Murió en Buenos Aires el 11 de mayo de 1986, aunque había nacido un siglo antes en Londres por circunstancias fortuitas. Su padre, francés, tuvo que exiliarse tras el fracaso de la revolución de 1871 conocida como la Comuna de París. Pero a los pocos años del nacimiento de Alicia, su familia decidió radicarse en Argentina, de modo que su vida transcurrió en suelo argentino hasta su muerte. Una avenida en el barrio de Puerto Madero recuerda su persona, y la versión aceptada de la historia suele destacarla como adalid del feminismo y de la democracia, así como tenaz defensora de los derechos humanos. Un estudio más detenido de los hechos nos presenta, en cambio, aspectos más incómodos de su trayectoria, que contradicen su apresurada inclusión en el procerato nacional.
Afiliada desde joven al Partido Socialista, tuvo desde siempre un rol destacado en ese espacio ideológico, casándose con uno de sus líderes, Juan B. Justo.
Fenómeno político fundamentalmente urbano de la Capital Federal y de sectores medios, sin arraigo en las franjas populares y casi inexistente en el interior de nuestro país, el socialismo argentino no fue ajeno al profundo cambio a todo nivel que significó la llegada al poder del peronismo en 1946, ubicándose desde el principio como un partido de cerrada oposición al gobierno. En rigor, el enfrentamiento se anticipó unos meses, cuando el embajador norteamericano acreditado en Buenos Aires, Spruille Braden, organizó en flagrante violación al principio de lo injerencia en los asuntos internos de otro estado, la Marcha de la Constitución y la Libertad, el 19 de septiembre de 1945, en la que participaron todos los partidos contrarios al oficialismo, incluidos -aunque suene paradójico- el socialismo y el comunismo. Meses después Juan Domingo Perón sacará ventaja del error táctico de Mr. Braden proponiendo como slogan de campaña “Braden o Perón”.
Uno de los puntos conflictivos en la relación entre el recién nacido justicialismo y el ya por entonces cincuentenario socialismo argentino tiene que ver con un aspecto incómodo para éstos últimos: si bien es cierto que algunas leyes de mejoramiento de las condiciones laborales en general, o de impulso del sufragio femenino, habían sido impulsadas tiempo atrás por parlamentarios socialistas, fue finalmente el disruptivo movimiento fundado por Perón el que las materializó, llevándose los laureles en términos de rédito político. El Partido Socialista se opuso en el Congreso a este tipo de iniciativas, en contradicción con sus postulados de años atrás. Alicia Moreau no era diputada en 1947 cuando un proyecto oficial dio impulso a la ley de voto femenino; según algunas referencias habría celebrado, en privado, la sanción normativa pese a haber sido impulsada por el peronismo.
Pero el episodio de la sanción de la ley de voto femenino esconde un antagonismo más de fondo, concretamente en torno a qué contenido darle a ese feminismo entonces en ascenso en muchos países occidentales. El contrapunto lo habrán de protagonizar la ya citada Alicia Moreau y Eva Perón.
Evita también será abanderada de los derechos de la mujer y de la participación femenina en la política, pero un poco por su historia de vida y otro tanto por sus convicciones religiosas y políticas, sostendrá que “la mujer tiene necesariamente que inspirarse en los problemas de su época, en los derechos de su patria y en las necesidades de su pueblo”. Nunca será una versión criolla de ese feminismo cosmopolita que habrá de encarnar en Moreau de Justo.
Eva Perón era sin lugar a dudas una transgresora para su época, al no acatar las hipocresías y hasta pacaterías sociales propias de la clase alta o de los sectores acomodados. Al mismo tiempo no renegaba, sino que enfatizaba ciertas esencias de lo humano, por ejemplo al afirmar que “el hogar es el centro sensible por excelencia del corazón de la patria y el lugar específico para servirla y engrandecerla. Y la mujer es, a su vez, la piedra básica sobre la que se apoya el hogar. Como madre, como esposa, como hija.” (“Escribe Eva Perón”, Subsecretaria de Informaciones de la Presidencia, Buenos Aires, 1951).
Con frases contundentes como la anterior, a la que podrían sumarse muchas más, como por ejemplo sus palabras de rechazo a la práctica del aborto en ocasión de dirigirse a un grupo de enfermeras de la Fundación Eva Perón, resulta bastante claro que el feminismo de Evita, al que adherían millones de mujeres en todo el país -quienes ahora además lo expresarían en las urnas-, no guardaba ninguna relación con el inspirado en Simone de Beauvoir pregonado por Moreau, reducido a círculos poco o nada representativos.
Tras el derrocamiento de Perón en septiembre de 1955 Alicia Moreau marcó rápidamente diferencias con el sector representado por el general Eduardo Lonardi, que asumió provisionalmente la presidencia el 23 de ese mes. Las pujas al interior de la la revolución, entre nacionalistas y liberales (con éstos últimos se alinearon los socialistas no tanto por convicción sino por aversión a los nacionalistas católicos) no tardaron en salir a la superficie. El 27 de octubre se creó la Junta Consultiva Nacional que se integraría con representantes de todos los partidos “democráticos”, excluyéndose expresamente al justicialismo. Moreau de Justo representará al socialismo. La primera reunión del peculiar organismo -burdo remedo de cámara legislativa a la que tuvo que echarse mano por haber sido clausurado el Congreso Nacional- se celebró el 11 de noviembre con la presidencia del almirante Isaac Rojas. Su objetivo declarado será el refrendar en “representación” de la sociedad civil la política llevada a cabo por la dictadura.
A los dos días, el sector más antiperonista de la Revolución depuso a Lonardi, quien fue reemplazado por el general Pedro E. Aramburu. El vicepresidente Rojas permaneció en el cargo.
La labor de la Junta, un engendro indefendible desde el punto de vista del derecho constitucional, y de la que Alicia Moreau de Justo será virtual vocera, habrá de limitarse a avalar los decretos del gobierno de facto, hasta su finalización en 1958. Atrás había quedado la frase de Lonardi “ni vencedores, ni vencidos” y el país asistió a las primeras medidas que pondrían -según la óptica de los vencedores- las cosas en su lugar. Se intervino la C.G.T. y los sindicatos, se castigaría con prisión el mencionar públicamente los nombres “Perón”, “Eva Perón” y, en medio de una brutal epidemia de polio que azotaba a la población sin distinguir entre peronistas y antiperonistas, el gobierno derogaba de un plumazo la Constitución Nacional reformada en 1949, restaurando el texto de 1853. Los bienes de la Fundación Eva Perón destinados a la ayuda social en todo el país, y cuya adquisición fue posible por el esfuerzo de millones de trabajadores, fueron confiscados y en muchos casos, destruidos. La Junta validaba todo al modo de una escribanía que certifica firmas.
La sinrazón llegará a su clímax en junio de 1956. El gobierno estaba perfectamente al tanto de un movimiento contra-revolucionario liderado por los generales Juan José Valle y Raúl Tanco e integrado por referentes justicialistas de distinta extracción, destacando los sindicalistas y militares pero también varios civiles.
Antes de emprender un viaje programado a Rosario, el presidente Aramburu dejó firmados varios decretos, el más significativo de los cuales establecía la aplicación de la ley marcial, es decir, el código de justicia militar y la formación de procesos sumarios a cargo de tribunales castrenses, a toda la población civil. Es resto es conocido. Las distintas redadas y allanamientos terminaron con la captura de decenas de personas, civiles y militares, la mayoría de los cuales fueron fusilados en las siguientes 48 hs., pese a los pedidos de clemencia de la Corte Suprema y el Arzobispado de Buenos Aires, entre otros.
Interesa destacar lo que señala María Sáenz Quesada, en su libro “La Libertadora”:“Por su parte, la Junta Consultiva realizó una sesión extraordinaria secreta el 10 d e junio de la que participaron Ghioldi, Alicia Moreau, Bullrich, Gauna, López Serrot, … Se conversó sobre la mejor forma de expresar la solidaridad con el gobierno. … Alicia Moreau coincidió con la propuesta y todos ratificaron que la misión fundamental de la Junta consistía en dar respaldo civil a la Revolución Libertadora”.
El derramamiento de sangre de junio de 1956 recordaba funestamente el trágico bombardeo a Plaza de Mayo del año anterior con el luctuoso saldo de centenares de muertos y heridos. Es de lamentar el rol de Alicia Moreau -así como la de otros referentes políticos- en esas épocas, defensora de los derechos humanos, pero sólo para algunos.
Su complacencia con los procesos dictatoriales se pondrá de manifiesto una vez más el 24 de marzo de 1976. En momentos en los que el Proceso destituía y detenía a la presidente constitucional María Estela Martínez de Perón, la solidaridad en representación del partido político al que la señora de Justo representó durante décadas, brilló por su ausencia. Resulta llamativo que no hubiera de su parte ni siquiera la hoy tan invocada “sororidad” con la primera mujer en alcanzar por el voto popular la Presidencia de la República, lo que evidencia que tal postura declamatoria no alcanza -para algunas de sus voceras- a todas las mujeres, sino sólo a las ideológicamente afines.
En la recta final de su vida se pronunciará elogiosamente respecto de la presidencia encabezada por Raúl Alfonsín desde 1983. Quizás eso explique que aún antes de su fallecimiento y por impulso del propio gobierno de entonces, comenzara el relato que buscó situarla en el pedestal al que aludíamos al comienzo, una suerte de canonización cívica como adalid de los derechos humanos. Atribución cuya desmesura queda evidenciada por los hechos.
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