La posibilidad en lo prohibido

Ante la Doxa de las prohibiciones en el discurso político y moral: ¿Por dónde la “libertad avanza”?

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Frente a la idea generalizada de que lo prohibido se inscribe exclusivamente en el campo jurídico, cabe reaccionar con una premisa inicial: las prohibiciones estructuran distintos tipos de discursos –normativos, claro-, entre los cuales el del derecho es tan sólo uno más.

Pensar en lo prohibido remite linealmente a aquello que no puede hacerse – o a lo que no puede no hacerse, es decir, omitirse-. Por eso, a priori, parecería que la prohibición cancela una acción, la imposibilita, en virtud de que alguna narrativa le ha colocado una sanción a su ejecución. Insisto, una sanción que no es en todos los casos estatal, sino que puede tener origen en centros normativos de los más diversos. De tal modo, el castigo asumirá la forma de una exclusión, una actitud peyorativa, un repudio, una negación, de la muy difundida cancelación o la indiferencia, entre otras alternativas.

A pesar de lo anunciado, de lo que sugiere la “Doxa” de lo prohibido, vale la pena arriesgar una suerte de inflexión en cómo realmente opera en relación con la posibilidad de acción. Ante todo, debe establecerse que no es realizable la prohibición sin la designación, sin traer al lenguaje aquello que quiere evitarse en el plano de los hechos. Por lo tanto, el acto de prohibir configura a la acción objeto de la prohibición, le da existencia. Una vez que ello ocurre ya no hay vuelta atrás, no hay remedio para contraatacarlo ni para detener sus efectos, pues se trata de una interrupción fundacional.

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Prohibir es un gesto poderoso, y aunque se cree que ese poder se expresa en la capacidad de inhibir un comportamiento, quizás lo más poderoso radique en la permisión que allí está ínsita. Será una permisión susceptible de sanción, como una de las infinitas e incontrolables consecuencias que potencialmente acarreará, pero no deja de trazarse una habilitación, un horizonte, se escribe algo en la nada.

En esa escena tiene lugar, encuentra lugar, la libertad. Kelsen, pensando en el derecho, afirma que las personas somos libres únicamente en la medida en que nuestras conductas constituyen el punto final de una imputación. Diversos episodios históricos dan cuenta de esta detección. Las libertades han surgido de las prohibiciones: la libertad de expresión de la censura, la libertad de circulación de las detenciones arbitrarias, las libertades sexuales de la opresión sobre los cuerpos. Entonces, lo que tenía forma de prohibición daba lugar a que se lleve adelante la práctica indeseada.

La arena política actual ofrece un ejemplo claro: cuánto más prohibitivo es el discurso corriente, cuanto más reactivo a ciertas posiciones des-centradas, más libertad producen. En esta hipótesis, es prudente destacar que, indistintamente de los matices ideológicos, el universo político está definido por acuerdos –tácitos, en ocasiones-. Son consensos que, de una manera u otra, garantizan reglas de juego y que se cumplen, sobre todo, en razón de que sus actores son conscientes de los intercambios de posiciones en los tiempos –oficialismo/oposición- y, en efecto, es conveniente preservar esas pautas -a veces les toca estar de un lado y otras, del otro-. Al igual que en cualquier contrato hay prohibiciones y, desde luego, sanciones. Vale la pena la reiteración: no son castigos jurídicos, nadie dice que violar este pacto sea ilegal, sino que contraviene una tradición –traducida en norma- y, por ello, recibe el repudio de los participantes. Cómo se distribuyen ciertos fondos, el contenido de las declaraciones públicas acerca de los adversarios, la distribución de cargos en algunos espacios, determinados límites a la ofensiva en las campañas, son poquísimas muestras del sentido que orienta a ese acuerdo.

Quienes no forman parte del compromiso, por inadmisión o por convicción, a veces se proponen combatirlo desde afuera –desde un afuera que no es tan afuera, pero lo parece-. Por eso, sus procederes quedan capturados por la prohibición y lo que sigue ya lo conocemos: la sanción –indiferencia, ridiculización, denostación, etc.

Un caso palmario es el de Javier Milei, cuya existencia únicamente puede pensarse en relación con las prohibiciones vigentes en el acuerdo político del que hablamos. Su relato se ha diagramado a partir de la construcción de un fastidio achacable a los cuarenta años de operatividad de este contrato que congloba a los sujetos políticos exhibidos como rivales. En ese andamiaje narrativo se borran las diferencias, todos son lo mismo porque han suscripto estas cláusulas, porque zapatean ante las luces encendidas y se tienden la mano en las penumbras.

Consecuentemente, el razonamiento se simplifica: si todos los partícipes del acuerdo son idénticos –la “casta”-, al menos en su voluntad de adherirse a él, la salida para retener el descontento y sintetizarlo es revelar las prohibiciones de ese pacto y asumir la empresa de llevarlas a cabo. En ese sitio, “la libertad avanza”.

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Las periferias son definidas desde los centros y las libertades desde las prohibiciones. Esta lógica heraclitana, explica que las huellas de libertad perceptibles se ubiquen en comportamientos prohibidos. En las infancias, el orden simbólico al que somos arrojados ya está dispuesto en clave normativa, aunque no expresa lo que se puede hacer, es decir, el lenguaje en el que nos hablan los adultos nunca parte de la permisión. Por eso, encendemos la libertad en las ocasiones en que emprendemos lo prohibido, lo ejecutamos. De hecho, si intentamos habitar recuerdos caeremos en esta cuenta: una aventura en la niñez, una decisión repudiada en la adolescencia, un amor al margen del deber ser, en fin, todo lo que no nos ahorramos de espaldas al imperativo.

¿Cuándo sentimos en el cuerpo la libertad? Leer la libertad en los cuerpos, es leerla en la infidelidad, en los vínculos vedados por el orden social, en los lugares que no deben visitarse, en las palabras que no hay que soltar, en los riesgos que no merecen ser corridos, en los acuerdos que no conviene incumplir. Las convenciones son la contracara de la libertad, actúan en la supresión del vértigo, ofrecen tranquilidad a cambio de sepultar la sorpresa.

Suele decirse que es preciso guardar cuidado respecto de aquello que permitimos, sin embargo quizás la llave esté en el reverso. Prohibir es enunciar, enunciar lo que quiere evitarse, escribiendo allí un castigo como garantía. Podrá caer todo el peso de la sanción sobre quien se lanzó a lo prohibido, podrá estar latente el peligro de una condena, podrá el panorama teñirse de incertidumbre, pero acontecida la enunciación se inaugura la posibilidad y ella no reconoce pies ante los que deba rendirse. La prohibición es fúnebre.

Roland Barthes nos enseña que existen palabras dobles, con dos sentidos, y es como si uno de ellos le guiñara un ojo al otro, y el sentido de la palabra estuviera en ese guiño. Ejecutar, precisamente, significa “matar, eliminar, exterminar” y también “hacer, realizar, efectuar, elaborar, emprender”, y sólo se puede ejecutar lo que previamente fue nombrado. Ejecutar la conducta prohibida es, por tanto, las dos cosas, es ese guiño para que la prohibición tenga razón de ser y para que la libertad aparezca. Matar y nacer la acción: abrir la opción.

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