El 29 de abril, la Iglesia católica celebra la fiesta de Santa Catalina de Siena (1347-1380), mujer vigorosa, laica dominica, mística, formadora espiritual de fieles y religiosos, consejera papal, diplomática entre los príncipes de Italia y enfermera física y espiritual en medio de una pandemia.
Se suele asociar la figura del sacerdote con poder y prestigio dentro de la Iglesia. Catalina de Siena, una joven analfabeta de clase media baja del siglo XIV, fue uno de los personajes más influyentes y poderosos de su tiempo en el ámbito político y religioso.
Nacida en 1347, Catalina Benincasa, mejor conocida como Catalina de Siena, experimentó con tan solo 7 años la presencia viva de Jesucristo, y prometió consagrarle su vida. Ella hizo carne aquellas palabras de Benedicto XVI: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
De este modo, comienza en Catalina un largo e intenso camino de oración y conocimiento de sí misma. Un camino de contemplación.
Esta contemplación, en la tradición teológica de la Orden de Predicadores —de la cual Catalina fue miembro—, es un don de Dios. Y es, sin duda, fruto de la plegaria. Se trata de una iluminación espiritual: la inteligencia recibe una luz de conocimiento, al modo de conocimiento intuitivo profundo. ¿Es este un conocimiento cualquiera? No: es un conocimiento que desemboca en afecto, en amor, hacia Dios y hacia las creaturas. Este conocimiento es experimental, y es llamado sabiduría, como si dijéramos, un “saber sabroso”. Lejos de todo racionalismo, estamos frente a un conocimiento amoroso. Frente al amor conocido, y al conocimiento amado.
Ante el inmenso amor de Dios, Catalina experimenta la indignidad y la fragilidad de su persona. Esto no le genera ningún tipo de complejo culposo. El conocimiento de su fragilidad la inspira a ser humilde, destruye su amor egoísta y descubre que por sí misma no es nada: todo su ser lo ha recibido del Señor. Esta verdad le había sido revelada por el mismo Señor, en una visión mística, con las siguientes palabras: “Tú eres la que no eres; Yo soy el que soy. Si conservas en tu alma esta verdad, jamás podrá engañarte el enemigo y escaparás siempre a todos sus lazos” .
A este conocimiento sigue “el amor y, amando, el alma procura ir en pos de la verdad y revestirse de ella”. Por esta razón, Catalina señala que la humildad es ama y nodriza de la caridad. Y la caridad, como enseña Tomás de Aquino, es amistad con Dios.
Catalina de Siena evidencia en su vida y en sus escritos un gran vigor, una gran energía. ¿Cuál es la fuente de esta fuerza? Aquí la encontramos: es la experiencia del amor de Dios, la amistad con Él. Su conexión con el mundo espiritual es muy intensa. Su vida mística le permite experimentar de un modo afectivo la presencia de Dios en el alma. Incluso lo dice con estas palabras: “Dios, por esta caridad, que es el Espíritu Santo, hace partícipe al alma de su voluntad, dándole fuerza para sufrir los trabajos y salir de casa en su nombre para ejercitar la virtud a favor del prójimo” .
Los efectos de su poder
Esta vivencia del amor en Dios hace de Catalina un espíritu libre y audaz. Su fuerte experiencia de contemplación la empuja a la acción. Percibe las necesidades de la realidad epocal que la rodea, y se lanza a transformarla. Anuncia el evangelio, predica, no teme los castigos y sufrimientos, no le preocupan las dificultades.
En pleno auge de la peste negra que devastó Europa, quitando la vida a un tercio de la población, Catalina acompañó y cuidó a incontable cantidad de afectados, sin considerar los peligros a los que se exponía.
En otra oportunidad, un joven de Siena, llamado Nicolo di Toldo, condenado a muerte por decapitación, fue visitado en la prisión por Catalina. Ella pudo consolarlo y motivarlo a ponerse en la misericordia de Dios, comprometiéndose a acompañarlo hasta la consumación de la ejecución. Catalina caminó con el condenado hasta el cadalso, sin dejar de rezar por él, y recibió la cabeza del joven Nicolo en sus manos cuando el verdugo ejecutó la condena.
Frente a una profunda crisis eclesial de papas y antipapas, corrupción y ausencia de coherencia evangélica, la santa de Siena no dejó de denunciar las faltas y perversiones de los clérigos, reclamándoles su conversión. La fuerza de su testimonio llegó a oídos del papa Gregorio XI, con quien comenzó un intercambio epistolar.
Por aquellos años, el Papa gobernaba desde Aviñón, despreciando la sede de Roma y rodeado de un ambiente cortesano y burgués. En cierta ocasión, sumergido en su oración, Gregorio XI tomó en conciencia la decisión -y se lo prometió a Jesús- de regresar Roma. El temor a los peligros y las amenazas de los reinos de Francia e Italia paralizaron su decisión. Pero en este contexto recibió una carta de Catalina: sin saber de su promesa, ella le reprochó su cobardía y le exigió: “Cumpla con su promesa hecha a Dios (…) ¡Ánimo, virilmente, Padre! Que yo le digo que no hay que temblar”. Finalmente, en enero de 1377, el Papa regresó a Roma.
En medio de las luchas intestinas entre los principados y reinos de Italia, Catalina se comprometió como diplomática en favor de la paz, evitando las guerras y logrando acuerdos, pactos y reconciliaciones entre los pueblos italianos.
Finalmente, no debemos olvidar su doctrina espiritual, a través de la cual aconsejó y acompañó a gran cantidad de fieles, religiosos, sacerdotes y obispos. Catalina escribió 364 cartas, y más de 300 de ellas se conservan en la actualidad. La mayoría de contenido espiritual. Sin embargo, es el Diálogo de la Divina Providencia (un diálogo entre su alma y Jesucristo) la obra principal de su recorrido espiritual, que la define como Doctora de la Iglesia, título que el papa Pablo VI le concedería en 1970.
Catalina de Siena murió a la temprana edad de treinta y tres años, el 29 de abril de 1380. El papa Pío II la declaró santa en 1461. En 1939, el papa Pío XII la declaró patrona principal de Italia, junto con san Francisco de Asís. Y en 1999 el papa Juan Pablo II la nombró copatrona de Europa, junto a santa Brígida de Suecia y a santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Hoy la recordamos, admirados ante su figura, en un mundo que se afana por identificar mujeres protagonistas y necesita modelos a seguir. Porque lo que empodera a Catalina no es tanto lo que ella hace, sino lo que es: una mujer amada por Dios, y llamada a la existencia para una misión. En su día, todos los creyentes queremos recordar nuestra vocación a la santidad, que nos invita a la vida mística y a la transformación de la sociedad que nos rodea.
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