¿Y si se nos fue la mano? Hace unas semanas el filtro #BoldGlamour generó un debate entre los usuarios de TikTok sobre si acaso la costumbre de pulir digitalmente nuestras caras, según los ideales de belleza imperantes, no había llegado demasiado lejos.
El filtro, una capa hiperrealista que aplica inteligencia artificial sobre la imagen que capta la cámara con una precisión increíble, puede convertir a cualquiera en “modelo”. Y lo curioso es que esto asustó hasta a aquellos influencers que desde hace años viven de vender su imagen idealizada, al punto que algunos sugirieron que deberían prohibirlo.
Para muchas personas, la belleza se está convirtiendo en algo feo, en una fuente de padecimiento y discriminación. No encajar en determinados estándares puede dejarnos afuera de cosas importantes y eso genera mucha presión.
Me propuse entender por qué se convirtió en algo trabajoso y áspero y, como suelo hacer, realicé una encuesta a la que respondieron más de 4.600 personas. Los números son impactantes: el 95% opina que la sociedad le da demasiada importancia a la estética y el 93% cree que la presión por alcanzar estándares imposibles le hace daño a nuestra autoestima.
El impacto de esto es claro: la mitad dijo sentirse poco o nada atractivo y vive disconforme con su apariencia y con su percepción sobre quiénes son.
Una tara humana
Para complicar más las cosas, la presión por ser lindos está absurdamente mal repartida: es un problema muchísimo más fuerte para las mujeres que para los varones cuando, a priori, no habría ninguna razón por la cual recargar esta presión desproporcionadamente sobre ellas.
¿Pero esto ocurre en todos los seres vivos? Me propuse pensar qué pasa en la naturaleza. El etólogo Richard Dawkins –autor de uno de mis libros favoritos, El gen egoísta- cuenta que en la naturaleza es muy frecuente que uno de los dos sexos sea bastante distinto al otro: uno más vistoso, y el otro, más discreto.
En ese esquema, casi siempre el animal que se “produce más” es el macho: los leones macho tienen las melenas, los ciervos macho tienen las cornamentas, las aves macho suelen ser más coloridas: ¡el pavo real es el mayor exponente!
En la naturaleza, siempre son los machos los que hacen todo el trabajo de seducir a las hembras. Entonces, la excepción a la regla es muy notoria: en casi todas las culturas humanas siempre el peso del envejecimiento y la preocupación por la belleza recayó de manera totalmente desproporcionada sobre las mujeres. Es inevitable conectar este dato con el carácter patriarcal que domina la historia de la humanidad.
Pero además, en la naturaleza, casi todos los rasgos bellos tienen un fin utilitario. Hay, es verdad, un caso misterioso: todavía ningún científico pudo explicar por qué la naturaleza le dio al pavo real una cola así de llamativa y, a la vez, tan desventajosa para la supervivencia. Pero, salvo por esta rareza, en la naturaleza lo bello mejora las chances de sobrevivir o de acceder al alimento: le permite a un animal correr más rápido, saltar más alto, pelear mejor o atraer a sus semejantes.
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La belleza, en el reino animal y vegetal, no está desconectada ni de la calidad de vida ni de la posibilidad de mejorar la supervivencia. Para los humanos, en cambio, funciona al revés: las imposiciones estéticas no solo no nos ayudan sino que en muchos casos hasta mutilamos nuestro cuerpo en pos de un estándar que casi nunca nos ayuda y que, muchas veces, incluso nos hace las cosas más difíciles.
Hasta comienzos del siglo XX, en China se veía como deseable que las mujeres tuvieran pies pequeños. Y llevaron ese ideal al extremo, al punto que a las niñas les hacían unos vendajes tremendamente ajustados que impedían que el pie creciera con normalidad.
Esta modificación absurda no era solo estética; la deformación de los pies femeninos complicaba muchísimo caminar y fue necesario que el Estado la prohibiera para terminar con una práctica tan difundida.
Pero aquellos esfuerzos desmedidos para sostener un ideal llegan hasta nuestros días. En Japón, ahora está de moda una operación de párpados para que los ojos luzcan como los de los dibujos de manga, una cirugía que modifica la apariencia pero no mejora en nada la visión. En otras palabras: una mutilación al párpado en pos de un objetivo estético.
Repasemos la lista de mutilaciones modernas que naturalizamos porque es verdaderamente impactante: nos sacamos pedazos de piel para quedar más estirados, nos introducimos bolsas o inyecciones de sustancias artificiales para agrandar partes de nuestro cuerpo, nos arrancamos los pelos con cera caliente, nos damos inyecciones de toxinas venenosas para paralizar los músculos de ciertas partes del cuerpo y así evitar las arrugas y hasta nos partimos el tabique nasal a martillazos para cambiar la forma de la nariz.
En la encuesta, consulté por doce tratamientos posibles, desde tinturas hasta liposucciones o tatuajes. Volvió a aparecer la enorme asimetría entre varones y mujeres: mientras 7 de cada 10 mujeres hacían 4 o más intervenciones con regularidad, sólo 1 de cada 25 varones se sometía a esa rutina intensiva.
Ni ingenuas ni tontas
En realidad, existe un negocio enorme montado alrededor de hacer que las personas nos sintamos inseguras con nuestra apariencia, para así vendernos “soluciones” que nos hagan lucir “mejor”.
¿Son ingenuas las mujeres? ¿Irracionales? Desafiar los cánones de la sociedad actual tiene consecuencias serias para sus vidas. En la encuesta consulté también por una hipotética entrevista laboral. ¿Qué debería ser más importante para decidir una posible contratación: la capacidad intelectual, la personalidad, la cultura general o la estética?
En abstracto, el resultado es abrumador: el 90% de los consultados se inclinó por elegir la capacidad intelectual y la personalidad y dejó absolutamente relegado aquello de la “buena presencia”. Cuando la pregunta es qué se prioriza en la realidad al entrevistar a un varón, la respuesta se ajusta exactamente al modelo teórico: se imponen la capacidad y la personalidad. En cambio, si la entrevista es a una mujer la distorsión es total y el orden es exactamente el opuesto: aquella “irrelevante belleza”, que en teoría sólo importaba un 1%, pasa en este caso al primer lugar, después se ubica la personalidad, y recién después, en tercer lugar, aparece la capacidad.
Por eso las mujeres no son ni tontas ni ingenuas cuando se preocupan tanto por cómo se ven: vivimos en un mundo en el que si uno no se somete a operaciones, rutinas estéticas costosas y extenuantes y prácticas de moda, para estar a la altura de los cánones estéticos que se nos imponen, puede perder oportunidades concretas. Si tener una cara menos bonita implica una menor oportunidad de acceder a un trabajo, aquello es una discriminación flagrante.
La apariencia física también genera discriminación por edad; cuantos más años confiesan nuestros rostros, más difícil es acceder a muchos empleos. En el mundo del trabajo se abona la obsesión por seguir pareciendo siempre jóvenes, ocultando las arrugas, las canas o la pérdida de pelo.
Una vez más, esta demanda de cánones estéticos acaba resultando en discriminación en sus distintas variantes: hacia las mujeres, hacia las personas mayores, así como también la gordofobia.
Filtros en las redes: cuando la belleza se vuelve ficción
Las redes ponen su granito de arena para contribuir a la Bellezacracia. Cuando nacieron, se basaban en textos breves en Twitter o en estados de Facebook. Pero, en algún momento, las grandes compañías se dieron cuenta de que los usuarios se quedaban mucho más tiempo en las plataformas si les ofrecían fotos que leyendo.
Cuando las imágenes y los videos se instalaron como lenguaje dominante en las redes, nació la cultura de influencers que vino a cambiar todo.
En los noventa, la referencia mundial y estandarizada de “mujer hermosa” era la supermodelo Claudia Schiffer, pero era tan lejana que, en verdad, nadie aspiraba a ser efectivamente como ella; nos contentábamos con la contemplación.
Los influencers, en cambio, tienen un origen -supuestamente- más terrenal: salieron de un barrio de nuestra propia ciudad, van a los mismos lugares que nosotros y esa proximidad nos invita a creer que nosotros también podríamos aspirar a la fama aparejada con ese canon estético. Así, la comparación con alguien más cercano resulta mucho más dañina.
En 2021, el Wall Street Journal publicó una investigación sobre los efectos de Instagram y Facebook en la conducta de las adolescentes que demostró en qué medida las comparaciones con influencers le hace mucho más daño a la autoestima que cuando la referencia son las supermodelos.
La influencia es un negocio lícito porque, en el fondo, somos nosotros los que decidimos a quién seguimos. Pero la consolidación de los filtros sumó una nueva alteración a nuestros (ya distorsionados) parámetros.
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Cuando ni bien aparecieron en Snapchat e Instagram, los primeros apuntaban a un uso lúdico: le sumaban a la cara unas orejas de conejo o una nariz de payaso. En determinado momento, esa ecuación cambió y aparecieron los filtros de belleza, que no cambian significativamente la cara sino que eliminan imperfecciones y la embellecen de acuerdo a los patrones sociales imperantes.
Se convirtieron, con el tiempo, en herramientas tremendamente populares y modificaron hasta nuestra percepción de la piel humana, que ahora parecería tener que ser lisa, sin poros, uniforme. El uso se extendió tanto que el 90% de las mujeres encuestadas confesó que recurre a ellos de forma habitual: una vez más, otra asimetría de la época.
Al principio la comparación era con una supermodelo, después con una influencer y ahora es con una versión idealizada de uno mismo generada con una alteración digital de la propia imagen. Muchas personas ya no se sienten cómodas mostrándose como son, porque se acostumbraron a su propia versión artificial. Y entonces, llega el alivio que trae la confesión: cuando una celebridad se muestra al natural, sin filtros y deja ver sus imperfecciones, recibe un aluvión de aprobación y gratitud. Oriana Sabatini, por ejemplo, se animó hace tiempo en un posteo en Instagram a mostrar que también ella tiene celulitis y se convirtió en una defensora de la movida #SinFiltro que busca rescatar un tipo de belleza no adulterada en las redes.
Cuando lo lindo nos consume
En definitiva -y como sucede con tantas otras cosas de nuestra vida- la idea de belleza parece haber quedado rehén de la sociedad de consumo. El negocio es hacernos sentir mal con quienes somos e impulsarnos a desear ser otros para, de esa forma, poder vendernos aquellos productos que –al menos en teoría- nos den aquello que tanto anhelamos.
Y al final del día, nos toca enfrentarnos a la triste realidad: nunca nos vamos a ver como ese ideal; se trata de la misma carrera sin fin que ha llevado a muchas personas a desdibujar sus propios rasgos.
La clave, para empezar a desarmar esta gran estafa que supone un ideal inalcanzable es asumir de manera más responsable y consciente nuestro rol como consumidores. Nosotros decidimos a quien seguimos y si nos interesa avalar a alguien que defiende un estándar que solo contribuye al problema. En definitiva, somos nosotros los que podemos “premiar” o “castigar” con el follow. Probablemente, como con cualquier otra cuestión de oferta y demanda, si eligiéramos con otros criterios, el estándar empezaría a cambiar.
Supe ser fanático de la serie Mad about you donde actuaban Helen Hunt y Paul Reiser. Hace poco hicieron una remake y mi reacción inicial fue el espanto: ¡Les pasó un camión por encima! Al minuto me di cuenta de que esa reacción desmedida y cruel era la misma que intento visualizar. Me descubro a mí mismo todo el tiempo mirando a la gente desde los ojos del prejuicio con la estética, la gordura o el paso del tiempo. Es fundamental hacer el ejercicio de cuestionar y cambiar nuestra mirada sobre aquello que nos parece bello.
El camino tiene que ser la aceptación de quienes somos y desarmar nuestros propios ideales para dejar de perseguir metas inalcanzables. Tener una mirada más amable con nosotros mismos, no esperar siempre ser otra cosa que lo que somos, abrazar nuestras imperfecciones (¡y las de los demás!) en vez de estar constantemente peleando contra eso.
En definitiva, el desafío es aprender a querernos por quiénes realmente somos y a abrazar la idea de que siempre faltará algo, en vez de pensar constantemente en cómo llenar ese vacío.
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