El vacío de poder puede ser una película. No es fácil. Se requiere un enorme talento para transformar un concepto político en una trama cinematográfica. Uno de los que logró ese milagro es el director alemán Oliver Hirschbiegel al recrear los últimos diez días de Adolf Hitler en el bunker de Berlín. Contó con el apoyo inconmensurable de un gran actor como el suizo Bruno Ganz.
Juntos armaron un filme estremecedor, salvaje y profundamente humano. La cumbre del ego nazi y el subsuelo de la crueldad. Bajo tierra, el poder de Hitler se había convertido en nada. En una pesadilla para quienes lo habían seguido hasta el infierno.
La historia reciente de la Argentina también está poblada de pesadillas con vacío de poder. El final de la dictadura militar, acelerado por la derrota en Malvinas. El adelantamiento de las elecciones con Raúl Alfonsín. Los días trágicos de diciembre de 2001 y los primeros meses de 2002. Jornadas en las que nadie mandaba porque el único gobernante era la incertidumbre.
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El vacío de poder de este tiempo en la Argentina es una comedia satírica. Y la encarnó Alberto Fernández durante cuarenta meses. Si alguien quisiera filmar la decadencia de la gestión presidencial, tendría un excelente guión en la entrevista que el Presidente le dio el lunes al actor Mex Urtizberea. Todo tuvo un aire de patetismo inigualable. El estudio de radio casero montado en una cocina de Caballito. El helicóptero esperando en marcha sobre el césped de la cancha de Ferro. Las anécdotas del primer beso del Jefe de Estado, de cuando actuó de granadero y de payaso. La sobre actuación de un llanto sobre un supuesto mensaje de sus simpatizantes. Las memorias radiales de un ex presidente.
El problema de los argentinos es que Alberto Fernández no es un ex presidente. Estará a cargo del gobierno del país durante los próximos ocho meses. Al menos formalmente. Y mientras el Presidente hablaba, relajado. Mientras se reía de sus propios chistes y nos hacía creer que lloraba, el dólar pasaba los 450 pesos y amenazaba con cruzar la barrera los 500. Toda una paradoja. En el vacío de poder, el más poderoso era el dólar.
El Presidente había perdido su capacidad de mando hacía mucho tiempo. Lo habían degradado las fiestas en plena pandemia en la Quinta de Olivos; los vacunatorios VIP para funcionarios y amigos; la afrenta inaudita a brasileños y mexicanos con aquella cita (“los argentinos bajamos de los barcos”) y la inoperancia para llevar a la economía a niveles de inflación y de pobreza que solo habíamos conocido cuando atronaba el vacío de poder.
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Desde el viernes pasado, desde la mañana en la que un video de Alberto terminó con la fantasía de la reelección, el escaso volumen de poder que queda en la Argentina está en manos de Sergio Massa. El hombre que llegó al ministerio de Economía con el respaldo de Cristina Kirchner e intenta frenar la artillería del dólar y de la inflación sobre un campo de batalla desfavorable.
Massa tiene un examen de supervivencia diario. Esta semana va perdiendo la pulseada contra el dólar blue y poco pueden hacer las denuncias clásicas de “antipatrias” contra economistas de la oposición, o las amenazas de utilizar el código penal económico para evitar que los grandes jugadores del mercado esperen la llegada de una devaluación que les mejore los números. Pero el ministro de Economía sabe que tiene vedada esa opción porque es uno de los dogmas ideológicos de Cristina y el kirchnerismo.
El miércoles fue un día con algo de alivio para Massa. No pudo echar a Miguel Pesce del Banco Central, pero instaló en la estratégica mesa de dinero de la entidad a su financista de confianza, Lisandro Cleri, y jugó una parte de las pocas reservas líquidas que quedan (alrededor de 1.200 millones de dólares) para intervenir en el mercado de bonos. El resultado fue la estabilización de los dólares financieros y una baja de 20 centavos en el dólar blue. Para el equipo económico fue como una botella de agua helada en el desierto del vacío de poder.
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Este viernes viajará el viceministro Gabriel Rubinstein a Washington y repetirá la canción de Massa que en el FMI recuerdan hasta el cansancio. El Gobierno (es decir, Massa) necesita que le adelanten los desembolsos de junio (5.400 millones de dólares) y de septiembre (otros tantos millones).
El objetivo del ministro de Economía ahora es llegar a las PASO. Ni siquiera a las elecciones presidenciales del 22 de octubre, y mucho menos al recambio de gobierno del 10 de diciembre. “Estamos como Mostaza Merlo con Racing en el 2001; esto es paso a paso y día por día”, se resigna un agobiado integrante del equipo económico. Si llegan vivos al mes próximo, el 12 de mayo tendrán que sobrellevar el anuncio del Indec con la inflación de abril. Massa prefiere no pensar todavía en esa mala noticia.
El miércoles por la noche, con las burbujas de oxígeno que le dio el primer freno del dólar en la semana, recibió en el ministerio de Economía a los Gordos de la CGT (Héctor Daer, Carlos Acuña, Andrés Rodríguez, Gerardo Martínez, José Luis Lingieri y Armando Cavalieri), y a los jefes piqueteros que iniciaron una transición apurada desde el albertismo residual a esa conjunción de sálvese quien pueda que une a Cristina con Massa y a la mayoría de los intendentes peronistas del Gran Buenos Aires.
El objetivo de Massa es que los gremios y los piqueteros lo ayuden a lograr una baja milagrosa de los precios. Con la suba de los alimentos en el orden del 10% y el impacto remarcador de la crisis cambiaria, ya son varias las consultoras que proyectan el índice de inflación de abril en una cifra cercana al 8%. Si mayo no se convierte en un punto de inflexión a la baja, el riesgo de espiralización podría terminar con la gestión del ministro y con el proyecto presidencial que sostienen Cristina y el kirchnerismo.
La tesis de Cristina: echale la culpa al Fondo
El peligro del vacío de poder no es patrimonio del oficialismo. En la oposición, no hay grandes gestos para llevar tranquilidad a la sociedad. Apenas un comunicado de Juntos por el Cambio en el que la coalición opositora se mostró preocupada por “la fragilidad económica” y por la “falta de apego a la realidad por parte del Presidente”. Otro mazazo a la desconexión de Alberto.
La renuncia de Mauricio Macri a competir por la presidencia lo ha dejado más lejos del juego del poder, y la disputa irresuelta entre Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich les impide arrogarse la referencia del liderazgo opositor. En estas horas, se escuchó la voz de Ramón Puerta, uno de los cinco presidentes peronistas en una semana del 2001-2002, hoy en la oposición junto a Miguel Pichetto. “Este es el peor gobierno de la democracia”, asestó Puerta por CNN Radio. Y eso que el hombre lo ha visto todo.
Con Javier Milei tampoco se puede contar demasiado. La normalidad institucional no está entre sus preocupaciones más urgentes y su tiempo está ocupado por la campaña electoral. En otras galaxias del peronismo está el cordobés Juan Schiaretti, intentando construir una alternativa en medio del desastre. La fragilidad parece atravesar peligrosamente a todo el arco político.
Precisamente, una prueba del vacío de poder que acompaña al Gobierno es la expectativa puesta en el acto que Cristina Kirchner protagonizará este jueves en el Teatro de La Plata. Allí, la Vicepresidenta volverá a ensayar su maniobra política preferida. Unirá una fecha sensible para el kirchnerismo (en este caso, los 20 años del triunfo de Néstor Kirchner en 2003); un disfraz académico (en vez de discurso hablan de “clase magistral”) y un título pomposo que encandile a los distraídos (“La Argentina circular: el FMI y su histórica receta de inflación y recesión”).
Cristina intentará, ni más ni menos, trasladarle la culpa de la inflación y la recesión al Fondo Monetario Internacional. Casi como si el derrumbe de la economía argentina fuera obra exclusiva del FMI y de Alberto Fernández. En esa maniobra de despegue tardío, el kirchnerismo señala como antecedente que sus 31 diputados (el bloque de Máximo Kirchner) votaron en contra del acuerdo con el organismo. El Presidente, los peronistas y los legisladores de Juntos por el Cambio que votaron el acuerdo serían los antipatrias culpables de la crisis económicas. ¿Será Alberto un integrante de la “maldita derecha”, que denunció y todavía no se dio cuenta? Maquivelo hubiera aplaudido de pie.
En el Teatro de la Plata estarán, además de Cristina claro, todos los dirigentes importantes del kirchnerismo y de La Cámpora; los intendentes peronistas del conurbano bonaerense; algunos gobernadores, sindicalistas varios con Víctor Santa María a la cabeza y los principales dirigentes del Frente Renovador, encabezados por la presidenta de la Cámara de Diputados, Cecilia Moreau. Es el peronismo que intenta sobrevivir al vacío de poder.
Habrá dos ausentes especiales en La Plata. Sergio Massa viaja a Montevideo para terminar de negociar una línea de crédito con la Corporación Andina de Fomento por 680 millones de dólares. Todavía es el candidato presidencial de Cristina y no quiere estar presente para que la expectativa crezca y el hechizo no se rompa.
El otro gran ausente será, como no podía ser de otra manera, Alberto Fernández. Al Presidente nadie lo invitó y es posible que ni siquiera lo mencionen. No alcanza la estatura del pato rengo, como los llaman en Estados Unidos. Su nombre será un fantasma del que nadie querrá acordarse. Pero, a la misma hora, estará en la Quinta de Olivos, tal vez mirando la ingratitud por televisión.
Si Alberto rozó en muchas ocasiones el cielo del ridículo, nada podrá igualar al sueño líquido que dejó caer en la entrevista de Caballito. Le preguntaron qué actor le gustaría que interpretara la película de terror de su presidencia. Y, sin avergonzarse, reveló el nombre de su actor fetiche: Robert de Niro, el de Taxi Driver, el de El Padrino II; el de Buenos Muchachos; el de El Irlandés.
A esa hora, el dólar trepaba cruel hacia los 500 pesos y tres certezas rompían los ensueños de Alberto. Millones de argentinos se convirtieron en personas más pobres; él ya no volverá a ser presidente y Robert De Niro jamás protagonizará la película de su malogrado y olvidable tránsito por el poder.
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