Sin Estado no hay derechos

El dilema no puede ser impuestos o derechos. Debemos debatir cómo se recauda más eficiente y equitativamente para garantizarlos

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El clima de época ha querido instalar -y en una medida importante, lo ha logrado- la idea de que el Estado es siempre un enemigo de la libertad y los derechos. Y es al revés: sin intervención estatal los derechos y libertades reconocidos en las Constituciones y Convenciones de DDHH, son mera retórica.

Cuando se reconocen derechos en la Constitución y se incorporan instrumentos internacionales al sistema jurídico, el Estado asume obligaciones que debe satisfacer progresivamente: los Estados no tienen una zona de libre determinación para cumplir o incumplir el deber de respetar los derechos humanos.

Contraída esa responsabilidad, el Estado deberá asumir el “costo de los derechos”, según la feliz definición de S. Holmes y C.R. Sunstein, en el sentido de que, para efectivizar nuestros derechos dependemos en gran medida de los impuestos recaudados. Y no sólo para garantizar derechos sociales, pensemos cuánto dinero el Estado invierte para proteger la propiedad: gran parte de la actividad de la justicia civil y penal, de las fuerzas policiales, de los registros de propiedad inmuebles y del automotor, de los catastros y en definitiva resguardando cada día su inviolabilidad cuando indemniza propiedades por causa de utilidad pública (V. Abramovich, C. Courtis).

Reconocer que los derechos necesitan de recursos y que “alguien los paga”, esencialmente con impuestos, debe servir para racionalizar la discusión: no pueden reclamarse derechos y a la vez pedir que se reduzcan los impuestos. En todo caso, debemos analizar cómo obtenemos los recursos, quiénes deben pagar y en qué proporción para que el Estado garantice derechos y se ocupe de los bienes públicos, porque si éste es incapaz o se le impide concretarlos, ¿quién puede hacerlo en su lugar? Los derechos no son mercancías: no pueden ser abandonados al libre juego de la oferta y la demanda porque para quien carece de medios para adquirir o alquilar una vivienda, no puede ser que la única respuesta sea la (falsa) “libertad” de vivir debajo de un puente…

La efectista promesa electoral de “bajar impuestos” merece entonces una alerta: ¿a quiénes se les baja, cuáles impuestos? ¿cuántos, en qué medida, para qué? ¿Bajar impuestos significa restringir derechos? El dilema no puede ser “impuestos o derechos”, sino debatir cómo se recauda más eficiente y equitativamente para garantizarlos, que es la obligación y no para restringirlos o eliminarlos, que es su prohibición.

Todos los derechos en cualquiera de sus versiones, civiles, políticos, económicos, culturales prescriben obligaciones tanto negativas (abstenerse de censurar, de matar) como positivas (salud, vivienda, seguridad social) y algunas dependen de la disposición de fondos públicos y otra no, pero todas, tanto cuando se abstiene como cuando interviene se necesita del activismo estatal y en caso de negación de derechos o incumplimiento, se vuelven exigibles ante tribunales (estatales) imparciales que hagan efectiva su vigencia.

Por lo tanto, entre gasto estatal y derechos no debe haber oposición sino vinculación: cuánto dinero se dedica para proteger y efectivizar derechos, cuáles son las prioridades y cómo hacemos para que la población tenga acceso a determinados bienes y servicios que den satisfacción a necesidades cruciales para la vida. Estas son definiciones de la política, no del mercado. En este punto al menos, el de la determinación de las políticas públicas en democracia, mercado y estado son asuntos separados.

Los países que han conservado un estado calificado de “social” no necesariamente grande pero activo y eficiente, con una considerable carga impositiva, han sido quienes mejor han garantizado derechos y quienes han asegurado estándares de vida razonablemente aceptables. Esto demuestra que no hay derechos sin Estado y que éste no siempre es enemigo, sino que puede ser un aliado de la libertad y los derechos.

Y si se insiste con la preocupación sobre los “costos” que implica la adopción de políticas públicas solidarias, inclusivas y universales que garantizan derechos, la pregunta que haría es: ¿quién se preocupa y se hace cargo de los “costos” de la desigualdad y la pobreza?

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