“Prefiero ser transfóbico antes que tramposo”, dice una de las cientos de respuestas frente al tuit que la leyenda del tenis femenino Martina Navratilova le dedicó esta semana a la nadadora trans Lia Thomas. “Lia, no es justo. No deberíamos tener que explicártelo una y otra vez. Además, dejá de explicarles feminismo a las feministas”, dice el posteo de la ex tenista. Fue una alusión clara al comentario de la primera nadadora transgénero de la NCAA en el podcast Dear Schuyler: “Hay quienes están usando el disfraz del feminismo para impulsar creencias transfóbicas”, había dicho Thomas.
Como suele ocurrir en las redes, no pasó demasiado para que otros cientos volvieran a llamar a Navratilova “terf” (del inglés, feminista radical transexcluyente), esa palabrita que crece como una mancha venenosa y se usa, en general con poco conocimiento, frente a cualquiera que quiera discutir cualquier criterio de justicia que involucre a la comunidad trans. A Navratilova se la repiten desde que tomó partido en el debate sobre los derechos de las mujeres cis y trans en el deporte, en 2018. Aquella vez tuvo que googlear el acrónimo para entender de qué la acusaban.
¿Su pecado entonces? Pedir que la admisión de atletas trans respondiera a estándares que garantizaran la mayor igualdad de condiciones posible, como medir niveles de testosterona. El repudio fue tan grande, que la veterana tenista y comentadora que vive hace años con su mujer y sus dos hijastras en Florida, terminó borrando su tuit y disculpándose: “Dejen que me eduque un poco más sobre este tema y vuelvo”, escribió en su cuenta de Twitter.
Pienso en una frase que suele repetir una amiga y siempre me hace gracia: “¡Qué atrevida es la ignorancia!”, y en que llamar terf a una mujer que no sólo es legendaria para el tenis sino para el activismo gay e incluso trans es casi temerario. Ahora algunas cosas –algunos derechos– parecen haber estado ahí desde siempre, algo dado e inmemorial. Pero a principios de los 80, Navratilova –sacada compulsivamente del closet por un periodista deportivo sin que eso tuviera mayores consecuencias– se convirtió en la primera tenista abiertamente lesbiana y abrió un camino para muchas otras mujeres en el deporte y en la vida.
Con su método de entrenamiento transversal, la checa cambió las reglas deportivas llevando al máximo las posibilidades de su físico: su agresividad fibrosa, demoledora, no parecía propia de una chica. De ella, como décadas más tarde de Serena Williams, llegarían a plantearse dudas ridículas: si su fuerza física doblaba la de otras competidoras, ¿acaso una lesbiana o una afroamericana necesitaban jugar en categorías distintas?
Era 1981 y la entrenadora de Navratilova no era otra que Renée Richards, la primera tenista trans cuya historia llevó al cine Anthony Page, con la magistral Vanessa Redgrave como protagonista. Segundo Servicio (1986) contaba la transición de la tenista y oftalmóloga diez años antes, y cómo –al igual que Navratilova– había sido expuesta por un periodista que investigó su caso como un fraude e impulsó a las asociaciones de tenis norteamericanas a verificar el género de las competidoras mediante un test de cromosomas. Como Richards se negó a hacerse el test, fue excluida de todos los grandes torneos de 1976.
Entonces Renée llevó su caso a la Justicia: demandó a la Asociación de Tenis de los Estados Unidos (USTA) –que controla el US Open– y alegó discriminación y violación de su derecho a ser mujer. Era un planteo revolucionario entonces, y las respuestas en los medios hoy serían imposibles hasta para los más reaccionarios y conservadores. Sports Illustrated la llamó un “espectáculo extraordinario” que generaba “asombro, sospecha, compasión, resentimiento y, sobre todo, una tremenda confusión”. La USTA defendió su postura con un argumento usado hasta nuestros días, aunque dicho de una manera que ahora sería un escándalo: “Hay una ventaja competitiva para un varón que se sometió a una cirugía de cambio de sexo que es consecuencia de su desarrollo y de su entrenamiento previo como varón”.
Pero Richards siguió adelante con su querella hasta llegar a la Corte, que finalmente le dio la razón: “Esta persona ahora es una mujer, sin importar lo que haya sido en el pasado. No reconocerlo es injusto, discriminatorio, y viola sus derechos”. Desde entonces hasta 1981 jugó profesionalmente y, contrariamente a lo que podía preverse, no estuvo en la cima del ranking, sino en el puesto número 20.
Lo que ella misma aceptó con el tiempo es que no necesitaba el mismo nivel de entrenamiento para lograrlo, había estado inactiva y seguía ejerciendo su otra profesión, y sin embargo podía darse el lujo de estar entre las jugadoras de élite. El otro partido, el de mantenerse firme en defensa de sus derechos, fue mucho más difícil. Algunas jugadoras se presentaban en los courts con remeras que decían “Soy una mujer real”, otras se negaban a darle la mano cuando las vencía.
Navratilova, con su contextura suprahumana, logró ganarle en algunas exhibiciones. En la primera mitad de los 80, fueron una dupla a prueba de prejuicios: la primera tenista y entrenadora trans y la primera tenista lesbiana en ser aceptadas en el circuito. Maestra y alumna tienen una amistad de cincuenta años y algo en común que las convirtió en verdaderas agentes de cambio: son profundamente honestas.
En una entrevista de hace una década, Richards, que se enorgullece de haber sido pionera “en levantarse por los derechos de las personas trans”, dijo que al analizarlo ahora, piensa que tal vez no debió haber sido admitida en el circuito profesional femenino: “Habiendo vivido como varón por 30 años, sé que si hubiera transicionado a los 20 ninguna mujer biológica en el mundo habría podido siquiera acercarse a mi nivel. Por eso reconsideré mi opinión. Las mujeres trans podemos hacer todo: casarnos, tener hijos y una vida profesional plena, pero lamentablemente no deberíamos esperar ser admitidas en categorías deportivas femeninas. Es una limitación, pero la vida está llena de limitaciones. Lo sé porque estuve ahí”.
El año pasado, la némesis de Navratilova en los slams, Chris Evert –que en un primer momento puso objeciones en aquel tiempo para competir con Richards–, se sumó a la controversia en defensa de quienes hoy también son sus amigas y le contestó a un usuario de Twitter que llamó “hater” a la checa: “Algunos hechos: 1) cuando era la Número 1 del mundo, me costó muchísimo ganarle a Renée, que tenía 43 años. 2) La misma Renée dijo que si hubiera tenido 25 nos habría borrado a todas de un plumazo. 3) Martina no es ninguna hater y Renée es maravillosa”.
Navratilova, que aboga por una categoría abierta que incluya a atletas de todos los géneros, además de la femenina y la masculina, contó por entonces en una entrevista que su mujer no para de retarla: “¿Por qué tenías que meter la nariz en eso? La verdad es que no tengo vela en ese entierro. Pero no puedo evitarlo. Toda mi vida he intentado luchar por las causas justas. Así que cuando veo algo que considero que no es justo, tengo que decir algo”.
En el caso de la nadadora trans Lia Thomas son muchas las cosas que se juegan. Lia nada desde que tiene uso de razón y toda la vida compitió como varón en las ligas escolares. Con solo 23 años, también toda la vida se sintió sin aire fuera del agua: su cuerpo musculoso no tenía que ver con quien sentía que era, como un avatar extraño para su identidad. Para luchar contra eso, sólo tenía un refugio: seguir nadando. La misma Sports Illustrated que en su momento cuestionó a Richards, le hizo una entrevista conmovedora el año pasado a Lia. “Sólo quiero mostrarle a las niñeces y jóvenes atletas trans que no están solos. Que no tienen que elegir entre quiénes son y el deporte que aman”, dijo.
Thomas se sometió a una terapia de reemplazo hormonal en 2019 y lo comunicó a su coach y sus compañeros de equipo, que fueron amorosos y contenedores. Al principio siguió nadando con ellos, aunque ahora lo hacía con traje de baño entero. Cuando decidió unirse al equipo femenino, también la apoyaron. Claro que en la liga escolar hubo objeciones desde el primer momento y el caso, en un contexto político en el que los derechos trans –y los derechos LGTBIQ+ y de las mujeres, en general– están retrocediendo en los Estados Unidos y otras partes del mundo, ya no sólo en cuanto a lo deportivo, sino en cuanto al acceso a la salud, parece ir mucho más allá de la preocupación por la sana competencia.
Thomas se transformó en un apellido que divide aguas en los Estados Unidos: políticos y personalidades conservadoras, en general varones, a los que poco les interesan los deportes femeninos, alzan sus voces reclamando fair play. Hay razones atendibles, como las que plantean Navratilova, Richards y Evert: los atletas varones tienen ventajas físicas innegables con respecto a las mujeres. Si no fuera así, no habría razón para que compitieran en categorías diferentes. O sí: siempre fue una manera de darles a las mujeres un lugar de reconocimiento propio en un mundo diseñado para varones (cis, blancos y heterosexuales).
Las atletas que transicionaron de varones a mujeres y atravesaron su desarrollo sin terapias para inhibir la testosterona, tienen en promedio más capacidad cardiovascular, mayor masa muscular, huesos de más densidad y suelen ser personas más altas, más fuertes y más rápidas. Por eso no hay mayores condicionamientos para que varones trans compitan en ligas masculinas, quienes transicionan a la inversa no experimentan la superioridad física que da la testosterona y no representan un problema para nadie.
Thomas dice que perdió masa muscular y capacidad aeróbica por la terapia hormonal, pero se impone en todos los campeonatos y su velocidad en todos los estilos genera tantos récords como quejas. Algo en el hecho de que ninguna atleta cis se le acerque siquiera en velocidad, parece, como mínimo, poco equitativo.
Es cierto, la idea de buscar la equidad competitiva no es tan sencilla y no sólo tiene que ver con la identidad autopercibida. Todos los cuerpos son diferentes y los cuerpos de las mujeres atletas siempre fueron juzgados socialmente por ser demasiado trabajados (“demasiado masculinos”), y desbancar el mito de la fragilidad femenina. De nuevo, en un punto, lo que se dice de Thomas no es distinto de lo que tuvieron que soportar Serena Williams o la propia Navratilova. Las mujeres –y las personas de todos los géneros– que se apartan de lo que se espera de ellas siempre son juzgadas. Y más cuando pertenecen a minorías, como ellas.
Quizá lo fundamental en ese sentido sea pensar en qué criterios de justicia nos importan más. ¿El sufrimiento de Lia fuera del agua y el odio que recibe a diario –desde publicar su nombre muerto y fotos viejas hasta hostigarla diariamente en redes sociales– justifican que pueda competir en una categoría femenina aunque eso perjudique a mujeres cis? ¿La discriminación salvaje que aún sufren las personas trans en todos sus vínculos, y que las margina de la vida social y laboral, no es razón suficiente para cuidar incluso más el lugar de una atleta profesional de alto perfil? ¿Si se excluye a Thomas de la categoría femenina, qué implicancia tiene eso para millones de chicas trans en todo el mundo? ¿Qué derechos cuentan más, cómo protegerlos sin afectar al resto ni hacer que otras competidoras que también lucharon por su lugar terminen siendo excluidas de hecho?
Las preguntas son muchas más y me cuesta sentar una posición concluyente. Pero al mismo tiempo me resulta fundamental poder, al menos, enunciarlas. Si hay temas que preferimos evitar –o en los que les recomendamos a nuestros seres queridos “no meter la nariz”– para no ser sentenciados de manera sumaria en las redes y en los medios, tenemos un problema serio. ¿Vamos a dejar de discutir las cosas para no herir susceptibilidades? ¿Vamos a callarnos para no ser silenciados con argumentos limitados y faltos de memoria?
Puede que estas sean aguas turbias y revueltas, pero justo por eso debemos poder seguir discutiendo soluciones en voz alta y sin simplificaciones ni acusaciones inhabilitantes que cierren las posibilidades de diálogo. No se me ocurre una etiqueta más absurda que tildar de transodiante a Martina Navratilova o peor, ¡a Renée Richards!
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