Alrededor de las 03:30 de la madrugada Gabriel Izzo y Silvana Petirani dormían, el aire era fresco y limpio, y se escuchaban grillos.
San Antonio de Padua, en el partido de Merlo, fue un lugar con quintas, mucho verde y vecinos amigables. Hace mucho no lo es, como todo metro cuadrado en el Gran Buenos Aires, “el Conurbano”, palabras impuestas por un burócrata que una mañana se levantó y se sintió “creativo”.
Un burócrata que piensa que por cambiar o imponer un nuevo nombre, se mejorará de manera mágica. Y todos, en el mismo lugar, decimos Conurbano. Impactante, tóxico, la lista es larga y cambiante.
Siempre ha sido sitio de estereotipos. Cada uno con su mochila de lugares comunes, moda de millones donde se odia la diferencia y el detalle. Cada uno con su canción del momento y su caniche toy blanco lamido con entusiasmo por las caras de los dueños.
El Conurbano es la radiografía de un proceso de descomposición absoluto, metamorfosis social en donde aparece la pobreza en primer plano, acompañada de la violencia, narcotráfico, miedo, intendencias con presupuestos gigantes que sin embargo mantienen las calles de tierra, sin cloacas y con zanjas pestilentes.
Sin embargo, Padua, así se dice en general, 36 kilómetros hacia el Oeste de Buenos Aires, fundado en 1922 como devoción y homenaje, por el santo, Franciscano, portugués y doctor de la Iglesia, puede verse como una excepción a esto.
Ciudad caracterizada por sus grandes arboledas, ciertos diseños agradables y casas amplias y bonitas con sus jardines. En una de ellas vivían el matrimonio Izzo-Petinari, de 60 y 55 años. Él era dueño de un aserradero. Ella integra una familia muy prestigiosa, de industriales dedicados a producir acoplados, volcadores y semirremolques. Ambos construyeron un amplio parque industrial, muy conocido y activo.
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En la madrugada del 9 de junio llegaron a la casa un grupo de delincuentes, la cantidad no ha podido determinarse con precisión, lo que sí se sabe es que uno de ellos se quedó al volante de un Volkswagen Gol gris modelo 2008 como campana, y otros forzaron una ventanita de la cocina para así entrar a la vivienda.
Estaban equipados con sogas, cintas de precintar, armas de fuego y cuchillos: a matar, tanto si robaban todo, o algo en especial, como si no. A matar.
¿Conocían a alguno de ellos?, ¿tenían información de que tal vez pudieran tener algo valioso en su poder?. Vecinos aseguraron que no tenían dinero en la casa por costumbre y método.
Al momento de la entradera la madre de la señora Petinari, Elsa Otruba, de 85 años, estaba en la casa. Se quedó en su cuarto, en silencio, espantada y paralizada por los ruidos.
Izzo los escuchó: había entrado gente. Bajó las escaleras y los vio. Tenía una Bersa 9 milímetros en la mano derecha. Tiró. La corredera quedó trabada. Con desesperación abrió un cajón de la mesa de noche y buscó el revólver 38 que siempre tenía cargado. Ambas armas con permiso otorgado .
Abrió fuego cuando empezaron a subir, pero los intrusos hicieron lo mismo. A lo largo de un pasillo que distribuye los espacios, Izzo recibió una bala en la cabeza y caído, con un hilo de vida, fue acuchillado. El 38 quedó allí.
Petinari recibió un terrible golpe en un ojo y los cuchillos obraron también. Actualmente vive con un cuadro de gravedad en Los Arcos, después de dos traslados.
Una vez que los delincuentes escaparon en el Gol, la policía empezó la tarea de investigación y allanamientos sin saber el motivo. Lograron encontrar a quien conducía el Volkswagen y lo detuvieron y liberaron al instante, al igual que a su hijo, presunto cómplice.
La bonita casa de los Izzo-Petinari quedó manchada con mucha sangre en todas partes: se defendieron con bravura.
Alguien recordó que Izzo, naturalmente alegre, tenía afición a las bicicletas de montaña y a las motos de gran cilindrada. Con una de ellas, los dos recorrieron muchos caminos del mundo. Tenían el placer de la velocidad y del viaje.
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No se tarda nada en recordar la novela “A sangre fría”, sobre hechos reales de Truman Capote, periodista y escritor admirable, que investigó hasta el compromiso más intenso a lo largo de 10 años para publicarse en 1966, con la colaboración en la instrucción y datos de lo ocurrido, de su amiga Harper Lee, de vida enigmática y cerrada, pero autora de “Matar un ruiseñor”: 40 millones de libros vendidos.
En 1959 fueron asesinados los miembros de la familia Clutter. Los delincuentes Richard Hickok y Perry Smith, quienes habían compartido celda, entraron en el domicilio, agricultores prósperos de Kansas. Seis meses más tarde fueron capturados y condenados a la horca.
El libro de Capote estremeció a los Estados Unidos: nadie podía sentirse seguro.
Dos películas se hicieron con “A sangre fría”.
Uno de los asesinos, el más inclinado a la furia repentina, cortó la garganta del señor Clutter y le disparó en la cara: “No quería hacerle mal al hombre. Pensé que era un caballero muy agradable. Hablaba con suavidad. Lo pensé cuando le corté el cuello.” Se fueron de allí con unos binoculares y cincuenta dólares.
Vuelta a San Antonio de Padua, a Padua.
Un hombre y una mujer respetables y con ganas de vivir, a menudo con el viento en la cara de una moto a full.
¿Habrá castigo para los feroces argentinos que abrieron y ensangrentaron las paredes y las vidas que vivían entre ellas?. Puede. Quién sabe. La desconfianza es alta, pero puede ser.
En tanto, a mis espaldas, un cronista en la televisión cuenta que en Tucumán se paga cada voto, cincuenta mil pesos en adelante.
Otra forma de criminalidad.
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