A paso firme y con creciente poderío se ha ido extendiendo en el mundo un sistema integrado de algoritmos e inteligencia artificial, convertido en una forma de dominio sobre todas las dimensiones de la vida social. Es el mundo digital que, mediante la comunicación y las redes, ejerce una influencia oculta, que no se ve, transparente y silenciosa.
Paradójicamente, no genera resistencia en los afectados, ya que se presenta como libertad, no con prohibiciones sino con incentivos, de modo que las personas mismas buscan ser visibilizadas: se dejan ver y se exponen por sí mismas a ser conocidas.
La ideología digital, verdadera infodemia, aspira a calcularlo todo y a tener una explicación global del mundo y una predicción absoluta del futuro a través de la acumulación ilimitada de datos. Pero desconoce que el dato por sí solo carece de significación. El régimen de la información no explica nada y no va más allá de la inmanencia del dato vacío y sin contexto, que no alcanza una comprensión de la realidad. Allí no hay Verdad ni realidad; hay sólo registro y acumulación fugaz de información, sin una fundamentación que la legitime.
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Se trata de un verdadero totalitarismo, en el cual se supone que el poder está en la información. Se busca dominar descubriendo a través de algoritmos el inconsciente de cada uno por la acción que desarrolla, para luego influirlo inadvertidamente. Y con el control absoluto, borrar de la Tierra la libertad individual. Pero eso significa vaciar de sentido a toda la existencia.
El amor a la verdad
El mundo digital de las redes constituye un permanente torbellino de informaciones rápidas y excitantes, fruto de impulsos y emociones momentáneas. Denota un frenesí comunicativo adictivo y compulsivo de pura actualidad, sin estabilidad temporal, en el que predomina el atractivo de la sorpresa. Se trata de la actividad de un pensamiento inquieto cuya aceleración impide conocer y detenerse a pensar, sino que sólo produce y consume información viral.
No se concibe la información como transmisión de la verdad sobre hechos reales sino que ella vale de por sí, más allá de cualquier verificación. Corre más rápido que la verdad y ésta no cuenta: se atiende más a las fake news que a la realidad de los hechos. Además, los memes constituyen un virus mediático, un contagio viral de sensaciones donde la imagen vale más que el texto y donde no se comprueba nada.
Está claro que todo eso atenta contra el razonamiento, la coherencia lógica y la reflexión. Se buscan los éxitos y las soluciones a corto plazo. No hay lugar para la verdad ni para el consenso y no existe esfera pública, desintegrada en esferas privadas.
Ante el panorama descripto, parece lo más indicado tratar de descubrir para la generación actual qué rasgos del carácter pueden resultar antídotos contra la desmesura de la digitalización. En tal sentido, la sinceridad ocupa un lugar de preferencia.
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La sinceridad es la cualidad de obrar y expresarse con verdad, sencillez y honestidad, sin fingimientos. Una persona sincera es aquella que dice y actúa conforme a lo que piensa o cree. No tiene dobleces ni intenciones ocultas, no busca intrigar ni perjudicar a nadie.
Sinónimos de sinceridad son: franqueza, veracidad, sencillez, naturalidad, honestidad y honradez. Su antónimo sería, por otro lado, la hipocresía. Como se fundamenta en el respeto hacia el otro y el apego a la verdad como valor esencial en la relación con los demás, su importancia hoy adquiere decisiva relevancia, porque justamente la legitimidad de la vida pública actualmente está en crisis. Es trágico que la mentira, la ambigüedad, la desconfianza y la insinceridad dominen el escenario político de la Argentina.
La sinceridad genera confianza en los otros. De ahí que se haga imprescindible, porque si no hay sinceridad no hay confianza y sin confianza la vida social es imposible. La complejidad del mundo actual requiere sinceridad, serenidad y sabiduría.
Y uno de los valores en las antípodas de la Infodemia es el amor a la vida.
La esencia de esa fuerza interior que surge de los seres vivos es su potencialidad difusiva. La vida tiende por naturaleza a crecer, a expandirse y comunicarse. Y esa capacidad de salir de sí y de darse es lo que llamamos amor. Los pensadores lo calificaron como vis unitiva (fuerza que une), aquello que vincula y atrae a todos los seres entre sí, al modo de la gravitación universal que ordena y armoniza la Creación. En él, todos los seres se requieren en fraternidad y buscan su unión en la participación de la vida.
Del amor a la vida brota un estado de ánimo que es la alegría, la convicción de que las cosas tienen sentido y que la existencia vale la pena. Ese temple anímico gozoso nace de la aprobación de estar vivos y de participar de la realidad. Es una forma de vivir con la disposición primordial de gratitud por la vida y por las cosas, que me han sido dadas gratuitamente. Y con ella conviven la confianza en el mundo y la paz de espíritu con uno mismo.
Una especial versión de la alegría es la nacida del “ser con otros”. La realidad de la presencia del otro suscita una “alegría existencial”. La vida humana tiene asignado un destino compartido, lo cual genera “alegrarse de que el otro exista y desearle el bien”, que es la definición del amor. Alguien dijo con acierto que “la alegría del corazón” es el fruto agradable de haberse liberado del egocentrismo.
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El mundo digital conjugado con la mentalidad de la globalización individualista y economicista determinó que esta generación haya perdido la capacidad de goce. No nos referimos al goce del cuidado estético corporal ni al fitness sino a la capacidad humana de contemplar la riqueza de la vida y de la realidad que es y que pudo no haber sido. Hay gente humilde y sencilla que cada día al despertar agradece estar viva, percibe la existencia como digna de confianza y asume una actitud de asombro ante las maravillas de la naturaleza. Y denotan una disposición a la gratitud y a la celebración, ya que toda celebración consiste en el regocijo de estar vivos y estar juntos.
Por otro lado, el amor a la vida es la clave de toda salud mental. La indiferencia no sabe de alegría y en eso consisten la depresión, el hastío y la acedia, que envenenan la vida moderna. Pero mientras la Tierra gira con su ritmo acompasado y la Naturaleza continúa su camino en silencio y sin descanso, el hombre de hoy vive distraído en no se sabe qué y su vida se diluye en la rapidez, todo al instante, y en un trajín de rumbo incierto que impide la nitidez de la visión.
La existencia se ha convertido en un torbellino conformado por un tiempo líquido y un espacio vacío. Y arrastra el agobio de lo que para el ser humano es intolerable: la incertidumbre. El mundo de hoy carece de un claro sentido de la vida, que se ha vuelto opaca, rutinaria e insípida. La fraternidad, la sinceridad y la confianza están ausentes del mundo económico y político. La vida diaria resulta un devenir que consiste más en durar que en vivir. Una cosmovisión saludable ha sido suplantada por la abulia, la apatía y la falta de entusiasmo por la existencia.
Hace falta redescubrir lo maravilloso de la existencia y que lo esencial es el amor a la vida. Pero hay una vitalidad oculta en la naturaleza y en la condición humana y una promesa de lo Alto que aseguran la supervivencia del mundo y la aparición de horizontes renovados.
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