El 27 de abril de 2003, en una elección virtualmente irrepetible, Néstor Kirchner quedó al borde de ser consagrado Presidente de la Nación. Aquella jornada, de la que se cumplen exactamente 27 años, constituye el punto de partida del tiempo histórico que vivimos.
Porque la llegada al poder del entonces gobernador de Santa Cruz inauguró un tiempo político cuyas consecuencias habrán de durar largamente. Con el corolario del presente aciago que hoy nos toca vivir.
Contrariamente a los que sostienen la existencia de un tiempo dorado entre 2003 y 2007, el kirchnerismo fue negativo desde el primer día. Como lo fue en Santa Cruz. Una provincia rica en recursos naturales y escasamente poblada que fue trasformada en inviable sin la asistencia de la Nación. Y donde los niños son privados de un régimen educativo capaz de sacarlos de la pobreza. Olvidando que en el siglo XXI, la educación es la justicia social.
Una interpretación correcta de la historia es el punto de partida indispensable para comprender el pasado inmediato y las causas de este presente cada día más inaceptable.
Estoy convencido de que en la forma en que el país procesó la crisis de 2001/2002 y en el resultado de la elección de 2003 se encuentran las claves del estado de cosas tan negativo que hoy enfrentamos.
En aquella jornada voté a quien era el candidato del peronismo democrático y pro-occidental, Carlos Menem. De no haber votado a Menem, hubiera votado al liberal Ricardo López Murphy.
Kirchner era invotable. Por una sencilla razón. Conocía Santa Cruz. Un breve viaje allí, en 1998, me había alcanzado para comprender la vocación por el poder absoluto de los Kirchner. Si mal no recuerdo, veintidós de los veinticuatro miembros de la Legislatura respondían al oficialismo, la totalidad de los integrantes del Tribunal Superior habían sido nombrados por Kirchner y los medios locales dependían casi por completo de la publicidad oficial. Prácticamente, habían construido un feudo en el que casi todos dependían del Estado. Acaso era el modelo que buscarían imponer en el orden nacional.
Nos quisieron hacer creer que daba lo mismo trabajar que no trabajar. Estudiar que no estudiar. Cumplir con la ley o delinquir. Ser honesto o ladrón
A la vez que los reluctantes Kirchner habían sido abanderados en la oposición a los acuerdos limítrofes con Chile, una materia en la que anticiparían su política exterior. La que consistiría en el abandono del interés nacional en pos de ventajas políticas domésticas de cortísimo plazo.
Probablemente, aquella elección arrojó el peor de los resultados. Porque el peronismo y la Argentina disponían entonces de gobernadores de provincia infinitamente más capacitados. Pese a que cierta pitonisa con aires de superioridad moral mandó a votar por Kirchner, guiada por su odio irracional a quien finalmente había sido el gobernante de origen peronista más democrático y modernizador de la historia argentina.
Lo que siguió fue una desgracia.
Porque Kirchner desaprovechó la mejor coyuntura de la historia reciente. El súperciclo de las commodities recién se iniciaba -empujado sobre todo por el ascenso de China potenciado por su ingreso a la OMC en noviembre de 2001- y prácticamente todos los países de la región gozarían de ventajas irreproducibles en aquella primera década del siglo.
Pero a diferencia de lo que ocurrió en Brasil, Chile o Perú –por sólo citar algunos ejemplos– las reformas modernizadoras llevadas adelante en los años 90 serían revertidas. Una verdadera contrarreforma volvería a reinstaurar la Argentina inflacionaria, estatista y dirigista que había hecho eclosión a fines de los años 80.
El esfuerzo por alcanzar la estabilidad fue destruido por los populistas que en el altar del corto plazo sacrificaron los intereses nacionales. Al tiempo que se volvió a la emisión descontrolada, las innumerables regulaciones, los controles de precios, los cupos, las cuotas y los privilegios a través de los cuales desde una oficina gubernamental se decide la suerte y la fortuna de los argentinos.
Habiendo restaurado la Argentina prebendaria en la que unos pocos con acceso a los escritorios oficiales se enriquecen a través de monopolios e “industrias protegidas”. Mientras la gran mayoría es obligada a consumir productos y servicios caros y de mala calidad.
Al tiempo que veinte años más tarde, la economía mantiene una persistente dependencia de la exportación de productos primarios. Un extremo que puede verificarse en nuestros días ante la crisis derivada de la sequía. Realidad que confirma una vez más la imperiosa necesidad de la diversificación.
Estoy convencido de que la Argentina no resolvió la crisis de 2001/2002. Acaso la esquivó. Porque si el país volvió a crecer fuertemente en la primera década del siglo, ello fue posible por medio del atajo de un incremento extraordinario de la demanda externa, la fenomenal inversión en infraestructura de la década anterior, la introducción de la siembra directa en los años 90 y la devaluación de 2002.
Pero a partir de la segunda década de este siglo, la senda de crecimiento se detuvo como consecuencia de una política cada vez más estatista y un aumento irresponsable del gasto público consolidado. Un punto en el que conviene recordar que entre los tres niveles de gobierno (Nación, provincias y municipios) el gasto público se expandió del 25 al 45 por ciento del PBI entre 2001 y 2015.
Para entonces un paradigma estatista había sustituido el paradigma modernizador. Una concepción profundamente equivocada sobre qué había ocurrido en la Argentina llevó a que incluso quienes eran opositores al kirchnerismo se vieran impedidos a reconocer el legado positivo de los años 90.
En ese contexto, hablar de apertura económica, desregulación, privatizaciones se había transformado en un tabú.
Una limitación intelectual, cultural y política que en buena medida explica por qué el gobierno de 2015-2019 no pudo completar los cambios que eran fundamentales para salir del paradigma populista.
Pero tal vez la peor herencia de veinte años de kirchnerismo se expresa en la exaltación del lumpenaje, el cuestionamiento del mérito y la exacerbación del relativismo cultural, se encuentran las bases de la destrucción de los valores de una sociedad.
Nos quisieron hacer creer que daba lo mismo trabajar que no trabajar. Estudiar que no estudiar. Cumplir con la ley o delinquir. Ser honesto o ladrón.
Veinte años de kirchnerismo nos han dejado un saldo de millones de pobres
Así como en la incesante justificación del delito y la promoción de la violencia en las calles, el fomento de la ruptura del orden público y el ataque de todo aquel que lleva uniforme parecen haber sido también parte de un macabro plan que nos ha conducido a este presente.
La conciencia de un país se construye con base en ideas, interpretaciones y mitos sobre el pasado. La lectura errada sobre la historia reciente es uno de los mayores obstáculos para comprender por qué estamos como estamos y por qué vivimos un proceso de aparente decadencia sin fin.
Por ello es fundamental dar el debate sobre el significado de estas dos décadas. Porque esa realidad importa el punto de partida que se proyecta hacia el futuro.
Una incorrecta interpretación bloqueará el futuro. Sobre todo si seguimos repitiendo la serie de mentiras y medias-verdades que integran el manual del bienpensante taponando la posibilidad de alcanzar el progreso.
Veinte años de kirchnerismo nos han dejado un saldo de millones de pobres. En medio de un festival de aumentos de impuestos, tributos extraordinarios, amenazas de expropiaciones o intervenciones de empresas, ataques permanentes a quienes buscan resguardar sus ahorros y hasta el aval estatal a las tomas de tierras ante la vista y paciencia de las autoridades.
El país se encuentra una vez más frente a la Historia.
Cuando resulta una verdad autoevidente advertir el agotamiento del modelo kirchnerista inaugurado hace dos décadas. Frente al que las fuerzas opositoras deben presentar a la sociedad un programa realista y concreto de renovación política, económica y espiritual para la Nación.
*Mariano A. Caucino es especialista en relaciones internacionales. Ex embajador en Israel y Costa Rica.