Cuando el peronismo parecía avanzar inexorablemente hacia unas PASO que amenazaba con condenarlo anticipadamente a una derrota de proporciones históricas, el cierre de listas -que ya venía siendo uno de los más tensos e inciertos de la historia reciente- consumó lo que sin dudas es la gran sorpresa de esta instancia: una lista de unidad encabezada por Sergio Massa y acordada con quien hasta hace apenas algunas horas parecía el gran excluido del reparto de poder, Alberto Fernández.
Una lista de unidad que consuma una vieja ambición de Massa, que nunca fue únicamente una candidatura presidencial sino el propio liderazgo del peronismo. Una fórmula acordada además con el presidente, que deja afuera de la disputa nacional al kirchnerismo tras 20 años de presencia en la disputa por el “sillón de Rivadavia”.
Las 24 horas previas en el peronismo habían sido frenéticas. Daniel Scioli no solo resistía las presiones para bajar su candidatura sino que incluso avanzaba con un acto en el que anunciaba a Hugo Moyano como primer candidato a diputado nacional. Frente a lo que parecía ser ya una decisión indeclinable, los gobernadores -que habían pedido formalmente una lista de unidad- jugaban la candidatura del tucumano Juan Manzur, y desde el kirchnerismo ya se daba por confirmado a De Pedro.
Cuando se dejó trascender finalmente que Wado y Manzur integraban el binomio que enfrentaría a Scioli, las cartas parecían estar echadas y el escenario ya cerrado. Sin embargo, había algunas señales de que había algún resquicio para un sorpresivo golpe de timón: la formula no se había comunicado oficialmente, Cristina Fernández de Kirchner permanecía en silencio y Massa -a quien en algún momento se sindicaba como aspirante al Senado- se mostraba hiperactivo en diversas reuniones de alto nivel.
Sobre el cierre de la jornada, lo impensado finalmente se consumó. La estrategia del voluntarista Massa daba sus frutos: el presidente entregaba sin miramientos a Scioli a cambio de poner el candidato a vice y colocar dos legisladores nacionales en las listas bonaerenses. El peronismo territorial -incluidos los más gravitantes intendentes del conurbano- apuntalaba al tigrense y terminaba de darle el brazo a torcer a Cristina, que acabó por intervenir directamente para sellar la retirada, desautorizando a su propio hijo que manejaba hasta entonces la lapicera y había buscado infructuosamente bajar a Scioli en un escritorio.
Seguramente el núcleo duro del kirchnerismo buscará justificar la claudicación hablando de un repliegue táctico en la provincia de Buenos Aires: con posible reelección de Kicillof y la presencia mayoritaria de referentes del espacio en las listas legislativas, el kirchnerismo buscaría seguir liderando a un peronismo en la oposición. Sin embargo, más allá de las prendas de negociación, y los análisis prospectivos de cómo podría reconfigurarse el justicialismo ante una posible derrota nacional, lo cierto es que el repliegue desnuda con particular crudeza la gran debilidad política actual del kirchnerismo, al menos bajo la conducción de la actual vicepresidenta.
Así las cosas, con la fórmula ya confirmada oficialmente el peronismo encara una campaña presidencial sin vestigios del kirchnerismo por primera vez desde 2003. Una campaña muy difícil para un oficialismo que presenta un candidato que comanda un equipo económico que no logra contener la inflación ni lograr la estabilidad cambiaria, pero que sin dudas hubiese sido desastrosa si se confirmaba el escenario de dispersión de la oferta electoral.
Más allá de lo que se viene, de las expectativas que pueda generar un Massa con el respaldo de todo el peronismo territorial y algunos actores del establishment, de las dificultades que encontrará el tigrense para construir una narrativa coherente y consistente frente al contundente fracaso de un gobierno del cual es parte, de las posibles reacciones de los mercados que comenzarán a verse el próximo lunes, y de tantas otras incógnitas que persisten, hay un hecho tan inocultable como trascendente: el declive del liderazgo de Cristina, forzada a ceder, ya no solo ante la presión de los gobernadores que querían a Massa sino incluso ante un debilitado presidente que vio sobre el cierre una inesperada oportunidad para poner condiciones y resurgir de las cenizas de una gestión ineficaz e intrascendente.
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