El Génesis 18:22 relata que Abraham estaba de pie cuando discute con Dios sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra; en Éxodo 3:5 Moisés estaba de pie ante la zarza ardiente que no se consumía y desde la cual Dios le habló; el Deuteronomio 4:10 recuerda que la Torá fue recibida por el pueblo de pie frente a la epifanía divina. Pero por sobre todo el profeta Ezequiel 2:1, ante la visión del Carruaje Celestial y al ver la apariencia de la Gloria de Dios, cayendo sobre su rostro escuchó la voz de Dios que le comandaba “hijo del hombre, párate sobre tus pies y te hablaré”.
Allí, el estar de pie, no refiere al comandado respeto ante la presencia del anciano o como aceptación de la autoridad de la corte de justicia, sino a decir de Milton Konvits, Dios mismo le demanda a la persona no degradarse, deshonrarse ni anularse en Su presencia y a fortiori ante nada ni nadie. El humano, creado a imagen divina posee dignidad y Dios le demanda reflejarla, concebida como el crítico componente en la igualdad del humano independientemente de su edad, salud, operatividad, apariencia, condición o situación social, económica, cultural, etc.
Desde una perspectiva filosófica, es Iosef Soloveitchik quien, analizando el Génesis 1:27-28 donde se crea al humano y se le comanda su relación con la naturaleza, concluye que ser humano significa vivir con una dignidad tal que honre el haber sido constituido con honor y esplendor, un poco menos que los ángeles (Salmos 8:6). Esta dignidad, ausente en la existencia animal, bruta y carente de recursos, no es el mero e irreflexivo encumbramiento sobre la naturaleza, sino que conlleva inescindiblemente la responsabilidad como capacidad de cumplir con nuestros compromisos. Por ello la dignidad se mide en el impacto que se logra en otros, no como poder en el ejercicio de funciones, sino como autoridad moral en la comunicación, no de palabras sino de acciones. En congruencia, Soloveitchik interpreta que en Génesis 1:27, Dios crea al hombre y a la mujer simultáneamente, dado que no hay dignidad en soledad o anonimato, sino que es necesario demostrarla y transmitirla. Por eso el vocablo hebreo para dignidad es “kavod”, cuya raíz significa peso, siendo esa gravedad aquello que la gente percibe al estar con dicha persona.
Más, debido al inestimable valor de la dignidad del ser humano, los tratados talmúdicos Brajot 19, Menajot 37 y Shabat 81/94 sentencian que los preceptos de la Torá son postergados en caso donde aquella dignidad se denigre. Y no es que la dignidad humana tiene prioridad sobre la divina, la cual demanda el cumplimiento preceptual, puesto que esta prórroga sólo refiere a las bíblicas prescripciones y no proscripciones, incluyendo también las ulteriores reglamentaciones talmúdicas, prescriptivas o proscriptivas, cuya autoridad legislativa deriva del Deuteronomio 17:11. Traduciendo este concepto, bien podría aplicar a un funcionario quien incumple con su demandada disciplina partidaria cuando por seguirla, denigra su dignidad o la de un tercero, en consciencia o acción. Un reciente caso fue el del senador republicano Mitt Rommey, único en manifestar su voto a favor de la condena a Trump por abuso de poder y confianza pública más obstrucción de la justicia, frente a los demás senadores republicanos quienes votaban en contra, muchos bajo el mandato de fidelidad partidaria. Rommey alegó su decisión por temas de consciencia y de fe, habiendo jurado ante Dios impartir justicia imparcial no traicionándose a sí mismo y como ejemplo a sus hijos.
La pregunta aquí es cómo puede defenderse el poder y dominio de la ley frente a la autoridad de la dignidad, cuando es la propia ley que dictamina su misma prórroga ante la denigración de la dignidad. La respuesta se encuentra en el tratado talmúdico Ievamot 90b, argumentando que su aplicación a los preceptos bíblicos es únicamente respecto de los positivos, no de los proscriptivos, y por ello el principio de abstención de la acción no es concebido como la abrogación de la Ley, a diferencia de la transgresión de una proscripción. En otras palabras, cuando la dignidad se vea afectada por cumplir una obligación primaria, permanecer pasivo absteniéndose para no denigrarse no revoca aquel deber, a diferencia de cuando se acciona contra una prohibición primaria. Esta es la base constitutiva y conceptual de la objeción de conciencia.
Y estas consideraciones sobre la dignidad humana aplican incluso a delincuentes, dado que en el Éxodo 21:37, se penaliza a quien roba un vacuno y lo mata o vende, debiendo pagar cinco iguales; mientras que con cuatro si se trata de un ovino. Su explicación según el tratado talmúdico Babá Kamá 79b, es que la ley toma a cuenta la humillación del ladrón que carga sobre sus espaldas al ovino, a diferencia del vacuno que es arriado. Más, el tratado Babá Metziá 58b sentencia que quien avergüenza denigrando al prójimo en público es como si hubiera derramado su sangre, dado que ante la indignidad empalidece.
Maimónides, luego legisla que el juez debe cuidarse de no degradar el honor del infractor al sentenciarlo debido al peso que tiene la dignidad al postergar la observancia de ciertos preceptos. De hecho, dedica un capítulo de sus Leyes de Agresiones y Lesiones a clasificar los perjuicios por deshonra, constituyendo uno de los gravámenes a pagar por el infractor. Más, en sus Leyes de Testimonios inhabilita para testificar en procedimientos civiles a quien se falta el respeto a sí mismo, por no sentirse avergonzado, ya que ante la falta de dignidad no dudará en prestar falso testimonio.
Más allá del mencionado caso de Rommey, estas consideraciones sobre la importancia de la dignidad y su relación con la responsabilidad, la vergüenza y el respeto, están directamente relacionadas con la actualidad política local. Porque la constante imperturbabilidad de los funcionarios frente a la reprobación pública de sus repetidos corruptos e impúdicos actos o declaraciones, incluso pretendiendo su elusión o justificación, manifiesta una grave disminución de la responsabilidad individual e institucional. Carentes de competencia y compromiso con las obligaciones del cargo para el cual fueron elegidos o designados, erosionan el sentido de la vergüenza hasta un punto de no retorno, dado que pierde su carácter expiatorio. Y esto es debido a que deja inexistente ese límite que fuerza al sujeto a no repetir el acto vergonzoso y retractarse, impidiendo por ello constituir un prístino sentido de responsabilidad hacia sí mismo y hacia otro. Responsabilidad que permite construir respeto y justicia. Porque a decir de Emmanuel Levinas, la vergüenza es una emoción autorreferencial e ineludible, imposible de desdoblarse del mismo sujeto que la siente, corroyendo su conciencia, y por eso demandándole la toma de responsabilidad por él mismo, para luego extenderla hacia un tercero. Y así, la vergüenza es un bien preciado, aunque actual y peligrosamente suspendido, explicando la anulación del sentido de la responsabilidad en lo social y político, de culpabilidad y de dignidad, denigrándose uno mismo y a la población como víctimas resultantes.
En este sentido, quien verdaderamente profesa una fe es quien principalmente está llamado no como súplica o pasividad radical, sino como exigencia de acción para restaurar el orden perdido, el respeto por sí mismo y su prójimo, restituyendo la responsabilidad individual y social, materializando la dignidad de ser humanos como esencialidad irrenunciable, indelegable y recíproca.
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