Desde que empecé la universidad en 1985 la Argentina pasó por el Plan Austral, el Primavera, la (o las) híper de 1989/90, el Plan de Convertibilidad, la salida de la convertibilidad, no sé cuántos programas con el FMI y cuánta plata, con y sin rupturas; y tampoco cuántos defaults de la deuda, cuántas renegociaciones, cuántos salvatajes a provincias, no sé cuántos cepos, crawling peg y eventos devaluatorios, no sé cuántos ceros perdió el peso, cuántos patacones, lecops y otras cuasimonedas circularon; más de un cuarto de siglo desde que debió sancionarse una nueva Ley de Coparticipación Federal de Impuestos, sobre la que se estructura la relación entre Nación y provincias, y estamos a las puertas de una nueva crisis.
Era 1984. No el que imaginó George Orwell (Eric Arthur Blair), aunque hay puntos de contacto: en el no respeto por el otro, por las normas, en lo traumático. Cursaba sexto año del Colegio Nacional de Buenos Aires cuando hacia mediados de año las autoridades de la Universidad de Buenos Aires decidieron un cambio que afectaría nuestros derechos adquiridos.
Mi elección de colegio no fue casual. Al ingresar en las aulas de ese edificio histórico que ocupa casi una manzana a metros de la Plaza de Mayo, sabíamos que, aprobado el plan de estudios, el acceso a la facultad sería directo y sin barreras; por eso cursábamos seis años, uno más que los alumnos de cualquier secundaria no técnica en cualquier lugar de la Argentina. El contrato era así: sin exámenes de ingreso, ruta libre a los estudios universitarios.
A 10 metros de la línea de llegada, y sin consulta o aviso previo, los responsables de la UBA corrieron la banderita de llegada. Fue cuando decidieron implementar el Ciclo Básico Común (CBC), una criatura atípica pensada como curso de ingreso, pero ya como alumno universitario, obligatorio para todos. Me pareció injusto -hoy sigo pensando igual-, se rompía el contrato.
En su Teoría de la Justicia John Rawls afirma que ciertos tratamientos desiguales entre iguales no son injustos cuando significan una mejora en la situación de quien está en fuerte desventaja.
Ciertos tratamientos desiguales entre iguales no son injustos cuando significan una mejora en la situación de quien está en fuerte desventaja (Rawls)
Sin entrar en la cuestión del ingreso irrestricto o no a la universidad, el CBC pudo ser un instrumento de justicia para quienes, habiendo finalizado el secundario, necesitaban un apoyo. Pero con un año más de estudios a cuestas, nosotros ya habíamos cursado nuestro propio CBC. Los desiguales deben ser tratados de manera desigual. Nos movimos, hicimos olas, hablé al aire con Bernardo Neustadt, el periodista más escuchado del momento, quien para poner las cosas blanco sobre negro me chicaneó con letra de tango interpelándome con que 20 años no es nada ¿y entonces si perdíamos uno, ¿qué más daba?, y ganamos.
Ese triunfo fue el resultado de la unión de fuerzas y convicciones de un grupo de jóvenes de 17 y 18 años que, con argumentos, defendimos nuestros derechos.
En noviembre de 1984 terminé el colegio, estudié economía; trabajo de economista, desde siempre. Me gusta, aunque hay circunstancias en que puede ser tenso; es vivir con exceso de información, casi siempre.
Desde entonces, pasaron años, décadas, de déficits y desajuste fiscal. Años, décadas casi en continuado, de vivir por encima de nuestras posibilidades, gastando más de lo que producimos como país y como sociedad; de no entender el funcionamiento de incentivos y restricciones en el comportamiento humano y, consecuentemente, en el económico.
Si no alcanza, no alcanza
Pareciera que es extraordinariamente difícil comprender que, si no alcanza, no alcanza. Que no existe tal magia de imprimir billetes para crear riqueza, que, sin estabilidad, instituciones sólidas, reglas claras que permitan pensar un horizonte de largo plazo no hay inversiones -o éstas no resultan suficientes- y sin ellas y sin ganancias de productividad -atadas a más y mejor educación-, no hay crecimiento. Y, por el contrario, mientras tanto el capital humano se va, emigra.
Cuando tenía cinco o seis años me pregunté cuál era el problema de la economía. ¿Por qué en casa a cada pedido mío de un juguete nuevo, la respuesta era que lo iban a ver, que iban a tratar? Ahí fue cuando me pregunté si la respuesta no estaba en que el gobierno imprimiera esos papelitos de colores -y a esa altura todavía no jugaba al Estanciero y mucho menos al Monopoly-. Tal vez ahí estuvo el germen de mi elección de vida.
No existe tal magia de imprimir billetes para crear riqueza
Los años y décadas de desequilibrio no empezaron cuando yo terminaba el colegio secundario.
En el trayecto sobre el que volé quedó fuera, de entre tantos descalabros económicos argentinos, el relato del Rodrigazo. Lo traigo a cuento como otro posible punto de referencia, más lejano. Recuerdo de manera algo borrosa a mi viejo apurando a mi vieja, o a ella conminándolo a él: vamos, vamos ya, que hay un camión vendiendo aceite por Juncal, venden fideos y pan rallado en una camioneta estacionada acá a la vuelta por Beruti o harina por Salguero frente al campito, apurémonos antes de que no quede nada.
Pasaron casi 50 años desde el Rodrigazo, con su racionamiento y estallido inflacionario que de algún modo precipitó la caída del gobierno de Estela Martínez (Isabel) de Perón; pasaron casi 35 desde aquel fracaso del Plan primavera y su consecuente estallido en hiperinflación (con réplica); pasaron más de 20 años desde que la traumática devaluación pos-convertibilidad y el default de la deuda hundieron a 6 de cada 10 argentinos en la pobreza.
Es mucho tiempo signado por daños autoinfligidos. Hoy siento que nos acercamos a finales de 1988. En lo económico hay múltiples coincidencias (altísima y acelerada inflación, insostenible déficit fiscal y cuasifiscal, por ejemplo). Los tiempos que vinieron después fueron dificilísimos. Yo estudiaba y trabajaba, aportaba a mi casa paterna. Quienes teníamos un empleo pasamos de recibir pagos mensuales a quincenales y luego semanales. No daba igual ir al supermercado a la mañana o a la tarde: los precios eran diferentes.
En muchos aspectos, no estrictamente económicos, estamos peor, significativamente peor. Pobreza, marginalidad, desencanto. Vivimos de alguna manera anestesiados, tal vez por décadas de decadencia, por la pandemia, porque “yo nunca me metí en política, siempre fui peronista”, porque estamos abrumados, no lo sé; o que antropólogos y sociólogos conjeturen y traten de explicarnos esos por qué. Ya nada nos sorprende.
Vivimos de alguna manera anestesiados, tal vez por décadas de decadencia, por la pandemia
Por aquellos tiempos las huelgas sindicales eran más la regla que la excepción. Hoy, casi no las hay. Es cierto, cambió la organización de la sociedad, y cambió más que superficialmente. Hoy el empleo asalariado informal -barrani, como es moda decir- es, relativamente, más alto que hace 35 años -con lo que han perdido algún poder los sindicatos, aunque ha ganado presencia en las calles un nuevo actor social con representación “sindical”, el desempleado, el que cobra planes-. Pero no viene por ahí la cosa.
La sociedad está mucho más disgregada: los que cobran planes subsisten, los que accedemos al mundo del siglo XXI –en general adultos con larga experiencia y jóvenes, todos con alto nivel de educación- escapamos, en mayor o menor medida, del desquicio de políticas malas, inconsistentes, contradictorias o desacertadas. Hemos ganado cintura para esquivarlas, en parte.
Hablo de políticas que dan marchas y contramarchas (en tiempos ridículamente rápidos), reglas que se establecen ad hoc y que cambian día por medio, que encierran la discrecionalidad más absoluta: vos accedés, vos no accedés; vos comprás, vos no comprás. O, directamente, sos un privilegiado, porque sos amigo (de los negocios, de la política o de ambos). La excepción por sobre la regla, la discrecionalidad por sobre la ley.
En 1984 Orwell retrata una sociedad donde la historia se manipula a conveniencia de quienes ostentan el poder. Es una denuncia hacia aquellos gobiernos que tergiversan la realidad, que imponen su conveniencia por sobre la ley. Argentina no es Oceanía, aquel país que la imaginación de Orwell convirtió en tiranía. En nuestra nación las reglas ya están definidas, son las de una República Federal, con moneda y Banco Central. Nuestro país necesita ordenarse, y ganar en institucionalización.
Hoy estoy triste porque temo que, 35 años después, y parafraseando a Cadícamo, la historia vuelve a repetirse (… y afuera es noche y llueve tanto). Aunque el ropaje pueda ser algo diferente. Y mejor si como sociedad nos manifestamos tal cual lo hicimos cuando de sopetón se nos quiso imponer el CBC.
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