Fue un poco patético. Cristina Kirchner, una oradora excelente, apareció en el escenario de la Plaza de Mayo casi sin argumentos, melodramática, turbadora, con un tono perfecto entre la telenovela de la tarde y el lamento eterno que caracterizó siempre sus discursos y que surge hasta cuando insulta.
Más allá del contenido político, escenografía, gestos y hasta giros verbales, su discurso apuntó al pasado. Al inmediato y al lejano. Tal vez no haya sido buena idea hacer comulgar el acto de esta tarde en Plaza de Mayo con el recuerdo de hace medio siglo, el de la asunción de Héctor Cámpora en una Plaza desbordada por la guerrilla montonera y del ERP que preanunciaban tiempos peores. La liturgia unió medio siglo de historia peronista con increíble candidez.
Ver a la Vicepresidenta rodeada de leales que asentían con la cabeza hasta en las dudas y titubeos del discurso, que aplaudían en piloto automático, que sonreían ante las bromas de la oradora y fruncían el ceño ante sus calculados enojos, evocaron a los balcones de Isabel Perón, al Brujo López Rega que también asentía y sonreía y aplaudía y a una sociedad que, lejos de la militancia, veía entonces cómo se escurría su propio futuro.
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La ex mandataria habló casi con exclusividad del pasado. Tal vez no pueda mirar el presente. Evocó la Argentina pre kirchnerista como la de un país en caos, con empresas nacionales en manos extranjeras y una falsa dolarización, empresas vendidas a manos extranjeras y dolarización instalada por un presidente peronista, Carlos Menem, elogiado por Néstor y Cristina Kirchner, y no sólo por “un calvo de ojitos claros” como se refiere al ex ministro Domingo Cavallo. Esos agravios leves, esas humillaciones de potrero despiertan aplausos en el kirchnerismo, como despertaban aplausos las bravatas de López Rega cuando anunciaba que el quebracho argentino era muy bueno y muy duro y que él mismo iba a usarlo contra los cabezas duras.
Después de medio siglo, ¿no merece la sociedad argentina otro discurso político, otra manera de persuadir, otra manera de convencer, que, decía Perón, era el arte de la política? ¿No merece el peronismo otra cosa?
CFK habló para los suyos, sólo para los suyos; para una audiencia que no necesita ser ni persuadida ni convencida. Por eso, su excursión por el pasado se detuvo en 2019, cuando asumió la presidencia Alberto Fernández, impuesto por su dedo vía WhatsApp. También el dedo de Perón impuso a su tercera esposa como su heredera. No son los mismos dedos, pero es el mismo estilo.
Habló de un pasado acaso de esplendor. Pero no de cómo recuperarlo, de cómo devolverlo a la sociedad. Cuando su gobierno asumió el poder, el dólar costaba sesenta y tres pesos y, cuatro años después, cuesta casi quinientos. Pero en esa realidad no se detuvo la vicepresidente. A sus pies, nunca mejor dicho, la multitud cantaba estribillos setentistas de dudosa vigencia. Uno sí tendrá vigencia siempre: “Patria sí, colonia, no.” Mal le van las cosas a quien tiene que reafirmar una verdad de Perogrullo: ya ni los colonialistas quieren colonias. Hace medio siglo, los poderosos enemigos de la Argentina eran la sinarquía internacional, el capital extranjero, los intereses espurios y los infiltrados, como son hoy los enemigos la pandemia, la guerra en Ucrania y la pertinaz sequía.
La Vicepresidenta no habló ni de la inflación galopante que remite a la crisis de la República de Weimar, (ya que nos gusta el pasado, evoquemos), ni de los altísimos índices de pobreza, indigencia y marginalidad que sacuden a una Argentina incrédula y casi inerme. A su izquierda, es un dato no una posición tomada, escuchaba el ministro de Economía, Sergio Massa, que aspira acaso a ser candidato a presidente por el kirchnerismo (hace años juró meterlos presos a todos) y ganar las próximas elecciones. El ministro también sonreía cuando debía sonreír, y aplaudía cuando debía aplaudir, aunque algunas piedras cayesen en las inmediaciones del techo de su rancho.
Como en los lejanos años setenta, la confrontación con un enemigo todopoderoso que burla y birla las esperanzas de los gobernantes argentinos, la vicepresidente confrontó con el ex presidente Macri, dejó en el aire una sospecha tremenda: “Aunque me quieran matar o meter presa, nunca voy a ser de ellos. Soy del pueblo”, y como el peronismo de hace medio siglo, el que gobernaba y el guerrillero, se arrogó la identidad y la identificación de y con el pueblo. El truco da resultados. Siempre.
Habló la ex presidenta de una eventual alianza entre lo público y lo privado para incorporar tecnología, pero también que, para distribuir mejor el ingreso “muchas veces hay que ponerle carita fea a los que tienen mucho”. Es curioso, aunque no dio más detalles, cómo esa idea no fue puesta en práctica durante los cuatro años de su gobierno, con Alberto Fernández como presidente. La militancia, con los bolsillos vacíos por la inflación indetenible, aplaudió con algún desconcierto su apelación vaga a “construir organización, profundidad territorial, sectorial en los sindicatos, en las fábricas (…) Tiene que haber una organización, cuadros que tomen la posta y lleven adelante el programa de gobierno que necesita la Argentina”. ¿Cuál programa de gobierno? ¿En qué piensa la vicepresidente? ¿Por qué no se hizo nada en cuatro años? Misterio. ¿Qué quiere decir “tomar la posta”? ¿Refirió Cristina Fernández a un final de ciclo? ¿Qué dijo en suma la titular del Senado?
Sobre el final, el tono plañidero de la oradora se centró en el castigado Poder Judicial y, en especial, en la Corte Suprema a la que calificó, con la precisión que caracteriza a sus insultos, como de “mamarracho indigno”, peor incluso que aquella “mayoría automática” del menemismo contra la que embistió Néstor Kirchner en los inicios de su mandato, hace veinte años. Qué bien estábamos cuando estábamos peor, pareció ser la extraña síntesis argumental.
Regaló los últimos minutos de su discurso, bajo la lluvia, a mencionar a algunos militantes que le habían acercado su amor. Dijo sentirse querida y se despidió con: “Yo también los quiero a todos y a todas”.
Eso seguro contribuye a la paz y al desarrollo.
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