Este año – con algarabía – se conmemoran cuatro décadas del regreso al Estado de derecho; si bien no existe el menor atisbo de duda que caminaremos por la senda perdurable de vivir al calor del respeto institucional, cuarenta años de democracia nos impone – en este nuevo, pero lúgubre, sol del mayo – nuevos desafíos, por cierto distintos a la puesta en jaque del sistema por los usurpadores del turno que, bajo el ropaje de restaurar los valores de la sociedad, sometieron a un verdadero exterminio a una parte de la población.
Uno de los nuevos retos que se imponen, recala en el siguiente interrogante: ¿Cuánta pobreza soporta nuestra democracia? La verificación empírica es prístina en determinar que el regreso al sistema en el que todos deseamos vivir, y morir, ha sido insuficiente – por si solo – para culminar en la alimentación y la educación de grandes segmentos de la comunidad.
La pobreza alude al concepto de “población marginal“. Dicho término compacta a los pobladores apostados en la periferia de las ciudades, aun cuando adquiere una fisonomía más depurada luego de que el sociólogo de la Escuela de Chicago Robert Parker publicara, en 1928, su ensayo “El hombre Marginal”.
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Dieciocho millones de argentinos, el cuarenta por ciento de la población, se encuentra alcanzados por este estado. Sin pretensión de exhaustividad, la pobreza alude a una condición en la cual una o más personas tienen un nivel de bienestar inferior al mínimo socialmente aceptado que logran costear sus necesidades básicas.
Dicho en términos más llanos: los pobres se alimentan de manera alternativa, esporádica o espaciada; su vestimenta se nutre del descarte residual del segmento social que posee acceso, cuando menos imperfecto, al mercado y su formación educativa es paupérrima: le impide un desarrollo personal enderezado a superar escollos.
Ello nos permite efectuar dos inferencias preliminares, al menos en lo que al tema interesa: la primera, recala en que la democracia peligra, tanto en su concepción como en su método, a medida que los excluidos aumentan y no poseen acceso a la salud, a la educación y se encuentran en una sociedad paralizada por una economía de penuria. La pobreza ensanchada es el caldo de cultivo que puede germinar en la afectación seria de la institucionalidad democrática, pues constituye su desnaturalización; hace ilusoria la participación ciudadana, el acceso a la justicia y el disfrute efectivo, en general, de los derechos humanos.
La indigencia puede dar pábulo a la aparición de corifeos; nos recuerda Timothy Garton Ash, que al amparo de la subversión institucional que genera un líder, quien dice tener la autoridad conferida por el pueblo, imponiéndose a las instituciones, surge un relato emocional que recoge una desigualdad cultural. Ese es el contenido cultural del populismo o la matriz de su aceptación, al menos para una parte de la sociedad que se siente soterrada o que se percibe ignorada, o que no es tomada en serio por las elites metropolitanas, cosmopolitas o liberales. Ella ve en los líderes populistas un canal adecuado para canalizar sus demandas, como contenedores de un relato de exclusión o participantes de una calesita tramposa, donde la sortija siempre la sacan los mismos.
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Más allá que entendemos y propiciemos que la pobreza debe enfrentarse solo por intermedio de una democracia extendida merced a que es ese el espacio para incidir en las políticas públicas, salvando las profundas distancias, no debemos olvidar que el huevo de la serpiente que engendró todo ese horror que fue el nacionalsocialismo se gestó – además de la creación de un enemigo común y sus altas tasas de inflación – en los pronunciados bolsones de pobreza que se verificaba en la Alemania vencida.
La segunda es que – lisa y llanamente - la pobreza extrema y la exclusión social es una cuestión de Derechos Humanos; constituyen un atentado contra la dignidad humana y una afrenta al desarrollo; urge, a nivel global, adoptar medidas para apuntalar los derechos económicos, sociales, civiles, políticos y culturales.-
Ahora bien, este sombrío sol de mayo gesta una nueva grieta entre los que acceden al mercado y los que permanecen afuera; el excluido odia al incluido por entender que acaparar riqueza atenta contra el igualitarismo; el rico odia al pobre merced a una tendencia del primero a prestar atención a los bienes situados. La tensión articulada, emula a la célebre obra “Bodas de sangre” de Federico García Lorca, donde un personaje apunta que “aquí hay ya dos bandos: mi familia y la tuya”.
Esa antinomia tiende a colocar bajo el sudario de la invisibilidad un problema de mayor entidad: el negocio de la pobreza. Algunos bandidos, de manera calibrada, lucran con la condición misérrima de los sometidos al vasallaje; tratan de convertir, no desde el plano formal, a la democracia en una monarquía; por cierto es que los alquimistas no detentan una corona visible; su condición feudal la adquieren merced a que el pobre es degradado a la condición de súbdito donde se le “arroja un dinero” para sostenerlo en su calidad de menesteroso, generando la asistencia extendida del puntero que fía la comida para mantener cautivo el sufragio.
En “FratelliTutti“ se consigna expresamente que ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias; el gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo; no existe peor pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo.
La prosperidad o su tránsito no debe ser el problema de la cultura económica; es inexplicable sostener la existencia de campos excluyentes por los cuales la miseria atenaza la pureza moral y el progreso la corrupción o la secularización. Es incompatibles con los dictados de la lógica concebir a ésta como santa, abrazada por la deidad, como prenda de pureza moral o que los pobres son preciosos a los ojos de Dios.
Este nuevo sol de Mayo, a cuatro décadas de haber conducido al sarcófago las asonadas castrenses pero, de manera invertida a cómo lo consigna Borges en su poema ”Inscripción Sepulcral“, contenido en “Fervor de Buenos Aires”, esa conducción debe anidarse ausente de gloria. Impone nuevos desafíos, indefectiblemente, debe dejarse atrás un financiamiento asistemático de los derechos que desembocó de manera infausta en un desborde de la actividad estatal que, ante la ausencia de recursos, no niveló su gasto y lo costeó con deuda interna -vía emisión monetaria irresponsable y sin respaldo - o mediante el endeudamiento crediticio, pensando que ello era una actividad regular.
La ruta que debe iluminar este nuevo sol de mayo no debe ser otro que el incremento sostenido de la actividad y el empleo privado, una holgada contracción al trabajo y con una mirada generosa hacia la inversión educativa de calidad que impida la multiplicación de los desdichados que deben acudir al burócrata o dominante ocasional que explota su condición de palafrenero.
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