El lunes pasado por la tarde, mientras bajábamos por unas escaleras mecánicas, conversaba con un amigo sobre la película que me había invitado a ver. Balances a favor y en contra, hasta el momento en que me referí a uno de los personajes como “la víctima”. Mi amigo me corrigió: “El victimario”, me dijo. En ese momento, con sorpresa, percibí que yo no me había confundido: había sido atrapado por el dilema de fondo de la trama. Habíamos visto Misántropo.
La primera película de Hollywood de Damián Szifrón, un thriller policial, narra la difícil cacería del autor de un asesinato colectivo en la ciudad de Baltimore. Eleanor Falco (Shailene Woodley), una mujer policía que hace de enlace con el FBI, es la protagonista de este largometraje de casi dos horas.
Estilo hollywoodense en sus imágenes y en sus ritos simbólicos, sutiles giros de argentinismo, suave aroma a literatura policial británica y una crítica al sistema sociocultural neolibreal, como telón de fondo, constituyen los ingredientes que dan sabor a esta película que, sin llegar a ser un hito cinematográfico, vale la pena ver.
En los profundos diálogos de Misántropo, Szifrón presenta buenos contrastes de imágenes. Algunas características de algunos personajes resultan forzadas, como intentando cubrir los estándares de lo políticamente correcto en identidad sexual, modo de alimentación y diversidad racial. Aún así, más allá de las valoraciones técnicas en sus tiempos, actuaciones, imágenes, dinamismo y desenlace, se trata de una película que hace pensar.
El nombre del film, de etimología griega (“misántropo”: “el que siente odio por la especie humana”) se desliza como hilo conductor por toda trama. El verdadero misterio, más allá de quién es el autor de los crímenes, es este: ¿el asesino es una víctima del sistema? ¿Hay responsabilidad personal y social en los comportamientos? ¿Qué tipo de hombre está configurando nuestra realidad sociocultural? ¿Cuáles son el rol y la responsabilidad de las instituciones de nuestra sociedad? En definitiva, ¿cómo estamos viviendo?
<br/>
¿Víctima o victimario?
La antiquísima sentencia de Aristóteles en su obra La Política: “el hombre es un ser social por naturaleza”, hace evidente la necesidad de las relaciones sociales para el crecimiento y desarrollo humano. Necesitamos de la sociedad, no podemos solos. Familia, escuela, club, trabajo, comercio y diversión son expresiones de esa realidad social. Incluso el amor, como sublime expresión de la experiencia humana, se funda en nuestra capacidad relacional, que es efecto de nuestra dimensión social natural. Tenemos una vocación a la comunión, por naturaleza.
Ahora bien, la sociedad no determina al hombre, pero sí le genera disposiciones que acrecientan o disminuyen su dignidad; disposiciones que respetan o condicionan su libertad, siempre en el marco de la responsabilidad personal. Estas disposiciones sociales son hábitos comunitarios que engendran un estilo de vida. El estilo de vida va generando un clima cultural construido y promovido por el hombre, pero que, a la vez, afecta al hombre mismo.
Misántropo revela crudamente nuestro estilo de vida y el aire cultural que respiramos. La dignidad humana muy vinculada a la capacidad de consumo: a mayor acceso a los bienes y servicios, mayor dignidad. La pertenencia al mundo digital como prolongación de mi identidad personal. Sin redes, home banking o sin smart phone, “eres un fantasma”. La centralidad de la medicina en sus pastillas y fármacos como herramienta paliativa, no tanto para vivir, sino para “ir tirando”. Una sociedad globalizada, fuertemente individualista e “inclusiva” en razas, culturas e identidades sexuales, que deshumaniza y digita la vida a través de sistemas políticos y medios de comunicación. Pareciera sonar de fondo la melodía de aquel famoso monólogo de Mario Santos en Los Simuladores, en el que describe la década del 90, “la nueva década infame...”.
La película logra comunicar una sensación de desgaste y frustración. Un sistema en el que aparentemente no hay salida, y cuyas víctimas, al modo de la caverna de Platón, viven de sombras y artificios, sin contacto directo con lo real. Tal vez la imagen simbólica más fuerte de la película sea el matadero de ganado vacuno, en el cual los animales viven amontonados y son sistemáticamente industrializados al costo de su propia vida.
Una luz en la noche
En este clima existencial que el papa Francisco ha llamado “la cultura del descarte”, pareciera tener asidero aquella frase de Thomas Hobbes: “El hombre es el lobo del hombre”. En esta línea, aparece en el film una posible identificación entre víctima y victimario. El contexto sociocultural ha engendrado, de algún modo, a este asesino.
Alguno podría animarse a pensar que finalmente Rousseau tenía razón al afirmar que el hombre es bueno por naturaleza y la sociedad lo corrompe. Sin embargo, la película sugiere que el problema no es sociedad en sí, sino los valores culturales y las instituciones que definen un modo y un sistema de vida.
En medio del drama y la oscuridad, la genialidad de Szifrón nos trae una luz de esperanza, de la mano de un personaje frágil e incomprendido. Eleanor Falco, un agente de la policía frustrada en su ingreso al FBI y medicada por autolesiones y crisis nerviosas, logra conectar con la mente del asesino a través de la proyección de su historia personal. Su conocimiento simple, perspicaz, intuitivo y connatural para resolver el misterio, nos genera ecos del sacerdote inglés que Chesterton diera vida en sus novelas policiales, con el nombre de “Padre Brown”.
Otra marca de Szifrón, quien gusta de guiños y pistas, es el nombre de la protagonista. El mismo remite a una especie de Halcón del Mediterráneo (Falco eleonorae), cuya denominación científica se estableció en honor a Leonor de Arborea. Ella fue una jueza de Cerdeña, recordada por haber establecido la primera legislación de protección de aves rapaces.
El camino de la agente Falco es una épica sin epopeya. Una gran historia de sacrificio sin testigos, sin un narrador. Un recorrido en el dramático silencio de la incomprensión. Un llamado a la aventura que resignifica su vida con un nuevo horizonte, sin modificar su realidad habitual. Su fidelidad y perseverancia al destino abren una rendija de luz, y convierten al personaje vulnerable en el héroe que resuelve el drama.
En este heroísmo de los pequeños, vale recordar aquellas célebres palabras de Gandalf, el mago de la obra J. R. R. Tolkien: “Saruman piensa que sólo grandes poderes pueden tener al mal controlado. Pero eso no es lo que yo he aprendido. Yo he encontrado que son las cosas pequeñas, los actos cotidianos de personas ordinarias los que alejan a la maldad. Los simples actos de gentileza y amor”.
Seguir leyendo: