El sentido de la vida

No se trata de tener solo una gran autoestima, sino de tener una gran misión

Moisés cuando recibió el llamado de Dios (Foto: Enlace Judío)

En el Libro del Desierto, el cuarto de la Torá, el pueblo de Israel está a punto de comenzar su travesía. Antes de partir, Dios le ordena a Moisés que realice un censo. El texto dice: “Nasó et rosh”, traducido generalmente como: “Cuenta las cabezas”.

Sin embargo, no solo es importante atender a lo qué se dice, sino también al cómo se dice.

La traducción exacta y literal del texto es en realidad: “Levanta los rostros”. La frase parece no solo sugerir contar las cabezas presentes, sino lograr que, al saberse parte de algo más grande que ellos mismos, puedan elevar su rostro.

La imagen de alguien elevando el rostro desde lo simbólico, puede indicar al menos dos cosas. La primera es que debemos crecer en autoestima, ganarnos la propia confianza y alimentar la seguridad en nuestras fortalezas pero, a la vez, un rostro erguido puede buscar un lugar que está más allá de uno mismo y su circunstancia. Al elevar el rostro podemos ver el horizonte. Podemos sentir que hay un propósito frente a nosotros. Un sentido que alcanzar. Una meta que trasciende adversidades, costos, debilidades e, incluso, las fortalezas que creemos tener o no tener. Es mirar lejos y encontrar una fuente aspiracional más allá del metro cuadrado en el que existo. Porque las fortalezas, los bienes o la autoestima que tenemos hoy, pueden no estar mañana. Lo que no cambia es el horizonte.

Porque no se trata de tener solo un gran autoestima, sino de tener una gran misión. La grandeza no ocurre apenas con el propósito de crecer dentro, sino con un gran propósito en el horizonte de nuestra visión.

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Sansón era conocido como el hombre más fuerte de la historia antigua (Foto: Enlace Judío)

Una de las lecturas bíblicas de este último Shabat es la famosa historia de Sansón. El joven rebosa de autoestima. Es invencible, el más fuerte de todos, nadie lo iguala en su fortaleza. Su larga cabellera le daba una belleza y un poder sin igual. Sin embargo, su vida estaba marcada por una cadena de desilusiones y soledad. En el final, Dalila descubre su secreto, corta su pelo y entonces pierde toda su fuerza. Desnudo, apresado, ciego y ya sin fuerzas recuerda allí su misión. Aquella que un ángel le había dicho desde su nacimiento: salvar a su gente. Sin embargo, sus supuestas fortalezas lo habían cegado cuando aún sus ojos veían. Quizá la cabellera le impedía levantar su rostro. Tal vez, ahora que habían cegado sus ojos, podría alcanzar la visión. Sansón comprende en el final, que más grande que su estima, era su propósito.

Ese es el mensaje que descubre Viktor Frankl, el creador de la logoterapia, en su dramática experiencia en los campos de concentración. Frankl recuerda que se podía ver en la mirada de los prisioneros quien sobreviviría una noche más. Eran aquellos que sabían que allí afuera los esperaba una misión, que su dolor tenía un sentido. Que somos mucho más que las circunstancias, fortalezas o debilidades que vivimos. Que podemos tener un desierto enfrente, pero solo si soñamos con una Tierra de Promesa del otro lado, podremos atravesarlo todo.

Por eso el libro de Frankl se llama “El hombre en busca de sentido”, no de estima. Lo propone desde una ecuación: “D = S - P”. Desesperanza = Sufrimiento sin Propósito.

En el momento en que dejamos de encontrar un propósito a lo que nos sucede, nuestro dolor se transforma en algo fútil, insustancial. La vida toda se hace intrascendente. La vida, nos recuerda Frankl, tiene un sentido más allá de las circunstancias adversas que nos sucedan. Elevar el rostro es tener la capacidad de ponernos un propósito tan alto, al que quizá, jamás lleguemos, pero que es el alimento que llueve desde el cielo para atravesar cualquier desierto.

De esa manera, se pueden transformar las tragedias en un triunfo personal. Saber que somos mucho más de lo que tenemos, lo que vivimos o las fortalezas que alcanzamos es la diferencia entre vivir con algo o vivir para algo.

El psicólogo se convirtió en un defensor de la vida, tras haber sido prisionero en Auschwitz

Frankl recuerda en una entrevista, la historia de un muchacho que alguna vez le había escrito una carta. Admiraba al gran maestro y se sabía en la distancia, su alumno. El joven de apenas 17 años había sufrido un accidente de buceo que lo había dejado parapléjico del cuello para abajo. “Me rompí el cuello, pero eso no me rompió a mí –decía el joven en su texto– en la actualidad estoy incapacitado y esta incapacidad permanecerá conmigo aparentemente para siempre. Pero yo no voy a abandonar mis estudios. Es por causa de mi incapacidad que yo quiero ayudar a otras personas. Quiero convertirme en psicólogo, como usted, para ayudar a otros. Y estoy seguro que mi sufrimiento añadirá una contribución esencial a mi capacidad de entender y ayudar a los demás”.

El joven fue invitado por Frankl a su 3er Congreso de Logoterapia en Alemania para dar un discurso. Viajó en su silla de ruedas en avión desde Texas. El título de su alocución fue “El desafiante poder del espíritu humano”. En la última frase dijo: “Yo sé que esto es verdad, porque ese hombre soy yo”.

Amigos queridos. Amigos todos.

Podemos elevar nuestro rostro. Sabernos mucho más no solamente de lo que creemos que somos, sino de lo que pensamos que podemos alcanzar.

A pesar de nuestras caídas, la misión siempre continua.

Quizá el verdadero éxito en este mundo sea soñar lejos y descubrir en la distancia el propósito guardado en el horizonte de cada rostro. Y comprender al fin que los fracasos del camino, son la señal de que nuestros objetivos son todo lo altos que deben ser.

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