad económica muestran signos de dinamismo mientras la vida social recupera su curso. Sin embargo, es claro que la recuperación requiere ahora de una mejora sustancial del salario y de la distribución de la riqueza. Por otra parte, niveles de inflación tan altos agregan agobio a una sociedad agotada. Por todo lo que falta, para profundizar lo que hemos logrado y para evitar el regreso de una derecha que excluye, les quiero proponer ingresar en la etapa que viene: una etapa de reformas y transformaciones más profundas y estructurales. Transformaciones destinadas a acelerar el desarrollo, la integración y el bienestar de toda la provincia.
En la Provincia de Buenos Aires, y en toda nuestra Argentina, en una sociedad fragmentada por intolerables desigualdades, aún hay muchas necesidades por resolver. La salida no está atrás ni a la derecha; sigamos avanzando derecho al futuro.
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