La utopía de un país normal. El concepto fue seguramente la idea más poderosa que pronunció Néstor Kirchner hace veinte años, el 25 de mayo de 2003. La Argentina venía de la tragedia del 2001 y empezaba a estabilizarse después de una devaluación monstruosa y de que la pobreza trepara al 52%. Dos décadas después, la única verdad (que es la realidad, diría Perón) es que al país normal jamás pudimos verlo y sigue siendo una utopía.
Cristina Kirchner arma su propia despedida en Plaza de Mayo, acompañada de un kirchnerismo reducido a la mínima expresión.
Solo le quedan La Cámpora, los grupos piqueteros y Sergio Massa como ministro de la inflación de tres dígitos y el dólar al borde de un nuevo corralito. Si en su ocaso Perón echó a los Montoneros de la Plaza, la Vicepresidenta se dio el gusto de echar de su acto final a los Gordos de la CGT y al presidente que ella solita eligió para acelerar su decadencia: Alberto Fernández. Hace cuatro años, algunos creyeron que se trataba de una jugada maestra.
Era lo que ella quería. Es que Cristina se imagina como peronista de izquierda y detesta a todos aquellos peronistas a los que sitúa a la derecha del sospechoso registro ideológico del movimiento. No le caen bien ni Héctor Daer, ni Carlos Acuña, y mucho menos Gerardo Martínez (quien estuvo vinculado a los servicios de inteligencia durante la dictadura militar); Armando Cavalieri o el inefable Luis Barrionuevo, el que alguna vez mandó a sus activistas a arrojarle huevos en una tribuna de Catamarca.
“Estaban más cerca de Macri (Mauricio) que del peronismo”, los acusó Cristina a los Gordos la semana pasada, durante un monólogo televisivo. Para ellos fue suficiente. No pagarán los micros, ni el refrigerio ni el bono en efectivo para que sus sindicatos se sumen a la manifestación espontánea. No estarán en la Plaza de Mayo como tampoco estará Alberto, el Presidente sin rumbo. La fiesta será un VIP para trescientos elegidos. Como en las discotecas exclusivas de Europa o de Punta del Este.
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El resto, la gente que la acompaña con fervor religioso y elogia hasta los hechos de corrupción, llenará el resto de la Plaza y las calles cercanas, soportando incluso las inclemencias del otoño.
Cristina aparecerá rodeada de los incondicionales de siempre. El gobernador bonaerense, Axel Kicillof, impotente e inoperante frente a la inseguridad récord en la provincia que gobierna. Junto a “Wado” de Pedro, el ministro del Interior que desconoció muy rápido la autoridad del Presidente. Y que dice en estos días que el estilo de gobierno de Cristina era muy superior al que ahora exhibe su no jefe Alberto. Y estarán los dirigentes kirchneristas que no dirigen nada: Máximo Kirchner, Andrés Larroque y Oscar Parrilli, el hombre que exasperaba por teléfono a Cristina y la Vicepresidenta lo insultó hasta llevarlo a la inmortalidad.
Se pegan a Cristina también los gremialistas que juegan a esperar la herencia de los Gordos septuagenarios. Los bancarios de Sergio Palazzo; la CTA de Hugo Yasky; los docentes de Roberto Baradel y un sector de la Unión Obrera Metalúrgica. Con ellos, los piqueteros del Movimiento Evita también completan su parábola desde el unicornio albertista al vagón final del kirchnerismo.
Pero el aliado más determinante que le queda a Cristina es, sin dudas, Sergio Massa, el ministro de Economía. La sospecha porque ella lo ha elegido como candidato a presidente único del Frente de Todos, y ahora resulta que la inflación y el dólar Contado con Liquidación amenazan con destrozar el acuerdo.
La Vicepresidenta juega en estos días a alimentar otras candidaturas. Se ilusiona Wado, que se apura a contar que hizo un master en la Universidad de San Andrés, y se ilusiona Daniel Scioli, que proclama su teoría de que cuando caigan todos bajo el peso de la crisis económica él será el único que quedará en pie.
Y se asusta Kicillof porque Máximo Kirchner lo candidatea y lo quiere bien lejos de la Gobernación para empujar otra ilusión: la de Martín Insaurralde, el peronista al que Cristina sacó de la intendencia de Lomas de Zamora para meterlo como interventor de la Provincia cuando la gestión de Axel comenzó a hacer agua y se precipitó el desastre electoral de las legislativas de 2021.
Pero Cristina sabe, como lo saben en La Cámpora y en el Instituto Patria, que si Massa no puede ser candidato porque lo crucifican la inflación y el dólar MEP, el destino inexorable de cualquiera de sus reemplazantes es la derrota estruendosa. Hasta la Vicepresidenta ha salido a decir que el peronismo puede quedar fuera del ballotage si se sigue expandiendo la ola de Javier Milei.
Massa juega mientras tanto el juego que más le gusta. El de hacer equilibrio sobre una soga enjabonada. Amenaza a las empresas con el congelamiento de precios. Amenaza a los compradores de dólares financieros (una herramienta legal) con inspecciones de AFIP. Y alterna sus viajes a Washington para amenazar a los ejecutivos del FMI, con otros al Asia para mostrar que también puede ser amigo de China y del misterio monetario de los yuanes. El swap que inventó Martín Redrado en 2009.
Cuando parecía que estaba en la lona, y que los rumores cada vez más oscuros del mercado lo ponían contra la pared, Massa sacó de la galera tres nuevos conejos de su magia especial para la supervivencia política. Comprometió su asistencia a la Plaza de Mayo para el auto homenaje de Cristina; lo invitó a Máximo Kirchner al viaje del domingo a China en busca de yuanes y empujó para que de la nada apareciera en la causa de la Ruta del dinero K un pedido de sobreseimiento para la Vicepresidenta.
La causa Vialidad, en la que Cristina tiene una condena a seis años de prisión por fraude al Estado que deben confirmar la Casación y la Corte Suprema, está complementada con la Ruta del Dinero K (básicamente lavado de dinero) y el fenómeno de los hoteles exitosos (Los Sauces y Hotesur) de la familia Kirchner en los que se alojaban tripulaciones numerosas de Aerolíneas Argentinas, cientos de empleados fantasmas de la constructora de Lázaro Báez y se consumían cantidades exorbitantes de medialunas para esas zonas deshabitadas de la Patagonia.
El pedido de sobreseimiento lo hizo el fiscal Guillermo Marijuán, el mismo que buscó dinero enterrado de los Kirchner en campos de la Patagonia y que nunca lo encontró, y ahora se basa en que no se puede probar que Cristina haya estado involucrada personalmente en las maniobras de lavado de dinero. Es apenas un aperitivo de lo que la Vicepresidenta le pidió a Alberto (que la eximiera de todas las causas por corrupción). Y que el Presidente que admira a Raúl Alfonsín no supo, no pudo o no quiso arreglar.
De los veinte años de Néstor Kirchner que Cristina celebra en su despedida, quedan para la posteridad los nombres que acompañaron el empobrecimiento de la Argentina. Las camperas llenas de billetes de dólares que Lázaro Báez no se molestaba en ocultar ni en las fotografías. Los departamentos en Nueva York, en Miami y en Turk & Caicos del secretario de los Kirchner, el fallecido Daniel Muñoz. Los fondos de Santa Cruz por regalías petroleras cuyo arqueo entre los que se fue y lo que volvió de Suiza dejó una pérdida de 100 millones de dólares, y eso sin contar los intereses que paga la banca más discreta del planeta.
Claro que nada igualará el video de José López tirando bolsos con nueve millones de dólares en efectivo por la medianera de un convento de monjas en el Gran Buenos Aires. La imagen del ex secretario de Obras Públicas con una metralleta en una mano y en la otra el dinero mal habido es quizás la mayor ofensa al país sin destino que va otra vez camino a superar el 50% de pobreza.
“Hasta Máximo quiere que ella se retire y que el peronismo pase a otra etapa, pero nadie se anima a empujarla”, explica un legislador peronista que reconoce el Síndrome de Estocolmo con el que Cristina tiene atenazado al movimiento desde hace dos décadas. Ella y Néstor inventaron un término para flagelar al peronismo que solían utilizar entre risas: lo llamaban pejotismo. Casi una deformación partidaria que hoy podría emparentarse perfectamente con la casta de la que habla Javier Milei.
Pero aquellos tiempos de la abundancia obscena del poder han quedado lejos. Lo que queda a la vista es este país devastado al borde de la hiperinflación, aterrorizado por los casos de inseguridad y empujado a fronteras de la pobreza que no se habían explorado aún en las peores crisis de las últimas décadas.
Cristina empieza a parecerse a aquel Carlos Menem del 2003, el que pudo ganar la primera vuelta con el 24% de los votos y el que no pudo competir en el ballotage porque perdía contra cualquier adversario. Hubiera perdido justamente contra Néstor Kirchner.
Hace cuatro años, cuando la Vicepresidenta eligió a Alberto Fernández y a Sergio Massa como aliados circunstanciales, ellos dos que la habían criticado con más crueldad que cualquier opositor decían: “Con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede”. Una justificación para no ver lo que muchos veían.
La certeza parece haber llegado demasiado tarde. Con Cristina no se gana, y ya ni se puede es la consigna de estos tiempos. Han pasado dos décadas. Veinte años no es nada, decía Gardel. La Vicepresidenta tendrá su fiesta de despedida y su palco vip en la Plaza de Mayo. Pero ninguna jugarreta discursiva podrá ocultar la sensación de tantos argentinos sin expectativas: la mayoría tiene poco y nada para festejar.
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