Feminista en falta: Victoria Villarruel y la falacia de una libertad que encadena

Bajo la fachada de la libertad, la candidata a vicepresidenta del partido de Milei discute valores democráticos elementales, reivindica el negocio del aborto clandestino (¡y hasta de la venta de niños!) y demoniza la educación sexual integral. Su discurso permea justo donde puede hacer más daño, ¿por qué de pronto parece que los derechos pasaron de moda?

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Victoria Villarruel
Victoria Villarruel

“¿Seguís escribiendo sobre feminismo, o no se usa más eso?”. Me lo dijo un chico que respeto lo suficiente como para no darle la lata con mi womansplaining. En vez me reí y pensé “algo de razón tiene”. La charla se fue para otro lado, pero yo me quedé rumiando su pregunta. A lo mejor es más que algo si ahora resulta articulado el discurso de una señora como Victoria Villaruel, la libertaria en contra de la libertad de las mujeres.

Me debato entre escribir o no de esto, porque el solo hecho de ponerle palabras me parece ridículo. Tener que estar temiendo que los derechos que conquistamos con esfuerzo vuelvan a estar en riesgo, que sea comodísimo hostigar a quienes todavía dan batalla, que otra vez parezca que las mujeres no hacen falta. Leer y escuchar por todas partes a una política que repite que hay que ponerse los pantalones, una metáfora del poder absurdamente misógino al que suscribe.

Me hice feminista porque quería ser libre. Ser tan libre como los varones de elegir cómo vivir y desear. Así de simple. Por eso me da escozor pensar que bajo la fachada de la libertad se llame a viva voz a discutir los valores democráticos más elementales. Que entre una catarata de conceptos que nunca se profundizan se reivindique el negocio del aborto clandestino (¡y hasta de la venta de niños!) contra la libertad de decidir sobre nuestros propios cuerpos. Que se demonice a la educación sexual integral que es la herramienta hasta hoy más efectiva contra los abusos en la infancia. Que con la impunidad de la supuesta frescura de su proyecto se reflote la arcaica consigna de “orden y progreso”. En la historia política reciente –del mexicano Porfirio Díaz en adelante– ese slogan jamás representó un avance para la libertad, sino todo lo contrario: fue punta de lanza de las dictaduras más sangrientas.

El terreno es fértil, está claro: una sociedad hambreada a la que antes de mentirle con la idea de libertad le vendieron un falso progresismo donde la mayoría de las cosas sólo cambian para mal; una clientela de excluidos traicionados porque el verdadero beneficio de los que les prometieron salidas fáciles es que nunca entren en el juego; una clase media empobrecida que no llega a la primera quincena del mes aunque trabaje cada vez más todos los días, y servicios públicos devaluados y de acceso sólo para los privilegiados, aunque todavía se ufanen de ser universales. Que la inequidad en salud y educación esté a la cabeza seguramente explica mucho.

Victoria Villarruel y Javier Milei, candidatos a vice y a presidente de los libertarios
Victoria Villarruel y Javier Milei, candidatos a vice y a presidente de los libertarios

Sé que es un problema chiquito –burgués– frente a este panorama horrendo, pero no lo será si perdemos nuestros derechos. Justo ahí es donde debería cerrarse la grieta: en defenderlos. Me pregunto si perdimos la oportunidad. Siempre supimos que el feminismo mainstream había abierto una ventana, pero lo que se colaba era un discurso más bien básico y licuado. Yo pensaba que alcanzaba con que todos habláramos del tema, que fuéramos tantas más para marcar agenda. Pero a menos de una década de nuestra última gran revolución, pareciera que ser feminista volvió a ser algo marginal, como en los tiempos de mi mamá. Ya no hay varones corriendo a deconstruirse, ni arrepintiéndose en público de sus errores del pasado: ahora hasta aclaran en Tinder “Feministas abstenerse”.

Y entonces tiene sentido lo que decía mi amigo, eso de que ya no se usa. Y entonces las preguntas se enuncian casi solas: ¿En cuánto le cambió la vida el feminismo a una jefa de familia numerosa a la que la ministra de Desarrollo Social le exige que no vaya con sus hijos a protestar porque no puede darles de comer? ¿En cuánto a las que pasan horas interminables en las oficinas de violencia de género y terminan por volver a su casa con los violentos sin que nadie las atienda? ¿En cuánto al 40% –en su mayoría mujeres y niños– que subsiste por debajo de la línea de pobreza?

Igual de engañadas que otras clientelas, las mandaron a denunciar y a llamar a las líneas de ayuda sin una Justicia que pueda dar respuestas. No es difícil entender por qué también ellas se ilusionan con la antipolítica radicalizada que sólo puede seguirles quitando derechos que por lo menos ahora están enunciados. Es interseccionalidad pura: el totalitarismo negacionista del sálvese quién pueda libertario sería una nueva opresión para quienes ya sufren desigualdades sistémicas.

Al final, la grieta social es mucho más abismal que la ideológica aunque la segunda tenga más marketing. A meses de las elecciones, soslayarla (e inflar lo que hoy parece inviable, pero avanza) es caer en la trampa de una falacia de libertad que encadena. Quizá la defensa de los derechos no se use más o parezca irrelevante en este contexto de país fracturado, pero a donde sea que vayamos, vamos a necesitarlos. Ojalá podamos entenderlo a tiempo.

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