Una vindicación de la grieta

La palabra está unida con la idea de ruptura. Pero la hendidura que existe hoy no se funda en la política: es consecuencia de la sociedad

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Una vindicación de la grieta
Una vindicación de la grieta

Esta nota de opinión nació de un comentario que el intelectual, escritor y periodista Jorge Fernández Díaz, quien suele expresar ideas complejas y profundas con la naturalidad de lo cotidiano, realizó en su programa de radio. Sin embargo, nada de lo aquí escrito puede serle imputado, ya que sus palabras motivaron una idea de la cual ignoro si Jorge comparte plenamente su esencia.

En Argentina solemos tener la costumbre de endilgar cargas emocionales negativas a palabras que en la mayoría de los países con culturas afines tienen significante positivo o, en el peor de los casos, neutro y su valor moral está dado por el contexto en el que se producen determinados fenómenos.

En el primer caso, entre nosotros la palabra pacto suele tener connotaciones peyorativas y espurias; es asociada a aquello que se resuelve en secreto, misteriosamente, y cuyo resultado será finalmente perjudicar a un colectivo y a todos aquellos que no participaron del mismo. Posiblemente, esa acepción se haya formado en los años 90 al calor de la reforma constitucional que permitió la reelección del Presidente Carlos Menem en un acuerdo con el ex Presidente Raúl Alfonsín.

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Es verdad que el Pacto de Olivos pudo haber tenido intereses personales, de los que no escapan los grandes convenios de la historia; sin embargo, posibilitó un acuerdo que permitió reformar la Constitución Nacional en muchísimos aspectos, algunos buenos, otros no tanto, con un consenso nunca antes visto en modificación constitucional alguna. Fue la primera vez que en Argentina una reforma fue jurada por los constituyentes de todas las provincias del territorio nacional y, fundamentalmente, no se convirtió, como en otros casos, en el símbolo de la victoria de un bando sobre otro. Por otro lado, continuamente políticos, periodistas, ensayistas, intelectuales y otras personas suelen comentar las bondades de otro pacto, el de La Moncloa, que permitió a España comenzar a salir de la transición franquista. Huelga decir que muchos de quienes lo alaban no lo conocen.

El otro caso, aquel de las palabras neutras cuyo significado suele estar enmarcado en un tiempo y contexto determinado, aparece la palabra grieta. Una grieta es una hendidura más o menos profunda, y otra acepción nos da idea de desacuerdo o desunión. En todos los casos, en forma consciente o inconsciente, la unimos con la idea de ruptura. Ahora bien, ¿es mala per se una hendidura? ¿Siempre son nocivas las rupturas? En general, cuando una persona o una sociedad rompe con un pasado ominoso, eso suele tener efectos positivos en el sujeto de marras. Por el contrario, una hendidura en la relación con una persona amada nunca es deseable para quien ama.

La hendidura que existe hoy, al contrario del sentir mediático, no se funda en la política, sino que es consecuencia de la sociedad de la que todos formamos parte. La grieta -y en esto pareciera haber consenso extendido, tanto de los que están de uno como del otro lado- es mala, divide. Sin embargo, antes de calificarla realicemos una arqueología social, política, y coloquemos nuestra atención en su génesis más reciente para no tener que llegar a discutir morenistas contra saavedristas que no es el objeto de estas líneas.

Hace 20 años exactamente juraba como presidente Néstor Kirchner en un mundo y una Argentina que había comenzado a cuestionar muchas de las certezas de la década anterior. Miguel Bonasso, Horacio González, Horacio Verbitsky y otros hicieron ver a un hombre sin ideología las inmensas ventajas que otorgaba revalorizar la actividad política como factor de cambio social y adueñarse de banderas que no le pertenecían, como la defensa de los derechos humanos, la reivindicación de la lucha armada setentista, el alineamiento con determinados colectivos y la idea fundamental de construir un enemigo que encarnase el mal como un absoluto al que había que destruir.

El lejano izquierdista aristócrata afincado en Inglaterra, Ernesto Laclau, fue el profeta perfecto que dio soporte intelectual al populismo kirchnerista en su idea básica de construir una sociedad donde los “otros” no tuviesen derecho a existir. El “problema” fue que los “otros”, los que pensaban distinto, no quisieron dejar de existir, no quisieron plegarse a un pensamiento único que es la primera forma de perder humanidad. No quisieron agachar su cerviz y escribir o manifestar aquello que el cada vez más autocrático kirchnerismo exigía en el estado, en las redacciones, en los juzgados, en las escuelas y universidades, en el sector privado, en las calles, en las plazas y en las reuniones familiares. Fue entonces, cuando sufrieron las represalias con que el pathos populista había impregnado Argentina, el momento del nacimiento de la grieta.

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La grieta nació y sigue siendo una forma de resistencia ante el avasallamiento de las libertades y derechos establecidos en la Constitución Nacional. Es una manera de oponerse a que adoctrinen a nuestros hijos en los colegios, nos impidan transitar libremente o intenten quedarse con el fruto de años de sacrificio y trabajo y aun con el trabajo mismo. La grieta posibilitó que Argentina no terminase como Venezuela o, inclusive, como muchas provincias de nuestro país en las cuales quienes gobiernan se sienten señores de todo; hasta de la vida y de la muerte, como muestran los sucesos del Chaco.

Son incontables los hechos que quedaron asociados a significados opuestos según el tamiz de la grieta elegido. Muy probablemente, entre los más nítidos ejemplos estén los desórdenes del Día de la Bandera en Jujuy en ocasión de la votación de la modificación de la constitución provincial. Los núcleos más radicalizados insisten en narrar como represión popular lo que evidentemente fue la defensa -por parte de las fuerzas de seguridad- de la Legislatura local, del proceso institucional en marcha y los bienes públicos y privados, todos objetivos de un ataque vandálico visiblemente articulado.

En todo tiempo y lugar de la historia luchar por la libertad produjo heridas y hendiduras. Nadie sensato puede estar cómodo en la grieta de Argentina. A todos nos resulta odioso el clima que impera con ella, pero no es lo mismo el que avasalla que aquel que se defiende. Y aquí sí se ponen de manifiesto los valores morales que han construido las sociedades libres y republicanas que conducen al progreso humano.

Claramente, en la Francia de la Segunda Guerra Mundial también había una grieta entre aquellos que apoyaban la ocupación de su país -y de hecho hacían negocios con ello- y quienes resistieron, quienes no se dejaron, quienes aun cuando la victoria parecía imposible no se rindieron pese a las nítidas diferencias entre gaullistas y comunistas. La Francia que hoy conocemos, aun con sus enormes deudas, es hija de esa grieta y de la victoria de quienes resistieron.

Como ya he dicho, la grieta está en el seno de nuestra sociedad y nos atraviesa en todos los ámbitos. Hace 171 años pasaba exactamente lo mismo que hoy. En Caseros se enfrentaban dos concepciones diferentes de país. Uno, el de la salvajada montonera, el de la oscuridad, el atraso y las persecuciones, chocaba con otra idea, la que quería organizar el país bajo una concepción liberal que aunara a los argentinos y a quienes quisieran venir a estas tierras bajo el lema de la república, la libertad, el progreso y el arduo objetivo de hacer de la pampa indómita un lugar de trabajo y prosperidad.

Este año, más evolucionados, ya no dirimimos nuestras diferencias a tiros y lanzazos, pero como en 1852 dos modelos de país que no tienen entre sí vaso comunicante alguno, ya que representan escalas morales diferentes, se expondrán al veredicto de la sociedad.

Somos entonces los argentinos quienes deberemos decidir en forma definitiva cuál de ellos pretendemos para nosotros, para nuestros hijos y para la posteridad. Solo el conjunto social puede cerrar la grieta de una vez y, esperemos, para siempre.

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