A través de los siglos, Jerusalén se transformó para el pueblo judío en una canción. En una poesía a la ilusión. Una musa inspiradora. Ese lugar al que siempre se está volviendo
Una parte del cuerpo. “Si te olvidare Jerusalén, que sea olvidada mi mano derecha” (Tehilim 137:5). Así lloraba el poeta bíblico y con esa súplica se juraba Theodoro Herzl, cuando aseguraba a su gente que finalmente volverían a ella.
Un grito de esperanza. “El año próximo, en Jerusalén”. Desde el exilio del pueblo judío de su tierra, con ese reclamo finaliza cada noche de Pésaj y cada Día sagrado del Perdón. Ese anhelo se transformó en convicción. Ese grito en sueño. Lo imposible llegaría algún día.
Una dirección a donde rezar. Todas las sinagogas de la diáspora fueron levantadas mirando hacia Jerusalén. Todos los corazones en plegaria miran a la ciudad sagrada. Los judíos, esa nación esparcida por los confines de la tierra, es la única en el mundo que le susurra en melodía cada día, todos los días.
Aquí, dos historias de Jerusalén con algunos miles de años de diferencia entre una y otra.
En un tiempo antes del tiempo, dos hermanos compartían el campo que estaba sobre un monte. Uno de ellos, casado y con varios hijos, vivía en una de las laderas, mientras que el otro era soltero y vivía solo del otro lado de la colina. Una noche el soltero se despertó preocupado y se dijo: “No es justo, mi hermano tiene una familia que alimentar y compartimos la cosecha de nuestro campo por igual”. Por lo que decidió, cada medianoche, llevar una bolsa de trigo al otro lado de la colina al granero de su hermano.
Esa misma noche, el hermano casado sintió algo similar: “No es justo, mi hermano está solo, no tiene una familia que el día de mañana se ocupe de él y compartimos la cosecha de nuestro campo por igual”. Por lo que, cada medianoche, comenzó a llevar una bolsa de trigo al otro lado de la colina al granero de su hermano.
Una noche, a la luz de las estrellas, cada uno de ellos, con la bosa de trigo sobre su hombro, divisó una sombra a lo lejos cerca de la cima del monte. Cuando se encontraron, dejaron caer las bolsas de trigo. Se fundieron en un abrazo y las lágrimas lo dijeron todo.
En el cielo, cuando Dios vio ese abrazo dijo: “Quisiera que me construyan un Templo, en la cima de ese monte”. Fue entonces que en ese monte, el rey Salomón construyó hace 3.000 años el Gran Templo de Jerusalén.
Este último viernes celebramos la Fiesta de Shavuot, una de las tres fiestas de peregrinación a Jerusalén en tiempos bíblicos. Y el viernes de la semana pasada se celebró el Día de Jerusalén, en recuerdo a la reunificación histórica de la ciudad en la Guerra de los 6 Días del año 1967. La realización de una esperanza que ha peregrinado por los milenios.
La segunda historia, sucedió ese mismo día. El día en que el pueblo judío logró volver a Jerusalén.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el Mandato Británico ocupaba y gobernaba Jerusalén y la mitad de Oriente Medio. Entre los años 1927 y 1947 los británicos, en control de la Ciudad Vieja de Jerusalén, registraban por seguridad el ingreso al Kotel, el Muro de los Lamentos. Si bien los judíos tenían permitido el ingreso al Muro para sus rezos, se les había prohibido una cosa: no estaba permitido que toquen el Shofar en Iom Kipur, el Día del Perdón.
Aducían que hacerlo incitaría a los árabes, que sus sonidos quebrados podrían provocar disturbios que preferían evitar. Es por eso que chequeaban minuciosamente a cada judío que quería pasar a rezar esa noche, para revisar que no llevasen ningún Shofar al Muro.
Esa prohibición rigió durante 20 años. Los siguientes 20 años fueron aún peores. En 1948 se declara la independencia del Estado Judío, sin embargo, en la partición del país entre judíos y jordanos, la Ciudad Vieja de Jerusalén queda en manos jordanas. Por lo que, entre los años 1948 y 1967, ya no se permitía a los judíos ni siquiera entrar o pasar al Muro de los Lamentos. Estaríamos 20 años sin tocar no sólo el Shofar, sino sin tocar las piedras del Muro Sagrado.
Regresamos a los 20 años anteriores de Mandato Británico. Como dijimos, los judíos tenían prohibido tocar el Shofar allí. De todas formas, cada Neilá, cada anochecer de cierre del Día del Perdón, entre el 27´ y el 47´, algún judío pasaba un Shofar de contrabando y lograba hacer escuchar su gemido. Esos jóvenes eran capturados y hasta puestos en prisión por 6 meses, por el crimen de haber tocado el Shofar en una noche sagrada.
20 años, de 27′ al 47′ fue ilegal.
20 años, de 48′ al 67′ fue imposible.
Desde 1967 en adelante, ya en manos del Estado de Israel, todas las religiones tienen libertad absoluta en Jerusalén. Caminar por Jerusalén libre hoy es escuchar los rezos apasionados de los judíos de todo el mundo que siguen peregrinando al Kotel, mezclados con las campanadas de las iglesias cristianas y los conventos armenios, junto al llamado de los imanes musulmanes desde los minaretes de sus mezquitas.
Plegarias en colores en la ciudad de paz.
Hace varios años, se organizó un encuentro estremecedor con algunos de aquellos jóvenes héroes, que en contrabando, habían logrado tocar el Shofar durante la prohibición británica. Regresaron para el encuentro a la escena del crimen, al Muro. Armados con sus Shofarot volvieron a contar sus historias de vida y tocaron juntos el Shofar en el Kotel, otra vez. Eran niños entonces. Eran hombres muy mayores ahora, sabios de tiempo.
En esa entrevista uno de ellos contó que en aquél tiempo le preguntaron:
“¿Estás dispuesto a ir en misión a tocar este año el Shofar al Kotel?” – “¡Claro!” – dijo.
“¡Pero mirá que pueden arrestarte! ¿Qué les vas a decir a tus padres?”.
Eran los últimos años de la década del 40′. La Shoá, el genocidio nazi al pueblo judío acababa de terminar.
El chico respondió: “Mis padres están muertos. Claro que voy a ir.”
A otro le preguntaron: “¿Qué sentiste cuándo te llevaron preso?”
Y dijo: “¡Hambre! Era Kipur, estábamos ayunando, ¡tenía mucho hambre!”
El último en tocar fue un joven llamado Abraham Eliakim. En 1947, a los 13 años tocó el Shofar en el Muro, un año antes de que se declare la Independencia y que la ciudad sea tomada por los jordanos. Fue el último toque de Shofar. En 1967, en la Guerra de los 6 Días, Abraham Eliakim estaba allí con su uniforme de soldado. Cuando lograron recuperar la Ciudad Vieja, lo primero que hizo fue correr al Muro, a su Muro. Lo acarició, y empezó desesperado a buscar a alguien que tenga un Shofar. Cuando lo encontró, empezó a tocar y hacerlo llorar con todos sus pulmones.
Un hombre mayor se le acercó y le dijo: “Hey, ¿qué pasa con el Shofar?”. Abraham lo miró y le dijo: “Yo fui el último en tocar el Shofar aquí, frente al Muro en el año 1947.”
El anciano lo miró y le dijo: “Mi nombre es Rabbi Sigal, yo fui el primero en 1927″. Se fundieron en un abrazo y las lágrimas lo dijeron todo.
Amigos queridos. Amigos todos.
Quizá fue el mismo abrazo. Quizá los mismos hermanos. Sucedió en ese mismo monte, sólo con algunos miles de años de distancia uno del otro. Queda mucho de sueño por realizar. Estamos llamados a construir lugares sagrados, y esos lugares comienzan con un abrazo. Dentro de casa. Con la familia. En nuestra Argentina, tan fragmentada y rota. En Israel, junto a todas las naciones vecinas y hermanas. Cuando logremos volver a abrazarnos en nuestras diferencias, el mundo entero podrá ser finalmente, un Monte Sagrado.
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