Los argentinos somos víctimas y victimarios de una inseguridad que se muestra con diversas caras. Una de esas caras, vinculada con la delincuencia privada o con los delitos de corrupción, tiene efectos concretos e inmediatos sobre nuestras vidas y nuestros bienes. Pero no es ella la principal forma de inseguridad, ni tampoco la que más incide en un aumento sostenido de la pobreza que, a esta altura, debe ser medido en décadas.
A partir de 1983 se pueden señalar muchas conquistas institucionales. Solo se accede al poder por elecciones más o menos limpias, existe la posibilidad de plantear opiniones críticas y un rechazo general a la violencia política, entro otros logros. Queda mucho por mejorar en este aspecto, pero no es poco lo que se avanzó.
Esos cambios, sin embargo, fueron insuficientes para detener el declive económico. Algunos sostienen que han fallado los cocineros, otros que las recetas fueron equivocadas, y no faltan quienes, sin miedo a la incorrección política, creen que los comensales han pedido el menú equivocado.
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Al acercarnos a la culminación de un mandato presidencial y al posible cambio de gobierno, se escuchan todo tipo de propuesta para revertir el estancamiento económico. La mayoría de ellas considera indispensable cambios significativos en el régimen económico.
Frente a los numerosos economistas que brindan a diario todo tipo de respuestas ¿qué podría agregar un abogado dedicado al ejercicio y a la enseñanza del Derecho Constitucional? Nada definitivo, pero sí imprescindible. Una hoja de ruta.
La Constitución Nacional prevé un sistema de gobierno republicano, con sometimiento de los gobiernos a la ley, periodicidad de los mandatos, publicidad de los actos de gobierno y responsabilidad de los funcionarios. Además, lejos de ser neutral en materia económica, la Constitución prevé un sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción y el libre mercado, con una limitada regulación estatal.
Ese sistema económico tiene su centro de gravedad en el derecho de propiedad, al cual declara inviolable (art. 17 CN). Pero no solo se protege a la propiedad desde una perspectiva estática; ella forma parte de un set de libertades, como la libertad de trabajar, de ejercer industria y comercio, trabajar la tierra y de disfrutar del fruto de esas actividades.
Ese libre intercambio, producción y circulación de bienes constituyen el corazón del sistema económico previsto en la Constitución, el cual exige la presencia de decisiones humanas libres adoptadas en un ámbito de libre concurrencia. Esa es la hoja de ruta jurídica del crecimiento económico y de la reducción de la pobreza.
Esta idea fue plasmada por Alberdi, a mediados del siglo XIX, cuando enseñó que la Constitución “contiene un sistema completo de política económica, en cuanto garantiza, por disposiciones terminantes, la libre acción del trabajo, del capital, y de la tierra, como principales agentes de la producción”. Es un sistema mucho más preocupado por eliminar la pobreza que las desigualdades, aun cuando éstas no son completamente descuidadas.
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Esa filosofía quedó consagrada en un plan de gobierno constitucional que se conoce como cláusula del progreso (art. 75, inc. 18 CN). Allí se colocó en cabeza del Congreso la atribución de proveer lo conducente a la prosperidad del país, promoviendo la industria, la construcción de ferrocarriles y canales navegables, la colonización de tierras de propiedad nacional, la introducción y establecimiento de nuevas industrias y la importación de capitales extranjeros.
Durante el siglo XX, el artículo 14 bis y la reforma de 1994 pusieron un mayor énfasis especial en lograr un amplio desarrollo humano y permitir la intervención del Estado para asegurar ciertos bienes básicos, pero no modificaron las bases generales del sistema económico argentino. Dentro del marco constitucional, la intervención del Estado para asegurar bienes básicos a la población debe tener lugar a través -y no en contra- del sistema general de libertad económica.
La libertad económica, el mercado y la competencia, bases del plan económico constitucional, presuponen la regulación estatal. La competencia contemplada en la Constitución no es una lucha salvaje sin reglas. Es un ámbito de libertad limitado por obligaciones (regulaciones sanitarias, impositivas, etc.) y prohibiciones (no ejercer el contrabando, no falsificar documentos, no robar, etc.). Si alguno de los competidores no respeta esos límites y el Estado no interviene o, peor aún, introduce las distorsiones para beneficiar a unos competidores en perjuicio de otros, se impedirá la subsistencia de la competencia, del mercado y de las libertades económicas.
El camino seguido desde hace ya muchos años va en una dirección contraria a ese régimen constitucional. El desprecio por reglas de juego más o menos estables, determina menor seguridad para los actores económicos y, sin esa seguridad, menos tiempo, esfuerzo y bienes estarán dispuestos a arriesgar en cualquier empresa. Nadie deja su dinero en la calle, pues teme que al día siguiente alguien lo haya robado; por qué motivo, entonces, se pretende que existan personas que inviertan su dinero en un país donde no se han respetado ni la propiedad ni las reglas de juego.
La ausencia de un régimen estable, al cual se sustituye por normas de emergencia que cargamos como una enfermedad crónica, está en la raíz del fracaso económico y del consistente aumento de la pobreza. Dejar de lado una regulación clara, general y estable, sustituyéndola por intervenciones ad hoc, a través de medidas urgentes y excepcionales, es el peor incentivo para el trabajo y la inversión, y, por lo tanto, para lograr un desarrollo económico que reduzca la pobreza.
Que ningún gobierno democrático haya derogado la ley de abastecimiento demuestra, sin ambigüedades, el nivel de ruptura que existe entre todas las fuerzas políticas y el régimen económico de nuestra Constitución. Poca utilidad tiene una Carta que consagra el derecho de propiedad y un amplio margen de libertades individuales si, al mismo tiempo, una ley afirma que todos esos derechos pueden ser dejados de lado por el mero arbitrio de un funcionario.
Argentina necesita cambiar, pero el cambio debe ser mucho más profundo que su régimen económico. La forma en la que se relacionan la sociedad y el Estado, décadas de ejercicio en la lucha por prebendas y la necesidad de conseguir soluciones mágicas tienen una relación mucho más estrecha con la pobreza que un plan económico determinado. Sin el respeto constante a reglas generales y estables solo florecerá una economía pequeña. La vida económica de será cada vez inestable, más pequeña, más pobre.
Un sistema económico de derechos individuales no es una concesión a los sectores de altos ingresos. Es una consecuencia de libertad y dignidad humana. Negar o desconocer la libertad económica, es una mala idea en términos prácticos y, aún peor, implica horadar la dignidad de las personas como seres libres.
Sin la posibilidad de prever el resultado de sus acciones, los seres humanos ven reducida y eliminada la capacidad de proyectar un plan de vida rico, complejo, extenso y de intentar llevarlo a cabo. La inseguridad, en cualquier da sus facetas, el es peor incentivo para emprender grandes obras de cualquier tipo. Por ese camino, la pobreza no es solo económica sino también humana.
Si la República Argentina es capaz de fijar reglas económicas estables, que respeten las libertades económicas, se mantengan a lo largo de los gobiernos y brinden certidumbre a los habitantes, existirá la posibilidad de cambiar décadas de fracasos económicos. Sin ello, ningún plan económico, por revolucionario, novedoso o exótico que sea, difícilmente tenga un resultado distinto al que comenzamos a acostumbrarnos.
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