Acorde al actual y sin precedente envejecimiento de la población mundial, según el informe de la Naciones Unidas, sumado a los reportes de instituciones de enfermería, quienes se encuentran más cerca del paciente, el porcentaje de estos en soledad y aislamiento social está creciendo. Sus razones son múltiples, desde los casos con pareja cuya salud se encuentra tanto o más delicada que el paciente, o cuyos hijos, nietos o hermanos no pueden estar por motivos laborales, lejanía o sin un contacto frecuente. Por ello, uno de los más desafiantes temas bioéticos radica en o sin curatela, y en los casos extremos sin familiares ni representantes legales, estos categorizados por la bibliografía como pacientes huérfanos o no representados.
En casos como derrame cerebral, Alzheimer, Parkinson, senilidad o diversas patologías mentales en diferentes grados, el personal de salud requiere de asistencia para la toma de decisión en favor del bienestar y el mejor interés del paciente. Y aquí el estándar a seguir en la bioética secular basada en Beauchamp y Childress, puede ser perfeccionada por la bioética judía. Si bien primeramente y ante la pérdida de autonomía deberá obedecerse a las directivas anticipadas, dicho documento no es habitual, e incluso habiéndolo puede dificultarse encontrar una guía clara para la circunstancia específica. Ante este caso, se procede a una determinación o juicio por curatela y en su defecto por sustitución mediante familiares. Pero si bien en este último caso, tal como expone Benjamin Freedman, se asume que el familiar, por su relación y conocimiento, es el más calificado para representar el bienestar y los intereses del paciente, a veces no posee el conocimiento o su interés se contrapone con el del paciente.
Pero en el antes mencionado extremo de está orfandad, están quienes habiendo perdido su autonomía se encuentran sin familiares, en situación de calle o no identificados. Todos ellos, pacientes no representados. Aquí, el personal de salud deberá intentar determinar fuera del propio juicio, qué es lo que el paciente hubiera deseado en caso de ser competente. Para ello, acorde a lo sugerido por Thaddeus Pope, puede recurrir a conversaciones o conductas del paciente en función de su pertenencia religiosa, culto o forma de vida. Por último, si todo ello es desconocido, debe actuar bajo el principio de beneficencia determinando el beneficio más alto probable y mejor para el paciente, o bien elegir por la acción que la mayoría de los pacientes optaría. Dicho estándar, según Hershel Schachter también se aplica a pacientes huérfanos menores y que han perdido su competencia, y del cual no puede rastrearse confiablemente su preferencia.
Pero tal como demuestran Douglas White y David Ozar, esta aplicación del estándar del mejor interés es problemática cuando ante la no representatividad del paciente, las decisiones del personal de salud están influidas por sus propias y diversas preferencias, también presionados por sus urgencias más la economía institucional, todo lo cual deviene en que el decisor se encuentra en un conflicto de intereses, exponiendo así al paciente no representado a decisiones arbitrarias.
Desde la bioética judía, la conocida como regla de oro por ser aquella que según la exegética resume toda la Torá, el Levítico 19:18, preceptuando amar al prójimo como a uno mismo, otorga un nivel de responsabilidad personal al caso bioético del juicio o determinación por sustitución, demandando en primera instancia el principio de beneficencia.
Según el tratado talmúdico Shabat 31a, aquel versículo se entiende como el imperativo de no hacer al prójimo lo que es odioso para uno. Acepción que insta al segundo principio bioético, el de no maleficencia. De aquel versículo y estas dos acepciones surgen las obligaciones para asistir al prójimo, aplicar cuidados paliativos, visitar a los pacientes, consolar a los dolientes y escoltar a los fallecidos, entre muchas otras.
Pero esta interpretación de la regla de oro ha sido criticada por los bioeticistas para la clínica médica, dada la mencionada transferencia y aplicación de las propias preferencias, deseos y creencias del personal de salud al paciente o los errores en asumir cuáles son las de este.
No obstante, otros clásicos comentaristas como Ovadia Sforno y Iosef Bejor Shor, han interpretado esta regla de oro, adicionándole la obligación de tratar al prójimo en la forma en que uno desearía ser tratado si estuviera en las mismas circunstancias. Es en este sentido que la regla de oro también demanda el tercer principio bioético, el resguardo de la autonomía, cuyo procedimiento en la toma de decisiones sería aquel que uno desearía para consigo mismo en similar situación.
Pero aún incluyendo estos tres principios bioéticos, beneficencia, no maleficencia y autonomía, existe otra variante de la regla de oro, bajo la interpretación de la obligación de comportarse con el prójimo no como quisiéramos que se comporten con nosotros, sino como ellos quisieran que nos comportemos con ellos. Esta acepción introduce el cuarto principio bioético, el de la justicia, al demandar el otorgamiento a la persona del bien al que tiene derecho, en este caso, que el accionar médico respete las particularidades axiológicas del paciente.
Pero esta interpretación de la regla de oro conocida como la regla de platino y tratada por Karl Popper, corre el riesgo de brindar al paciente según su deseo circunstancialmente problemático, por ejemplo, cuando contradice el marco legal vigente o alguno de los otros tres principios bioéticos.
Por eso, dentro de dicho marco, a esta conjunción de las cuatro acepciones de la regla de oro preceptuada en el Levítico 19:18, modernamente denominada como la ética del cuidado, según Ruth Groenhout y Stephanie Collins, el personal de salud debe actuar intentando tener la perspectiva del paciente y no meramente empatizar con ella.
Y este vínculo de las cuatro acepciones de la regla de oro, deviniendo en los cuatro principios bioéticos y la ética del cuidado, todo ello basado en el Levítico 19:18, es lo que el tratado Pirké Avot 6:6 indica como “compartir la carga del prójimo”. Su sentido bioético acorde a Simja Zissel Ziv, es precisamente la cuarta acepción de aquel versículo, el deber de esforzarse haciendo lo máximo para entender y obrar acorde a la situación del paciente dentro de su propio contexto y experiencia de vida.
En conclusión, la regla bioética para el caso de juicio por sustitución en pacientes no representados es el deber de proveer en la máxima medida de lo posible decisiones que dignifiquen la singularidad de cada persona, sin asumir que por su orfandad o no representación carece de valores, objetivos y preferencias. Como demuestra Cynthia Griggins, siempre hay alguien en algún lugar, indicios o evidencias para saber o poder inferir aquellas singularidades sobre el paciente.
Y estos principios no manifiestan una mera expectativa o declaración de derechos, los cuales pueden ser útiles para resolver procedimientos respecto de quien puede o no decidir sobre una cuestión particular, pero no ofrecen una guía respecto de cuál podría ser la mejor decisión. Para ello, estos principios deben constituirse en un deber como obligación interna haciendo todo lo posible para otorgar dignidad al paciente.
Así, los derechos, implicando el relativo aislamiento de los individuos que se reclaman unos a otros confrontándose, cambia por los deberes, donde los individuos se habilitan mutuamente para satisfacer las obligaciones inherentes a sus relaciones.
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