Animales anfibios: notas sobre la academia diplomática argentina

Cuando se enuncia diplomático argentino, lo que se cifra en el nombre es la identidad cultural, una mochila con el peso de la historia y el presente nacionales

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Vista del Palacio San Martín, ex Anchorena, donde funciona Cancillería
Vista del Palacio San Martín, ex Anchorena, donde funciona Cancillería

Comentario preliminar

Un tópico recurrente en el debate político argentino (y latinoamericano) es la necesidad de establecer políticas de Estado que no dependan del interés coyuntural de la Administración de turno. En ese contexto, destacamos un significativo aniversario redondo: el 60 aniversario de la creación del ISEN (Instituto del Servicio Exterior de la Nación), la academia diplomática argentina.

La conformación de una diplomacia profesional ha sido el objetivo de varias generaciones de argentinos. Contar con una agencia estatal que comprenda los desafíos y oportunidades del escenario internacional, que sea consciente de las necesidades concretas de los ciudadanos argentinos y que resulta capaz de adaptar las instrucciones de la Administración de turno a las características del contexto donde cumple tareas es un valioso activo institucional.

La organización de un servicio diplomático profesional fue lenta (Paradiso, 1993): en 1860 no había ningún agente diplomático argentino en el exterior. En 1901 se reglamentaron las primeras funciones diplomáticas y en 1905 se aprobó la primera ley orgánica del servicio exterior. En 1911 se obligó al personal diplomático a contar con formación profesional, con la creación en 1907 de un Curso Diplomático en las Facultades de Derecho y Economía de la UBA.

El cuerpo diplomático fue creciendo velozmente: si en 1873 Argentina tenía representantes en 4 países y un personal de 212 personas, en 1911 tenía 400 funcionarios y estaba representada en 37 países. Una resolución ministerial de 1919 buscó formar diplomáticos en las universidades. En 1927 (De Marco, 2015) Rafael Bielsa crea la Licenciatura en Diplomacia en Rosario, la primera institución de ese tipo en toda Latinoamérica. Una reforma aprobada por Juan Domingo Perón en 1947 tomó buena parte del acervo de la academia rosarina, creando el Instituto de Derecho Internacional, que fuera dirigido, entre otros, por el notable Juan Carlos Puig.

Afiche del Instituto del Servicio Exterior de la Nación
Afiche del Instituto del Servicio Exterior de la Nación

El Instituto

Un decreto-ley del gobierno provisional de José María Guido en 1963 es transformado en la ley 16486/64, ley que, reglamentada en 1964, generó polémica. Finalmente, María Estela Martínez logra sancionar la ley 20.957/75, reglamentada en 1987, con un capítulo específico sobre el ISEN.

Desde entonces, el Instituto atravesó varias reformas, buscando adaptarse a las nuevas prioridades en la política exterior. En sus primeras décadas (Dallbosco, 2018), el ISEN experimentó un estatus institucional incierto, con intentos infructuosos de dotarlo de continuidad, así como de mayor autonomía y recursos. Paradójicamente los sucesivos cambios de régimen político afectaron menos al ISEN que al resto del cuerpo diplomático, alcanzado por purgas políticas recurrentes.

Con la sanción de la ley 20.957 durante el tercer peronismo, el Instituto quedó legitimado como la institución dedicada a la selección y formación de los futuros diplomáticos. Dallbosco sostiene que si inicialmente predominaba la idea de formar diplomáticos bajo la imagen prototípica de funcionario clásico, humanista, juridicista, dúctil en materia de formalidades y hábil negociador, a partir de mediados de los ´70 el Instituto comenzó a formar funcionarios con un perfil eminentemente técnico y despolitizado. Paradójicamente, el Isen se mantuvo relativamente al margen de la persecución política contra el cuerpo diplomático liderada entre 1973 a 1975 por el canciller Alberto Vignes.

Durante la dictadura militar, el Isen perdió protagonismo, en una cancillería formalmente a cargo de la Armada, pero bajo la pugnacidad de las tres fuerzas armadas en ese terreno. Tras un intento de reforma en 1980, la recuperación de la democracia implicó una recomposición de la carrera diplomática (con la reincorporación de los funcionarios cesanteados), que en 1986 permitió la vinculación del Instituto con entidades académicas y organizaciones sociales.

Diplomática argentina
Diplomática argentina

La gestión Di Tella-Russell

La reforma más importante tuvo lugar en 1993, bajo el liderazgo de Guido Di Tella y la dirección académica de Roberto Russell. Reflejando el protagonismo de nuevos asuntos (el servicio exterior y el servicio económico-comercial quedaron bajo el paraguas de la cancillería), hubo cambios sustantivos en el plan académico, modernización de la biblioteca, conformación de centros de estudios, la elección de un director académico por concurso y la renovación del cuerpo de profesores.

Se observó una mayor presencia pública del Instituto -ahora integrado a otras academias diplomáticas (particularmente a Río Branco)-, una marcada mejora en el conocimiento de idiomas extranjeros y la publicación de trabajos de investigación de académicos y diplomáticos. Un cambio metodológico sustancial fue clave para aumentar la objetividad de la selección, mientras que se buscó ampliar la presencia de candidatos del interior del país. Pero la reforma fue más allá de la mera mejora sustantiva en la selección y el entrenamiento profesional: el Instituto devino una plataforma académica y política de discusión e investigación sobre relaciones internacionales y política exterior argentina.

Las administraciones sucesivas continuaron con dichas líneas de trabajo, aunque la autonomía académica del Instituto respecto de la cancillería se redujo. Con el tiempo, uno de los objetivos de la reforma del ´93 se materializó: durante los últimos 20 años hubo un aumento sustantivo de mujeres y de candidatos del interior. En años recientes también hubo cambios promisorios en la matriz de formación.

Diplomáticos para el siglo XXI

¿Qué diplomáticos deber formar el ISEN? El Instituto debe formar funcionarios capaces de enfrentar viejas y nuevas agendas internacionales con foco en las prioridades nacionales: la reducción de la pobreza, la defensa de los DDHH a nivel internacional, la promoción de una agenda de desarrollo sustentable, la cooperación al desarrollo, así como el aumento de las exportaciones y la captación de inversiones.

A este listado de prioridades debe agregarse el desafío generado por la disputa hegemónica entre Estados Unidos y China, la agenda de género e identidades, la conformación de nuevos regímenes políticos (autoritarismos de distinto cuño, más democracias adjetivadas), la defensa de la soberanía nacional y la integridad territorial (relevante en la Cuestión Malvinas, pero también en la invasión rusa a Ucrania), el crimen trasnacional, los desafíos en materia de desarme, el acceso desigual al comercio y al mercado financiero internacional, la deuda externa, el desarrollo integral del Atlántico Sur, la sobreoferta de integración regional, la reducción de riesgos de desastres, la diplomacia digital y los formatos híbridos de negociación, entre muchos otros asuntos.

El desarrollo y la aplicación de nuevas tecnologías han venido transformando el mundo de la diplomacia al menos desde los años ‘60. En el caso de las relaciones bilaterales, los actores políticos en la capital cuentan desde hace décadas con información actualizada sobre la situación en el destino diplomático, al tiempo que mantienen contactos con las autoridades de ese país. Eso ha transformado el rol del diplomático de manera sustantiva: se debe aportar subjetividad, para que la presencia del diplomático en el terreno constituya un valor agregado.

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No se trata ahora de informar, sino de explicar (e intentar predecir) la situación local, no se debe mantener solo una relación formal con las autoridades locales, sino que (si los intereses argentinos están en juego) se intentará influir sutilmente sobre los actores locales, ya no se buscará representar a su país de manera monopólica, sino que el diplomático jugará un rol de articulador para intermediar entre los múltiples actores (políticos, empresariales, sindicales, culturales, activistas, académicos, periodistas) de ambos países.

Las embajadas bilaterales se han convertido en espacios abiertos, abandonando la clásica noción de ámbito restringido, generando espacios de encuentro entre ciudadanos locales y representados, una diplomacia bilateral pública sensible a los intereses de sus ciudadanos, identificando peligros y oportunidades en el terreno, aplicando nuevas tecnologías como la diplomacia digital.

En el caso de la diplomacia multilateral se deben formar diplomáticos que preserven el capital cultural alcanzado por nuestro país desde la recuperación de la democracia, con énfasis en la promoción y protección de los DDHH de manera integral y con un nítido foco en la agenda de desarrollo. Las mujeres y los hombres de nuestra diplomacia deben estar atentos a las tendencias internacionales, pero deben ser conscientes de que representan a un país occidental, periférico, latinoamericano y pobre, cuya relevancia ha disminuido de manera sustantiva desde 1975.

La Argentina forma parte de Latinoamérica, la región más desigual del planeta en materia de ingreso. Una desigualdad que se exacerba todavía más con el uso de indicadores de base no monetaria (como la educación, la salud, el género, la etnia y la condición migratoria). Eso implica un persistente desafío: a pesar de la insistencia de la diplomacia regional, los organismos internacionales siguen sin reconocer la trampa de los países de renta media y la especial asistencia que requiere nuestra región, que cuenta con un desarrollo desigual y enormes bolsones de pobreza.

Para todo ello se requiere generar (Cooper, 1968; Mayer, 2009) espacio político, de modo que la diplomacia argentina puede identificar oportunidades, en base a las prioridades nacionales de desarrollo. En un concierto internacional asimétrico coloreado por (Neuman, 1998) múltiples narrativas sobre la anarquía, la soberanía y el balance de poder, el núcleo central de las diplomacias latinoamericanas ha sido siempre la búsqueda de autonomía.

En los últimos 50 años buena parte de la literatura regional (Jaguaribe, 1979, Puig, 1980, Escudé 1980, Russell y Toklatián, 2003) ha venido abordando esta dimensión de la diplomacia regional. Un intenso debate académico-político ha buscado determinar de qué modo aprovechar las posibilidades de (Toklatián y Carvajal, 1995) una inserción no subordinada. Algunas versiones (Russell Toklatián, 2002) se han alejado de la noción de autonomía como no injerencia para postular una autonomía relacional, abandonando posturas iconoclastas (o, al revés, proclives al bandwagoning) privilegiando la cooperación y el regionalismo abierto.

Estos parámetros externos resultan clave para comprender las limitaciones de la labor de un diplomático, junto a las particularidades del frente interno, considerando que (Rosenau, 1967) la política exterior no puede ser concebida como un mero cúmulo de respuestas de un Estado a las variables sistémicas, sino que deben ponderarse también los derroteros políticos, económicos y sociales del ámbito doméstico.

Restricciones, equilibrios e identidades

Así como en los últimos 60 años el Isen ha sido la piedra basal de la diplomacia argentina, el concurso de ingreso sigue siendo un instrumento único para elegir, en base a criterios tan objetivos como sea posible, a las personas que ingresarán a la carrera.

Esa elección constituye la clave de la performance posterior, para lo que se debe contar con un dispositivo institucional que garantice la ecuanimidad a la hora de la selección. Los criterios de admisión se combinan bajo una fórmula polimodal compuesta de distintas dimensiones: el mérito académico, las características psicológicas (asunto clave para un profesión colmada de coyunturas personales y profesionales difíciles), el enfoque de género y la vocación federal en el ingreso.

Si el concurso de ingreso y la formación posterior son exitosos, los diplomáticos saldrán del Instituto provistos de una suerte de (Young y Schafer, 1998) mapa cognitivo que les permitirá comprender tanto el escenario internacional como la relación de la política exterior con la política doméstica, asunto que nos lleva, necesariamente, a un tópico soslayado: la relación del cuerpo diplomático con la clase dirigente, especialmente con la política.

Los funcionarios diplomáticos formarán parte de algunas decisiones en política exterior que no serán producto exclusivamente de un proceso de cálculo costo-beneficio, sino más bien de (Polanco, 2013) procesos dialógicos en los que la toma de decisión es adoptada a partir de la combinación de distintas dimensiones (actores, contextos, intereses, cosmovisiones), en un mecanismo de constante definición, priorización y re-significación de los problemas.

El patio interno del Palacio San Martín, ex Anchorena (Cancillería)
El patio interno del Palacio San Martín, ex Anchorena (Cancillería)

Los funcionarios trabajarán en un (Putnam, 1988) juego de dos niveles, una compleja relación entre política internacional y política exterior, a la que se le deberá sumar la interacción personal entre los diplomáticos y los líderes políticos, lo que plantea un proceso de toma de decisiones exterior sitiado por los intereses de actores internos y externos con fuerte capacidad de veto.

Los diplomáticos profesionales –portadores de prestigio pero desprovistos de poder político- deberán funcionar bajo distintas dinámicas que harán de la movilización de recursos políticos domésticos y la herramienta para la adopción de preferencias en la toma de decisión, una verdadera (Evans, 1973) double-edge diplomacy con diplomáticos y políticos en distintos roles, responsabilidades, radio de acción y capacidad para conformar coaliciones.

Los animales anfibios

Si bien el proceso de toma de decisiones en la política exterior argentina está concentrado en el poder ejecutivo nacional, el rol de otros actores, incluyendo el del funcionariado diplomático es crecientemente relevante: la diplomacia resulta así una (Garcé y López, 2013) política pública, en la que las variables domésticas son cruciales para identificar las opciones y evaluar estrategias en el proceso de toma de decisión de la política exterior.

En ese balance de interacciones, el rol de los diplomáticos es de crítica relevancia, frenando impulsos coyunturales y mediando entre actores. Esto resulta particularmente útil ante una recurrente tendencia a las (Jervis 1976) misperceptions en varios momentos de nuestra política exterior. En distintas administraciones, la discreta labor de los diplomáticos argentinos ha mostrado utilidad al intentar minimizar los impulsos hacia la aquiescencia entusiasta o las riesgosas posturas iconoclastas.

¿Con qué cuenta el diplomático para intentar ese desafío si no posee recursos materiales ni poder político? Cuenta con la memoria institucional, con recursos simbólicos, con prestigio, con capacidad tecno-burocrática y con una percepción integral del fenómeno que lo ocupa.

Los diplomáticos usarán su formación académica y su habilidad política para enfrentar el escenario crecientemente (Manning, 1977, Putnam, 1988) interméstico en el que se despliega la diplomacia argentina. Mujeres y hombres de la cancillería buscarán articular dimensiones de la realidad interna (tanto las necesidades concretas de los ciudadanos como el menú de intereses de los actores, en medio de una desigual distribución del poder, incluyendo la propia), con las reducidas opciones que brinda el planeta.

Buscando hacer pie en terrenos alejados y contradictorios, en la reflexión académica y la actividad burocrática cotidiana, en la cruda realidad local y la asimétrica escena internacional, entre la asertiva instrucción de la cancillería y las asperezas de su trinchera en el exterior, los diplomáticos devienen, así, animales anfibios.

Los desafíos futuros

Junto a la formación de recursos humanos apropiados, para abordar la política exterior con eficiencia resulta necesario que la cancillería recupere el monopolio o, al menos, su condición de primus inter pares en algunas temáticas como el comercio exterior, los asuntos ambientales y otros asuntos de responsabilidades solapadas que requieren el despliegue internacional.

La diplomacia en general, pero particularmente la diplomacia multilateral es un mundo de intereses cruzados, alianzas esporádicas y fenómenos ininteligibles que exige del conocimiento de una serie de prácticas así como funcionar dentro de cierta matriz cognitiva, esto es, trabajar a partir de cierto nivel de entrenamiento que –evitando cualquier amateurismo- permita identificar desafíos y articular soluciones en las negociaciones internacionales.

En el escenario inasible de ideas, intereses e instituciones en el que se despliega la política exterior, los diplomáticos profesionales funcionan como una suerte de (Haas, 1992) comunidad epistémica, un espacio específico mediado por una estructura estructurante, esto es un (Bordieu, 1996) habitus en el que cuentan con la masa crítica necesaria para encarar afiatada y profesionalmente negociaciones internacionales simultáneas y representar con eficacia los intereses nacionales en el exterior.

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El diplomático argentino deviene, también, representante externo de una identidad, a la que a su vez, moldea. Porque en la particular dinámica -que combina intereses y narrativas- que organiza el mundo, la identidad (Merke, 2009) se configura y es configurada por los intereses nacionales pero también por las acciones de los que representan al país.

De tal modo, cuando se enuncia diplomático argentino, lo que se cifra en el nombre es la identidad cultural de la Argentina, una mochila con el peso de la historia y el presente nacionales, los intereses y necesidades de sus representados, pero también con los atributos de nuestra sociedad, reformateando, con el trabajo del diplomático, la misma identidad nacional.

Representantes y –a la vez- formadores de una identidad, trabajando sobre agendas concretas y entrenados en lo sustantivo, resulta extraño que persista la percepción de parte de algunos dirigentes políticos que consideran a los diplomáticos como expertos en formalidades vacuas, cuando no, privilegiados.

Por el contrario, el cuerpo diplomático argentino está formado por centenares de mujeres y hombres que defienden agendas políticas sofisticadas en escenarios muy complejos, habitualmente con pocos recursos. Ellas y ellos –que gozan de amplio prestigio internacional- analizan, informan, asesoran, negocian y presionan para conseguir los objetivos nacionales en los lugares más recónditos y en las coyunturas más desafiantes.

Contra las acusaciones de mundanidad y de distancia ante cierto folclore, es en ese ámbito vertiginoso de mutuas percepciones y acciones prototípicas de ciertos agentes en el que la narrativa histórico-política adjudica al diplomático un rol único, es decir que (Toklatián y Merke, 2018) en el imaginario social y político, el diplomático es visto como un funcionario leal al Estado y a quien ocupa su conducción, desprovisto de ideología y experto en el contenido y las formas de las relaciones internacionales. Dado que se presume que no representa intereses particulares, el diplomático expresa, en este imaginario, los intereses nacionales.

Así, westfalianos, desconfiados, burocráticos, cosmopolitas, obsesivos, endogámicos, levemente anacrónicos, nacionalistas, ocasionalmente banales, recelosos de los excursionistas en su feudo y -por la especificidad inasible de su tarea- en cierto modo, irreemplazables, los diplomáticos argentinos se insertan como animales anfibios en el inestable equilibrio que persiste entre jugadores principales y agentes –es decir, entre políticos y profesionales-, entre los prejuicios y los recortes presupuestarios, entre los intereses y los protocolos, entre las necesidades de su pueblo y el empinado mundo ajeno, simbolizando, ni más ni menos, que a ese persistente vestigio moderno que la academia suele denominar Estado-Nación, pero al que en mi escuela primaria le decíamos, serena y discretamente, Patria.

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