Oficina Anticorrupción, sin margen de error para el próximo gobierno

Desde su creación en 1999, el ente encargado de prevenir e investigar casos de corrupción en la Administración Pública ha carecido de la independencia política necesaria para cumplir con sus funciones

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Alberto Fernández y Verónica Gómez, quien asumió al frente de la OA tras la salida de Félix Crous (Presidencia)
Alberto Fernández y Verónica Gómez, quien asumió al frente de la OA tras la salida de Félix Crous (Presidencia)

La Oficina Anticorrupción nació en 1999, como autoridad de aplicación de las normas de ética pública, y para controlar al Presidente y a todos los funcionarios de la Administración Pública Nacional. Desde el inicio, su diseño institucional ha sido defectuoso, en tanto que dicho organismo carece de la independencia necesaria que exigen los tratados internacionales firmados por nuestro país en materia anticorrupción.

De este modo, el éxito o fracaso de las distintas gestiones de la Oficina Anticorrupción han dependido exclusivamente de la voluntad de sus titulares de plantarse ante el Poder Ejecutivo, a riesgo de ser removidos.

Al inicio del actual gobierno, el Presidente Alberto Fernández dictó el DNU 54/2019 que otorgó “independencia técnica” al organismo y estableció que dicho ente ejercería “las funciones que le competen sin recibir instrucciones del Presidente de la Nación ni de ninguna otra autoridad superior del Poder Ejecutivo Nacional”. Claramente se trata de una “independencia funcional” meramente declarativa, ya que al titular de la Oficina Anticorrupción lo sigue designando y removiendo el Presidente, con total discrecionalidad y, más aún, sigue siendo el Poder Ejecutivo quien, por medio del dictado de otro DNU, podría poner patas para arriba al organismo.

En ese contexto, está claro que las normas no garantizan hoy la independencia de la Oficina Anticorrupción.

Luego de que Alberto Fernández designara a Félix Crous a cargo del ente, la Oficina Anticorrupción se retiró de las causas de corrupción contra Cristina Kirchner y otros funcionarios de los gobiernos que presidiera la líder del “Frente de Todos”, desmantelando así el área de investigaciones del organismo que tenía a su cargo promover la sanción eficaz de los hechos de corrupción.

La excusa esbozada para semejante acto de servilismo fue que el nuevo enfoque consistiría en promover la prevención, por sobre la investigación y persecución de delitos; Félix Crous activó una serie ininterrumpida de reuniones, conferencias y charlas por zoom, simulando una actividad preventiva inexistente, con fuerte impronta de la cuestión de género.

Un simple vistazo a los resultados del Índice de Percepción de la Corrupción elaborados por la ONG Transparencia Internacional ponen de resalto el estrepitoso fracaso de Crous al frente de la Oficina Anticorrupción: en 2020 nuestro país descendió 12 posiciones hasta el puesto 78; en 2021 lo hizo hasta el puesto 96, posición que sostuvo en el año 2022.

Dentro de las acciones ejecutivas más rimbombantes de la gestión de Crous se encuentra la creación del Registro de Integridad y Transparencia para Empresas y Entidades (RITE), una plataforma a disposición del Sector Privado y empresas estatales para “contribuir al desarrollo y mejora de los programas de integridad, el intercambio de buenas prácticas y la promoción de ambientes transparentes en negocios y mercados”.

Ahora bien, el RITE no ha sido más que una base de datos en donde las empresas y entidades brindan información al Estado a cambio de que la Oficina Anticorrupción las incorpore dentro de la nómina y les provea información generalizada sobre buenas prácticas al desarrollar e implementar sistemas de integridad.

Más allá de que la iniciativa tuviera buenas intenciones, la realidad es que la Oficina Anticorrupción no certifica ni evalúa si los inscriptos al RITE poseen sistemas de integridad adecuados para la prevención de los ilícitos que se supone debe cooperar a combatir. Para peor de males, pertenecer al RITE o tener sistemas internos de integridad adecuados, ni siquiera resulta un requisito excluyente o condición necesaria para poder contratar con el Estado nacional, tal cual lo prevé el artículo 24 de la ley 27.401.

La otra iniciativa de relieve, durante la gestión de Félix Crous, fue la remisión de un Anteproyecto de Ley de “Ética e Integridad Pública” al Poder Ejecutivo Nacional que incluye, entre otras cosas:

- la indemnidad del funcionario público en caso de actuar por instrucciones de sus superiores (versión kirchnerista de la obediencia debida);

- la eliminación del art. 42 de la actual norma destinado a combatir la publicidad oficial utilizada para promoción personal de los funcionarios (propaganda política);

- la eliminación del deber de las autoridades públicas de establecer la enseñanza de la “ética pública” en todos los niveles de la educación; y

- la continuidad de la falta de dependencia del organismo, cuyo titular sigue siendo designado y removido por el Poder Ejecutivo.

Afortunadamente, el anteproyecto no ha sido remitido al Congreso por el Presidente Alberto Fernández y, difícilmente ello ocurra durante la gestión de la nueva titular de la Oficina Anticorrupción designada en marzo del corriente año, la abogada y especialista en “Género y Derecho”, Verónica Gómez.

En definitiva, la Oficina Anticorrupción ha abandonado gran parte de sus tareas de investigación y sanción de la corrupción, y también su rol de promoción e implementación de mecanismos de integridad en la actividad estatal. Así, ha rehuido de su obligación de contribuir a la integridad hacia adentro del Estado, para simular una búsqueda de integridad hacia adentro de las empresas, cargando en las mismas la responsabilidad casi excluyente de garantizar la integridad de los vínculos con el sector público. Y todo ello, a cambio de incluirlas en una nómina que, en rigor de verdad, carece de utilidad. La gestión realizada desde la Oficina Anticorrupción en materia de integridad ha sido, desde todo punto de vista, de maquillaje.

La lucha contra la corrupción en Argentina no puede continuar siendo una pantomima basada en la simulación de iniciativas que no impactan ni abordan de manera eficaz los riesgos. La corrupción impacta en la credibilidad que amplios sectores de la ciudadanía deberían tener en sus instituciones, y los esfuerzos necesarios para recuperar la economía requieren de credibilidad. Por lo dicho, el diseño de la próxima Oficina Anticorrupción y las políticas que ésta lleve adelante, son fundamentales para reconstruir la confianza y la economía. Más aún, el descrédito institucional que provoca la corrupción se ha traducido en la aparición, en muchos países, de liderazgos mesiánicos que sólo han agravado los problemas y destrozado el orden republicano y democrático.

Esta vez no hay margen de error.

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