Cabeza rapada, adoctrinamiento y opresión: mi infancia en la Rumania de Ceaucescu que los progresistas argentinos idealizaban

A mi regreso de Bucarest a la Argentina en el año 1984, me topé en la calle con un militante del Partido Comunista. Luego de describirle parte de mi vida en un régimen que él idolatraba, sin haber estado allí, no quiso escucharme. En ese momento me di cuenta de que el muro más difícil de derribar es el ideológico

Este año se cumplirán 34 años desde la caída del Muro de Berlín (EFE/Bildarchiv/Archivo)

Esa mañana de marzo el frío se hacía sentir hasta en los huesos cuando pisé por primera vez el aula de mi nueva escuela. Tenía 10 años y arrancaba de cero en un país que no era el mío. A mi padre, como diplomático argentino, lo habían trasladado otra vez. Aunque esos cambios empezaban a hacerse familiares en mi vida, aquel día fue distinto. Una ansiedad distinta me invadió cuando la profesora se detuvo en mi banco y me tocó la cabeza. Por un momento pensé que era un gesto de cariño. Impertérrita, midió el largo de mi pelo y comenzó a raparme en cruz. El resto quedó a cargo de la peluquería del barrio.

Solo allí percibí que mis compañeros ya estaban rapados. En el segundo día de clase, tan surreal como el primero, otro profesor me hizo pasar al frente y un nuevo escalofrío volvió a correr por mi columna. ¡¿Qué más podría pasarme después de la experiencia del día anterior?! Allí, delante de todos, cosió mi número de matrícula en mi uniforme de joven pionero. A partir de ese momento, y durante los cuatro años siguientes, mi nombre desapareció detrás de ese número. Era el año 1980. Rumania comunista de Nicolae Ceaușescu. La escuela: Liceo de Matemática y Física Nro. 6, conocida como el colegio estatal rumano de idioma alemán, destinado principalmente a la minoría rumana-alemana de Transilvania.

Una vez acostumbrado a mi apariencia de conscripto prematuro, no tardó en llegar otra sorpresa. “Si te preguntan qué radio escuchan en tu casa, nunca respondas ‘Europa Libre’”, me advirtieron mis compañeros al finalizar una de las clases semanales de adoctrinamiento. La consecuencia de un descuido como ese, el solo hecho de mencionar esa radio que transmitía desde la Europa Occidental a los países que estaban detrás de la “Cortina de Hierro”, implicaba que la “Securitate” allanara el domicilio familiar. La visita de la temible policía secreta del régimen era un pasaporte a los campos de trabajo forzado en las minas de sal.

Para escapar de la opresión escolar y con la curiosidad inevitable de un púber, mis compañeros, casi en susurros, para que las paredes no escucharan, me preguntaban sobre la vida del otro lado del Muro de Berlín. La música occidental, condenada por el régimen, era la estrella entre nosotros. Chicles, latas de Coca Cola y otros símbolos prohibidos y denostados eran parte del preciado botín del amigo occidental. ¿Dónde había quedado la libertad? ¿Qué era la libertad para ellos? Quizás, una ilusión. Un ideal por el que valía la pena intentar huir de Rumania cruzando la frontera y arriesgando la vida en el intento.

Te puede interesar: Competencia entre EEUU y China en Asia: ¿oportunidad para la Argentina?

El dictador rumano Nicolae Ceausescu (Foto: AP)

Mientras tanto, en las calles de Bucarest se dibujaban largas colas en las que la gente esperaba pacientemente y en silencio el turno para comprar los alimentos del día. Una botella de leche, café a base de porotos quemados o cualquier cosa que estuviera disponible por decisión de algún funcionario y en la medida que, después de varias horas, esa “codiciada” mercancía no se hubiera agotado. A veces, algunos atados de cigarrillos Kent, una verdadera moneda de cambio, facilitaban la tarea de conseguir el faltante, lograr que el dentista suministrara anestesia o conseguir una llanta de repuesto para una bicicleta.

Las empresas privadas no existían. La competencia tampoco. Los precios eran fijados aleatoriamente por el Estado. Nada podía determinar el equilibrio entre oferta y demanda. Los funcionarios públicos de las compañías monopólicas estatales determinaban qué producto o servicio y qué cantidades eran las correctas para cada ciudadano, generando como consecuencia escasez y productos de pésima calidad. Una economía centralizada y planes quinquenales con metas de crecimiento predeterminadas regían la vida en aquella Rumania, donde una espera de 10 años por un Dacia, única marca de automóvil en el mercado, era lo habitual.

No fue muy distinta la experiencia de la economía dirigista argentina que también contó con planes quinquenales a mediados del siglo pasado para sustituir las importaciones. Todavía en los años 80 las esperas para conseguir ciertos servicios eran indescriptibles. Aquel que tenía una línea telefónica instalada en su casa, la usaba como argumento de venta, dado que los plazos de instalación de la empresa estatal ENTEL podían demorar hasta 15 años.

No importa de qué lado del muro estemos. El tiempo ha demostrado la ineficiencia de las empresas estatales. Tal como están estructuradas, no tienen la obligación de generar lucro, una palabra, a veces, hasta mal vista. El salvataje siempre llega con los impuestos del contribuyente para solventar las pérdidas y ayudar a la asignación indiscriminada de puestos de trabajo. Son, además, una herramienta útil para que los funcionarios paguen favores políticos o beneficien a amigos y familiares. Y, hablando de salvatajes, solo en el año 2022, el déficit operativo de las 34 empresas públicas del estado en la Argentina ascendió a casi 20 millones de dólares diarios, equivalentes al 1% de nuestro PBI.

La tropas militares de Ceaușescu que mantenían el control en las calles de Rumania en los años 80 (Foto: Patrick Durand/Sygma via Getty Images)

Por otro lado, y a diferencia de los países comunistas que no tenían empresas privadas, la Argentina contó con empresarios que, en algunos casos, no estuvieron muy dispuestos a invertir su dinero o tomar riesgos compitiendo, como exigiría cualquier economía capitalista desarrollada, sino que más bien se dedicaron a buscar prebendas de un Estado que los favoreciera con licitaciones “a la carte” o con medidas proteccionistas, supuestamente para cuidar a una “industria naciente” que a esta altura lleva ya más años que muchos jubilados.

En mi regreso de Rumania a la Argentina en el año 1984, me topé en la calle con un militante del Partido Comunista. Luego de describir parte de mi vida en un régimen que él idealizaba, aún sin haber estado allí, no quiso escucharme. Negó el propósito del Muro de Berlín, construido en 1961 para frenar el constante flujo de alemanes orientales que huían hacia Berlín Occidental. En aquel entonces habían logrado llegar vivos a Occidente más de tres millones de ciudadanos de la cínicamente llamada República “Democrática” Alemana. Aquel militante, enceguecido, argumentó que el Muro se construyó para evitar que los alemanes occidentales pudieran ingresar a la Alemania Oriental en busca de una vida mejor. En ese momento me di cuenta de que el muro más difícil de derribar es el ideológico.

Después de la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, gran parte de los países de la Europa del Este, incluida Rumania, pudieron abrazar al estado de derecho y la democracia liberal como forma de gobierno. A partir de entonces comenzaron las reformas capitalistas de fondo que permitieron atraer inversiones, privatizar sus empresas, abrir sus economías a la Globalización e integrar un verdadero mercado común regional. La consecuencia del cambio: este grupo de países llegó a tener una de las tasas de crecimiento económico más altas de la historia, aumentó la expectativa de vida de sus ciudadanos en más de 10 años y logró una distribución bastante igualitaria del ingreso, según el coeficiente de Gini. En el caso específico de Rumania, estas reformas lograron que su PBI se quintuplicara en solo 25 años. Y los cigarrillos Kent o las latas de Coca Cola hace tiempo que dejaron de ser una moneda de cambio en el “mercado negro”.

Como argentinos, ¿habrá llegado el momento de derribar nuestros propios muros?

Seguir leyendo: