El Qui prodest, latinismo que puede traducirse como ¿Quién se beneficia?, constituye una de las preguntas básicas que ha precedido la investigación de hechos que a simple vista resultan sencillos y hasta obvios pero que, una vez que se ahonda en ellos, sugieren que el beneficiario real termina siendo el menos evidente.
Mucho se ha escrito sobre la luctuosa jornada del 16 de junio de 1955 con epicentro en la ciudad de Buenos Aires, más precisamente en Plaza de Mayo y manzanas adyacentes. Ríos de tinta han corrido asimismo para indagar sobre el sorpresivo y vertiginoso conflicto entre el gobierno de Juan Domingo Perón y la jerarquía de la Iglesia católica, a partir de noviembre de 1954. Sobre todo si se tiene en cuenta que durante casi una década hubo entre ambas partes un clima colaborativo en aspectos centrales, tales como, por ejemplo, la cuestión educativa.
Debemos centrarnos en los incendios provocados contra una decena de templos ubicados en el casco histórico de Buenos Aires al caer la noche de aquella jornada, una de las más tristes de la historia argentina del siglo XX.
¿Quién se benefició con ello? Indudablemente autores peronistas como antiperonistas coinciden en que no fue ni Perón ni su gobierno. No obstante hasta hoy vueve periódicamente la acusación desde distintos sectores de “haber mandado quemar las iglesias”. Sectores que acaso hoy ya no frecuenten ni la liturgia ni los templos, pero que siguen valiéndose de la frase a modo de reprobación contundente. Tampoco podría decirse que la beneficiaria fuese la propia Iglesia. Resulta inconcebible aún para la mente más maquiavélica, por más que existieran sacerdotes antiperonistas en 1955, imaginar que fuesen católicos practicantes quienes urdieran los incendios como instrumento para derrocar a un gobierno.
Uno de los abordajes más comunes consiste en afirmar que el incendio de los templos católicos del centro porteño fue “en represalia” por los bombardeos llevados a cabo por la sublevada aviación naval desde el mediodía hasta promediar la tarde de aquel día. ¿Por qué descartar, sin más, que el segundo hecho fuese complementario del primero, con distintas manos ejecutoras, pero acaso con idénticos autores intelectuales? Resulta llamativo que, pese al clima de tensión y enfrentamiento suscitado meses antes entre el gobierno y la Iglesia, la profanación de iglesias quedara circunscripta al casco histórico de la Capital. Es un hecho comprobado que en los barrios populares y en el resto del país no sólo no se profanó edificio alguno, sino que ni siquiera hubo intentos en tal sentido. Resulta indicativo de que los sectores obreros, y amplias franjas de los sectores medios, de haber existido una orden de Perón, no la acataron, y fueron en todo caso testigos atónitos de los hechos.
En Historia Argentina – Homenaje a José María Rosa, los autores señalan: “Los únicos casos de ataques incendiarios a iglesias en la Argentina tuvieron que ver con la masonería; el más recordado y notorio fue el del asalto e incendio del Colegio del Salvador, ocurrido el 28 de febrero de 1875. En aquella oportunidad -como en ésta de 1955- no estuvo el pueblo entre los atacantes, sino grupos organizados, incitados y capitaneados ‘por las logias masónicas y los llamados clubes liberales’, según documenta el historiador Guillermo Furlong” (Chávez, Fermín; Cantoni, Juan C.; Manson, Enrique; Sulé, Jorge, tomo XV, pág. 32).
Estos autores amplían la pista y citan una versión dada años más tarde por el propio Perón. Nos dicen: “Coinciden estos dichos [los de Perón] con las conclusiones de la investigación periodística efectuada por la Revista Primera Plana en 1969, donde se expresa: ‘Cuando esta investigación llegó a su término fue archivada. Al producirse el derrocamiento de Perón, las carpetas con todas las documentaciones fueron halladas en una oficina estatal, pero sus conclusiones se desestimaron porque indicaban como responsables de los incendios a una logia masónica ligada a los revolucionarios’. En verdad, el local, más de una vez aludido, estaba ubicado en la calle Moreno al 400 y pertenecía a Ian Drysdale, quien llegó a ser Gran Maestre de la Masonería Argentina.”
Un testigo privilegiado de la jornada, el general Franklin Lucero, amigo de Perón y ministro de Guerra por aquellos días, adhiere a lo expresado y destaca -al relatar el episodio de la quema de una bandera argentina días antes del 16 de junio- su “convencimiento de que ellos [los conspiradores] fueron los inspiradores, con la intervención, además, de gente liberal-masónica infiltrada en el gobierno, que se prestaba fácilmente a sus diabólicos planes” (Lucero, Franklin, “El precio de la lealtad”, Editorial Propulsión, Bs. As., 1959, pág. 122).
El dato revelado por Lucero en cuanto a la presencia de masones en el gobierno resulta esclarecedor y permite entender en parte la dinámica del conflicto entre éste y la Iglesia. Son varios los historiadores que señalan al propio vicepresidente de entonces, almirante Alberto Teisaire, y ministros del gabinete como el de Asistencia Social y Salud, Raúl Conrado Bevacqua, y el de Educación, Armando Méndez de San Martín, como los más enfervorizados atizadores de las medidas gubernamentales anticatólicas, y a la vez ligados a la masonería argentina.
De hecho, según testigos presenciales de los incendios, en medio de esas manzanas céntricas presumiblemente desoladas por los bombardeos de horas antes, fue bien visible el accionar de tres columnas que provistas de bidones de combustible y con personas que daban órdenes precisas, consumaron la sacrílega faena. Una de ellas partió de la sede del Partido Justicialista, cuyo presidente era a la sazón Teisaire. Otra del Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública, a cargo de Bevacqua, y la tercera de un domicilio no suficientemente identificado, aunque algunos sugieren que pudo tratarse del ya mencionado local de calle Moreno al 400.
En mensaje radial emitido aquella misma noche, el presidente Perón convocó a la conciliación nacional. En las semanas sucesivas cesaron súbitamente las diatribas contra la Iglesia desde los medios de comunicación oficiales. Fueron echados algunos de los funcionarios antes señalados. Pero ya era tarde y quizás Perón comprendió su error en haber permitido la escalada de violencia de los meses anteriores. Es cierto que algunos sacerdotes eran abiertos opositores y que en algunos colegios y parroquias se permitían reuniones de conspiradores contra el gobierno constituido. Pero fue un salto al vacío el no distinguir eso de la fe arraigada y profunda de vastos sectores de la población, sin distinción de clases.
Tras el derrocamiento de Perón, en septiembre de ese mismo año, algunas voces procedentes del nacionalismo católico comprendieron, también demasiado tarde, que el catolicismo fue utilizado como ariete por una sociedad secreta que le era históricamente hostil. Como ejemplo podemos citar a Jordán B. Genta en su ensayo La masonería y el comunismo en la Revolución del 16 de septiembre, publicado a poco de transcurridos los hechos. Ello quedará bastante claro cuando el sector liberal de la revolución produjo el desplazamiento del general Eduardo Lonardi y su reemplazo por Pedro Eugenio Aramburu, el 13 de noviembre de 1955.
Los que en vez de un “peronismo sin Perón” deseaban una “Argentina sin peronismo” y conspiraban en las sombras desde el 4 de junio de 1946, dueños verdaderos del golpe institucional y posiblemente sus autores intelectuales desde el comienzo, se deshacían así de sus circunstanciales camaradas, los que se habían sumado como mano de obra apenas pocos meses antes. Qui prodest?
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