Mientras espero que la tintura y el balayage hagan su efecto, escucho a la colorista consultarle a Ariel, mi peluquero, si es normal que el pelo se enrede tanto: “Se le hizo como un nido a la altura del flequillo que no puedo desarmar; vení, fijate, no sé si cortar y listo”. Imagino una tragedia de proporciones: el trauma de ir a la peluquería por un brushing y salir rapada a la altura de la frente. Recuerdo las veces en que, ante situaciones parecidas –un corte o color que no salieron como esperaba–, lloré, grité, o me fui del salón ofendida y sintiendo que tenía una vida miserable.
Miro a mi peluquero con cara de horror y se da cuenta. Se ríe, se aleja hasta donde están los lavacabezas y vuelve trayendo entre las manos una peluca de pelo largo y ondulado, con las mechas recién hechas. “¿Pensaste que la clienta estaba acá?”, vuelve a reírse, y me muestra que el problema del nudo ya está resuelto: peine ancho, crema, paciencia, y la tranquilidad de que la dueña del pelo no tenga que soportar los tirones.
Entonces me explica que tienen decenas de clientas que llevan sus pelucas periódicamente para ajustarlas al look de la temporada. Me acuerdo de un dato que leí en varias encuestas: la primera pregunta que hace la mayoría de las mujeres que son diagnosticadas con cáncer es si van a quedarse peladas. El pelo es para muchas de nosotras casi tan importante como la vida, o al menos ocupa un lugar similar en el orden de nuestras preocupaciones.
Pero no, las pelucas que tiñen y cortan en mi peluquería de Palermo son de judías ortodoxas: chicas que se casan muy jóvenes y le encontraron la vuelta a lo de reservar el pelo para la intimidad y el goce de sus maridos; “llegan con fotos de Wanda y de melenas vaporosas que al final son mucho más sexies” que el peinado que ocultan bajo el sheitel, me cuenta Ariel.
Te puede interesar: Feminista en falta: Thelma, la Erin Brockovich de una batalla que no puede considerarse una derrota
Pienso en las pelucas leoninas que agigantaban la fuerza de Tina Turner en los ochenta: fueron su grito de independencia tras dejar a un marido abusivo y golpeador; su forma de reafirmar que no necesitaba de nada ni de nadie para subir a un escenario, que tenía el cuero lo suficientemente duro como para empezar de nuevo y pararse decidida sobre su propio talento. Me acuerdo que con mis compañeras de primaria la imitábamos en los cumpleaños: no teníamos idea de su historia, pero sacudiendo la cabeza como ella nos sentíamos más libres. Muerta anteayer a los 83 años, también será recordada por la osadía para peinarse.
En sus memorias, publicadas en 2018, cuenta que la primera vez que se puso una peluca fue después de “un accidente en la peluquería que resultó una bendición inesperada”. Le dejaron demasiado tiempo el decolorante y, como tenía show esa noche, no le quedó otra que tapar el desastre. Le gustó tanto el resultado –”comodidad y belleza fácil”–, que las adoptó para siempre. Primero las usaba con recogidos cuidados, pero después del divorcio en el que perdió hasta el último dólar, se reinventó como leona: el frizz salvaje del rubio caramelo para el que hacía traer pelo de África y de Italia se convirtió en una extensión de su cuerpo y en el sello definitivo de su estilo. Eran su atributo de poder, su corona de reina.
Hay quienes detestan la sola idea de ir a la peluquería, no toleran las horas muertas ni el cotilleo; para mí es un respiro necesario y esperado, una pausa de pura frivolidad y la promesa de algún cambio. Aprendí hace años a volver siempre a lo de Ariel, que sabe lo que me queda mejor y hasta dónde estoy dispuesta a arriesgarme, pero fueron muchas las veces que busqué en alguna peluquería de shopping la misma inyección de dopamina de ese rato de relax y la ilusión de irme distinta. Entregar la cabeza a las tijeras –o peor, al ensayo químico– de cualquier desconocido es un acto temerario y de resultados dispares, no recomendable si una no está realmente desesperada o en un apuro que impida sacar turno en la peluquería de confianza.
En La Diplomática, la serie de Keri Russell que está entre las más vistas de Netflix, se pone en juego –quizá de manera algo exagerada, pero efectiva– como pocas veces en una ficción el drama capilar de una mujer con demasiadas ocupaciones como para perder más de dos minutos en arreglarse. El pelo de la protagonista, se quejaron varias espectadoras, no mantiene la continuidad entre una escena y la siguiente. Tal vez sea hiperrealista, pero es cierto: tampoco suele guardar continuidad el nuestro, siempre atado al tiempo libre del que disponemos, recursos y estados de ánimo.
La cuarentena fue un catalizador en ese sentido. Con las peluquerías cerradas y las emociones en crisis, muchas abrazaron la supuesta libertad de las canas y todavía las mantienen con rutinas de hidratación y productos especiales para evitar que se pongan amarillas y se encrespen. Se escribieron por entonces cientos de notas que destacaban que, a diferencia nuestra, los varones habían logrado hacer de las canas un activo entre sus atractivos eróticos (algo que van camino a lograr con la pelada, sexy en Pep Guardiola, pero objeto de burlas –y respuestas escandalosas a esas burlas– en Jada Pinkett-Smith). En inglés hay incluso un término para referirse a los tipos canosos y espléndidos como Richard Gere y George Clooney; se los llama silverfoxes (zorros plateados) y –obvio– son galanes indiscutidos.
Claro que la moda pandémica de las canas femeninas no trajo zorras grises sino, en todo caso, “mujeres empoderadas”. O sea que ahora, si sucumbimos a una vida alejada de las peluquerías (¡que el Universo y la inflación no vuelvan a permitirlo!), igual tenemos que esmerarnos en transmitir una imagen poderosa. Como manda la revista Bazaar: “Fabulosas a toda edad”. Pasa también con los rizos eléctricos de las afrodescendientes que dejan de plancharse el pelo (y señalan por traidoras a las que aún se someten rigurosamente a tediosos procesos de alisado), las canas se volvieron una razón de orgullo y hasta un rasgo identitario.
Pero ni los reflejos blancos en mujeres divinas como la reina Letizia o Gwyneth Paltrow, y ni siquiera los de Andie MacDowell y su culto a una vejez sin el sacrificio extra de aparentar una edad que no se tiene –”No soy joven. Y estoy de acuerdo con eso. Me siento mucho más cómoda. Es como si me hubiera quitado una máscara o algo así”, le dijo a Interview en una entrevista que se reproduce más que las canas en Instagram y TikTok–, son lo mismo que la dejadez que me da culpa cuando me veo las raíces crecidas en el espejo. Ellas pueden darse el lujo porque son ricas y perfectas, a mí sólo me hacen sentir más desgraciada.
Te puede interesar: Feminista en falta: abuso o consentimiento, la fina línea entre la búsqueda de justicia y la caza de brujas
En la embajadora Kate Wyler, el personaje de Russell, vemos exactamente eso: una mujer dejada, una mujer que puede hacer apenas el esfuerzo de ponerse un traje –negro y a prueba de manchas– todos los días, pero no de peinarse o lavarse el pelo. Una mujer con un trabajo de alta responsabilidad en un mundo al que tradicionalmente se nos ha impedido o postergado el acceso, que se limita a cumplir las exigencias estéticas mínimas que se imponen a sus colegas varones: cuestiones como pelo, make-up y cambio de vestuario para cada evento no están en su órbita aunque sus asesores (y la audiencia) se lo demanden como jamás lo harían con un hombre.
Lejos de su papel de espía impecable en The Americans o de los rulos perfectos de Felicity, la Kate de Russell no es ninguna embajadora de belleza –pese a que se vea hegemónica hasta cuando levanta el brazo para chequear con su marido si se banca el olor a chivo o debería bañarse– y se planta tanto como puede para reafirmarlo aunque tenga que ceder a hacer la tapa de una revista femenina con vestido, tacos y rodete. Es raro que entendamos como dejadez en un personaje de ficción lo que para muchas mujeres es tan cotidiano y cambiante como estar bien o mal de pelo.
Como hay semanas en las que un solo tema ocupa toda la cabeza, ahora escribo en casa mientras Franc le corta el pelo a mi amiga Patricia. Franc es un francés que vino a Latinoamérica buscando el sol y se enamoró, primero, de Argentina, y, después, de una argentina, así que decidió quedarse en Buenos Aires y hace casi veinte años que va con sus tijeras a domicilio. Le hablo de Keri Russell y me dice que la moda del pelo se adapta a la época: que se usan los cortes desprolijos para que no tengamos que perder tiempo en peinarnos tanto. “Te bates un poco con las manos y estás lista –insiste, y sentencia–. Lo que le falta a esa actriz es un buen peluquero que le haga un corte práctico”.
No tiene sentido que le responda que, en el personaje de La Diplomática, el pelo medio sucio y mal peinado es su máxima demostración de poder: una mujer con recursos sólo puede permitirse ese descuido si le sirve para decir algo. Son tiempos contradictorios también en lo que entendemos por empoderamiento y, al final, nuestra cabeza es sólo una muestra de eso: de las chicas ortodoxas que cambian el sheitel por pelucas inspiración Wanda, a las canas desenmascaradas de MacDowell, o las mechas grasosas de Russell, todos son mensajes de liberación a medias. Las pelucas siguen siendo pelucas, las canas no nos convirtieron en zorras y alejarse de la ducha no puede ser la única manera de acceder a cargos de relevancia. Prefiero quedarme con la fuerza de Tina y la libertad absoluta de cantar sus temas a los gritos mientras sacudíamos el pelo para imitarla.
Seguir leyendo: