Miguel Ángel Ruiz Dávalos, alias “Migua”, estuvo en reformatorios desde los 15 años. Vivía en la Villa de Melo, en Villa Martelli, y había armado una banda de menores. A las 8 de la noche se reunían en uno de los pasillos para planear lo que iban a hacer. Salían sin rumbo a robar para luego drogarse y beber.
La vida delictiva del paraguayo y su banda había comenzado con el robo de un auto para dar una vuelta por el centro de Buenos Aires. Parecía una travesura inocente, pero ese paseo en auto le mostró una ciudad que no conocía y que se juró conquistar. Para eso necesitaba dinero y su trabajo de chapista no se lo proveía.
Con la banda asaltaron a un usurero; se llevaron una inesperada fortuna en dólares, pesos y joyas. Era como si un jugador fuera por primera vez al casino e hiciera saltar la banca.
Le quedó tanto dinero que puso una discoteca. Sus días se resumían en drogas y diversión. A pesar de que estaba ganando bien, sus gastos superaban los ingresos. No quería administrar su vida porque tenía la necesidad de la adrenalina que genera robar.
El paraguayo era cada vez más audaz y cruel en los robos. Un día uno de los cómplices le preguntó:
-¿No le tenés miedo a la muerte?
-No. Le tengo miedo a la cárcel.
Siguió robando y entrando y saliendo de reformatorios. Pero a los veintidós años fue a la cárcel por robo seguido de homicidio. Desde aquel día hasta que cumplió 49 años, estuvo preso. Conoció la libertad por intervalos que le daban las fugas exitosas.
Lo trasladaron a Sierra Chica. Allí se sintió mejor porque conocía el ambiente y los carceleros sabían que era leal porque jamás contó del arreglo que hizo para fugarse de Los Hornos.
Pronto lo enviaron a un destino privilegiado: la casa del director del penal para hacer tareas de mantenimiento. Ya no era un preso común, tenía el mameluco azul que le daba aspecto de trabajador.
Ruiz Dávalos avanzaba en su estrategia de volver a reunir dinero para salir de la cárcel, había dejado en manos amigas una buena suma de dinero que le quedó de los robos que hizo en el poco tiempo que estuvo en libertad.
No descartaba las huidas heroicas a sangre y fuego, escalando muros o cavando túneles, pero si las podía evitar, mejor.
El paraguayo escuchaba relatos de escapes donde se excavaron interminables túneles. Otros, le dijeron que la mejor manera de huir era cuando lo trasladaban a declarar y no faltaron los más veteranos que hablaban de limar las rejas. Para Ruiz Dávalos todo ese proceso era lento, antiguo y corría el riesgo de fracasar en el día decisivo.
Los tiempos cambiaron y la compra de fugas pasó a ser la manera más cómoda y rápida para salir de la cárcel.
Pronto un suboficial empezó a entablar conversación con el paraguayo. A veces eran temas triviales y en otros le preguntaba por los “trabajos” que había hecho. Como sus respuestas no dejaban evidencias porque no hablaba de lugares ni delataba compañeros, entendió que era un hombre reservado.
A principios de 1993 le llegó la oportunidad. El director había chocado su auto particular. Un oficial que sabía que Migua trabajó en un taller de chapa y pintura, lo llamó y le mostró el guardabarro abollado del vehículo.
-¿Te animás a arreglarlo?
-Si me dan las herramientas y la pintura lo hago. No es un choque complicado.
-Conseguí todo vos- le dijo el oficial.
-¿Cómo hago?
-Te doy el color exacto de la pintura y te vas para afuera.
-Me conseguís un “fierro” y te traigo todo.
-No, no entendiste. La salida la tenés que pagar arreglando el auto.
-Está bien. Dame un par de días para volver con los materiales ¿Me puedo rajar el jueves?
Migua se fue de la cárcel sin problemas. Le dieron un carnet de salida condicional como si hubiera reunido diez puntos por comportamiento. Para que el juez apruebe las salidas, arrancaron de su expediente la hoja de la fuga de Los Hornos.
El paraguayo sabía que tenía que volver victorioso. No le servía escapar porque lo iban a buscar por cielo y tierra y lo iban a matar para que no cuente como había salido. Si hablaba, desbarataba uno de los grandes negocios, las salidas para robar.
El paraguayo fue a Villa Martelli. El mercado negro estaba pleno de armas. Desde el levantamiento de los carapintadas, pistolas, fúsiles y ametralladoras engrosaron la oferta. Las armas se vendían o se alquilaban, lo mismo que los uniformes policiales. Nada más fácil para un delincuente que vestirse con el uniforme de la Policía Federal o de la Provincia de Buenos Aires. Esa ropa sale de las proveedurías oficiales. En el mercado negro hay gente que se ocupa de abastecer a una banda de todo lo que necesite.
El paraguayo quería una pistola 9 milímetros. Prometió pagarla en pocos días. Como tenía crédito en el ambiente, se la fiaron. Es un ámbito que se maneja con la confianza; no hay papeles y no se firman pagarés.
Migua hizo su tarea el viernes con un cómplice de la Villa Loyola que había robado un auto. Le prometió a cambio del servicio la mitad de lo que encontrara en la caja. “El resto es para la gorra”, le explicó.
Entró a una pinturería en San Andrés poco antes de la hora de cierre y se aseguró de que no hubiera ningún cliente. Describió el color que necesitaba y le dijeron que tenían stock. Pidió una lata de cinco litros, masilla colorada y plástica, rodillos, varias clases de lija y un galón de 4 litros de impresión, el componente que se aplica antes de pintar. Cuando se los trajeron, sacó la pistola, inmovilizó al encargado y a su empleado. Por supuesto, tomó el dinero de la caja y la billetera y el reloj de los empleados.
Regresó a Sierra Chica en la madrugada del sábado en el ómnibus de las visitas. Mezclado con todos ellos cargó los elementos para reparar el auto del jefe.
Cuando entró al penal le hicieron firmar un formulario como que volvía de una salida transitoria. No tuvo que dar explicaciones por lo que traía. Dejó los materiales en la guardia; ya estaban avisados. Un alto oficial vino y se llevó todo. “Yo me hago cargo”, le dijo al guardián.
El auto quedó sin rastros del choque. Lo felicitaron por su “trabajo”. Migua entendió que estaban contentos con su tarea de chapista y de ladrón. Desde ese día llegaron autos particulares de otras partes. El método de aprovisionamiento siempre era el mismo, pagaba los días de libertad, haciendo chapa y pintura.
Su eficiencia lo hizo ascender a la categoría de preso VIP. Le dieron una “casa de conducta” a la que solo podían acceder los presos que reúnen 10 puntos por comportamiento. Esas viviendas son extramuros porque confían en el buen comportamiento del recluso. Solo una pequeña alambrada de medio metro las separa de la calle.
En ese barrio de Sierra Chica predominaban los internos de buena conducta, pero había excepciones; Migua era una de ellas. Como los presos no hablaban entre sí, el paraguayo nunca supo quiénes eran los de su misma condición. En algunos presidios era un negocio inmobiliario que manejaban oficiales indecentes. Esas casas de conducta dejan una renta muy elevada. El que no la podía pagar con dinero contante y sonante, entregaba televisores, equipos de audio o cualquier otro objeto de valor robado.
La primera tarea se la encargó un oficial del Servicio Penitenciario. Debía robar una estancia cerca de Azul a 30 kilómetros de la cárcel. El lugar alojaba a turistas los sábados y domingos. Era raro que durante la semana tuviera visitantes. Le dieron todos los datos y el movimiento del campo.
Para el robo, Migua llamó a un cómplice recién salido de la cárcel de Batán en Mar del Plata. El asalto no fue complicado. Redujeron sin problemas a tres mujeres asustadas, pero sin histeria y se llevaron recados, monedas antiguas, boleadoras, rastras, candelabros y otros objetos de oro y plata. Todo lo que brillaba lo ponían en una bolsa.
A la mañana siguiente, entregó lo robado. No se quedó con nada, salvo la parte que se llevó el compañero. Quería que confiaran en él porque iba tras un objetivo más grande.
Migua seguía levantando puntos en Sierra Chica y pasó al siguiente nivel. Podría salir a robar los fines de semana. La salida costaba 300 dólares por día, era la época del uno a uno.
Sus blancos debían ser rentables para justificar lo que abonaba. Reclutó gente de Ciudadela y de Moreno. Sus robos preferidos fueron las sucursales de correo, en aquellos años había mucho efectivo y un solo policía de vigilancia; era más fácil que asaltar a un banco. Aparte del correo, la banda asaltó comercios, joyerías, terminales de ómnibus, cambistas y alguna entidad financiera.
Pero todo sistema tiene un final. Ruiz Dávalos comenzó a darse gustos infrecuentes entre los presos. Vestía bien, tenía varios pares de zapatillas importadas que envidiaban los más jóvenes; las “llantas” cotizan en la cárcel porque son parte del estatus del preso. Fumaba cigarrillos importados y bebía whisky escocés. Su heladera estaba bien aprovisionada, había toda clase de fiambres y carne. Entre sus postres preferidos estaba el helado que compraba en el kiosco que estaba a dos cuadras del lugar. No le faltaba marihuana. A veces pagaba un remis y se iba en auto hasta la terminal de Olavarría. Elegía alguna prostituta que lo llevaba hasta un hotel y se quedaba hasta el alba. Antes de las seis de la mañana, regresaba a la casa. Al otro día no madrugaba.
Los guardias estaban preocupados por la ostentación de Migua y se lo hicieron saber a su superior. Los presos hablaban y pronto se esparció el rumor de que el paraguayo tenía un arreglo con la “gorra”.
A fines de 1994 decidieron que era hora de terminar el ciclo. La propuesta para que se vaya fue atractiva; le cobraron 3 mil dólares para llevarlo a Baradero. Irse de allí iba a ser un trámite porque era un lugar donde los presos tenían salidas laborales; se iban de día y volvían antes de que caiga el sol. Baradero tenía un régimen semiabierto sin muros. Apenas una alambrada rodeaba el lugar. Parecía un centro de rehabilitación, más que una cárcel.
El pago incluyó el servicio VIP: un ómnibus especial lo dejó como único pasajero en el nuevo destino.
Su primera tarea en la nueva cárcel fue descargar ladrillos. Lo despertaban a las cinco de la mañana y lo enviaban al campo. “Esto no es para mí”, se dijo.
Una tarde, no regresó. Se escondió entre los matorrales. Cuando vio que los demás internos habían vuelto a sus celdas, y antes de que empezara el recuento, se arrojó al río Baradero y lo cruzó a nado. Esta vez no lo iban a atrapar por una ingenuidad. Era un verdadero fugitivo que aprendió a tomar precauciones.
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