Religión y política: la virtud de cambiar anulación por contribución

Para lograr un equilibrio virtuoso, la separación entre política y religión no puede concebirse como recíproca anulación, dado que son ámbitos que actúan dentro del mismo sujeto como ciudadano

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Tedeum en la Catedral de La Plata
Tedeum en la Catedral de La Plata

La relación entre religión y política en una república y bajo un Estado de derecho ha sido uno de los temas más ampliamente debatidos a lo largo de la historia moderna. Algunos argumentando que dicha interacción no debería implicar ninguna mutua injerencia, mientras que otros sostienen lo beneficioso y constructivo de la influencia de la religión en las políticas públicas para la sociedad. Por ejemplo, en la formación de valores morales, la promoción de la justicia social y el fomento de la participación cívica. Sin embargo, ambos reconocen los desafíos y riesgos que pueden surgir, y en ambos sentidos, de dicha mutua influencia. Dejando de ser un Estado laico o deviniendo la religión en ideología política.

Es en este sentido que el equilibrio entre religión y política se encuentra en la mutua colaboración, tal como ha sucedido históricamente cuando la Biblia fue concebida como fuente de los valores morales y éticos de la civilización occidental, además de ser donde Bodin, Grocio, Selden, Hobbes, Locke y Montesquieu, abrevaron para la constitución del moderno Estado basado en el contrato social y la división de poderes. Parafraseando a John Rawls en su comprensión de la importancia primordial de la religión, esta ha proporcionado una base sólida para la construcción de una sociedad justa, ofreciendo una marco moral que inspira y guía a los ciudadanos promoviendo valores como la compasión, igualdad y solidaridad, justicia y bienestar común, fundamentales para la formación de políticas éticas.

Pero sin retrotraernos a aquellos orígenes, algunos de los casos más renombrados de líderes religiosos que modificaron positivamente sus sociedades e inspiraron a otros produciendo cambios permanentes en la modernidad, fueron los siguientes.

El movimiento liderado por Martin Luther King Jr., ministro bautista, quien bajo el firme concepto por el cual el final de nuestras vidas comienza el día en que nos volvemos silenciosos sobre aquello que importa, lideró la lucha por la igualdad racial, la justicia social y los derechos civiles en Estados Unidos, logrando impulsar cambios significativos en la sociedad. Su liderazgo carismático y potente discurso capturaron la atención de su nación y movilizaron a personas de diferentes razas y religiones para luchar contra la discriminación y la segregación racial. Su legado sigue siendo un recordatorio de la importancia de la valentía y la perseverancia en la lucha por los derechos humanos.

Mahatma Gandhi, líder espiritual y político indio, conocido como la voz de la no violencia, hizo de ella en su momento la mayor fuerza a disposición y el arma más poderosa en su lucha incansable por la independencia de la India del dominio colonial británico. Mediante el enfoque pacífico y su resistencia no violenta, inspiró a millones de personas en todo el mundo y sentó las bases para los movimientos de derechos civiles y la lucha contra la opresión en varias partes del mundo.

La Madre Teresa de Calcuta, una monja católica de origen albanés, con su práctica del amor por los desfavorecidos, enseñó al mundo que no siempre podemos hacer grandes cosas, pero sí cosas pequeñas con gran amor. Dedicando su vida al cuidado de los menesterosos, enfermos y desamparados en la India, fundó la congregación de las Misioneras de la Caridad, proporcionando atención médica, refugio y apoyo a personas necesitadas en todo el mundo. Su servicio desinteresado y amor incondicional inspiraron a muchas personas a involucrarse en el trabajo humanitario y a buscar formas de ayudar a los más necesitados en sus propias comunidades.

El rabino Abraham Isaac Kook, quien desempeñó un rol crucial en el movimiento religioso para la ulterior independización del Estado de Israel, desarrolló todo un sistema teológico y práctico combinando la tradición con la modernidad y el retorno a la Tierra de Israel, promoviendo y logrando la reconciliación entre los diferentes grupos religiosos y seculares. Su visión y enseñanza, devenida hoy en una red de escuelas y academias rabínicas, tuvo un impacto duradero y aún vigente en el llamado a la unidad entre diversos y opuestos movimientos judíos, habiendo fundado la forma en la cual se entiende un Estado judío y democrático, relacionando religión y Estado moderno, más el vínculo entre la propia sociedad israelí y el judaísmo diaspórico para con el Estado de Israel.

Si bien estos son algunos de los más vistosos ejemplos, también están otros miles cotidianos y más desconocidos donde la ética religiosa influye en la forma en que individuos y comunidades abordan las desigualdades sociales trabajando por la equidad y dignidad humana. Por ejemplo, desempeñado un papel importante en la cohesión social, mediante sus organizaciones y lugares de culto que frecuentemente ofician de espacios comunitarios donde las personas se reúnen, interactúan y se involucran en actividades sociales. Esto fomenta un sentido de pertenencia y solidaridad entre los ciudadanos, fortaleciendo así el tejido social.

Al respecto, Jeffrey Haynes y Robert Putnam, dos de los más importantes académicos en religión, sociedad y política, concluyen que la religión, cuando se une a la política, puede servir como una fuerza motivadora para promover la justicia, inclusión social y protección de los derechos humanos. Más, operando como mecanismo que brinda respuestas a quienes se encuentran en la marginalidad socioeconómica y cultural, la religión a menudo proporciona una estructura institucional que promueve la participación cívica y la colaboración en la comunidad.

No obstante, y sin perjuicio de los aportes positivos de la religión en la política, no huelga notar la importancia de reconocer los desafíos y riesgos que pueden surgir de una impropia influencia. Por ello, el desafío en la participación de la religión en el ámbito político es doble: por un lado, evitar la intolerancia, el fanatismo y la exclusión de aquellos que no comparten las mismas creencias o axiología; por el otro, evitar la indebida injerencia de la religión en el Estado vulnerando su separación debiendo ser este último laico y neutral.

Para lograr este equilibrio virtuoso, la separación entre política y religión no puede concebirse como recíproca anulación, dado que son ámbitos que actúan dentro del mismo sujeto como ciudadano. Más bien, debe orientarse a una mutua autonomía la cual constituye su mejor aporte y contribución. Y esta radica en la diferencia entre poder y autoridad, donde la obediencia al poder civil no debe implicar la desobediencia a la autoridad religiosa, ni esta la de aquella. La diferencia entre ley y valor, donde la primera debe ser sancionada bajo el principio de justicia determinado por la proporcionalidad, idoneidad y necesidad, respetando el marco axiológico de quienes conforman la sociedad, donde en términos religiosos existe una autoridad más allá del poder, un valor más allá del interés, y que no siempre coincide con las conveniencias políticas. Y esto, traducido jurídicamente como libertad religiosa, debe garantizar también la no coacción sobre la religiosidad, prohibiendo constreñir a alguien contra su conciencia o axiología. Y ello no sólo incluye la objeción personal e institucional, sino también el respeto al creyente y a los credos, prohibiendo y enmendando las expresiones de funcionarios, o manifestaciones culturales incluso patrocinadas por el mismo Estado, que resultan agraviantes, ofensivas e injuriosas a la religiosidad cualquiera sea, como ejemplos de discriminación religiosa o discurso de odio.

En conclusión, la religión aporta significativamente a la política proporcionando una base moral, promoviendo la justicia social, fomentando la participación cívica y estableciendo estándares éticos para el común y por sobre todo para el liderazgo político y gubernamental. Sin embargo, es esencial abordar los desafíos y riesgos asociados a su influencia para garantizar una sociedad abierta, plural y dialógica.

Así, el debate sobre la relación entre religión y política debe enriquecerse con más participación y aportes de aquellas milenarias enseñanzas traducidas en formas de vida vigentes que han dado origen y cimiento a la civilización, la política y las sociedades modernas. Siempre bajo el equilibrio que respete la religiosidad, su diversidad y los principios democráticos fundamentales.

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