La conversación pública suele intoxicarse mediante imposiciones antinómicas como “orden o caos”, cuya dialéctica falaz posterga soluciones de fondo, pero que gana adeptos incautos con el reemplazo de propuestas superadoras por consignas efectistas. Así, prometer bala o cárcel a los delincuentes genera más ruido mediático que el debate sincero de un plan estratégico sustentable entre los tres poderes del Estado, un camino aun inexplorado para encarar el problema de la inseguridad ciudadana, sin especulaciones electorales ni apuestas a excepcionalidades autoritarias.
No solo políticos oportunistas, sino también periodistas imprudentes intoxican la conversación pública. Machacar cotidianamente con delitos a los que se les da un tratamiento sensacionalista, solo consigue estremecer los ánimos de las víctimas agrietando la relación entre representantes y representados.
La inseguridad no es una percepción exagerada y sectorial, es una realidad general apremiante. Tampoco es un reto para Rambos de cabotaje ni una vidriera comicial para heroínas de conventillo. Quienes deben dar una respuesta integral, son los gobiernos, aunque la sociedad civil también tiene la palabra. Vivimos en democracia y la participación popular vigoriza la institucionalidad. Sin embargo, sucesivas gestiones apelaron a parches espasmódicos que en vez de derrotar la capacidad de maniobra del crimen organizado, la han promovido a niveles alarmantes.
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Así las cosas, entendemos que el narcotráfico internacional es una agresión a la comunidad nacional que amerita un abordaje urgente. Con apertura política, profesionalismo científico y coraje republicano. Reducir y simplificar el debate a “la mano dura de policías bravas” o al “zaffaronismo garantista de progresistas agotados” implica retroalimentar posiciones inconducentes.
Tampoco coopera en la busca de soluciones el nominalismo voluntarista que confía en transformar el actual panorama desolador con lenguaje inclusivo, o echando mano a categorías sociológicas setentistas que victimizan al delincuente y reprueban al uniformado. En ninguna parte del mundo se construye seguridad ciudadana sin la Policía. Mucho menos ayuda culpar de todos los males –simplemente por cercanía– al municipio, la jurisdicción de menor responsabilidad institucional en el asunto.
Los caranchos electorales, ¿se olvidan que los intendentes son quienes destinan ingentes partidas presupuestarias para el mantenimiento de patrulleros, costear gastos de combustible e instalar costosas cámaras de seguridad? Y, a pesar de ello, suelen pagar un costo político injusto que no les corresponde.
¿Qué hacer? En principio, sincerar la conversación pública y aceptar que solo el diálogo fraterno puede generar un ámbito de concordia nacional para aplicar medidas particulares. No es lo mismo Rosario que Comodoro Rivadavia o el Conurbano Bonaerense. Apelar al populismo represivo es un ardid propagandístico para cosechar votos que, de ningún modo, coadyuva a la erradicación de la violencia delictiva y la recuperación del orden. Recordemos que en 2009 un candidato ganó las elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires afirmando que tenía un plan de seguridad que jamás mostró…
Además, conviene abandonar conceptos arcaicos. Ni la derecha es más eficiente que la izquierda, ni la izquierda es más humanista que la derecha. Los desvaríos ideológicos son aliados del fracaso, hacen de la diversidad propositiva un delito y derraman odio en el conjunto comunitario. La complejidad de la tarea a cumplir apunta a un objetivo elemental: restaurar el monopolio de la fuerza por parte del Estado.
Seamos conscientes de que el crimen organizado no tiene nacionalidad, Dios ni partido. Solo responde a la lógica de la riqueza mal habida que ingresa a los circuitos regulares con cobertura del neoliberalismo financiero. Semejante fenómeno globalizado desafía a la soberanía estatal y obliga a la Política a responder con imaginación responsable, es decir, a poner en acto la ética de la solidaridad fundacional de la democracia ganada en 1983. Porque primero está la Constitución, después la Constitución y, por último, la Constitución.
Diseñar una hoja de ruta mínima (cuatro o cinco puntos básicos) que facilite y agilice un consenso federal de seguridad ciudadana, marcaría, entonces, el camino del acuerdo pendiente. Por ejemplo, habría que dinamizar y transparentar el servicio de Justicia, renovar el sistema penitenciario, profesionalizar a las fuerzas de seguridad en consonancia con los nuevos delitos interjurisdiccionales, destinar presupuestos razonables para modernizar la logística, pagar salarios acordes a la función desempeñada, ejercer un efectivo control civil de la policía, etcétera.
Un salto cualitativo en el debate permitirá crear contextos positivos para avanzar en soluciones que nuestra sociedad pluralista reclama y necesita. La libertad, la propiedad privada y la paz son valores irrenunciables. Por eso, las direcciones políticas deben asumir la cuota de compromiso patriótico que a cada una de ellas le ha asignado la soberanía popular, a fin de dar el Buen Combate contra los mercaderes de la muerte, en defensa de los derechos de humanos y de la República, los grandes ausentes de la agenda del populismo represivo.
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