La tragedia de ser Presidente

Presos, exiliados, procesados, derrocados, abrumados, enojados, frustrados. No parece ser un privilegio ocupar la silla eléctrica de la Casa Rosada

El presidente Alberto Fernández

El peor momento de la presidencia de Alberto Fernández no es este, aunque parezca mentira. Ocurrió en julio del año pasado. El portazo de Martín Guzmán, luego de una demoledora ofensiva en su contra por parte de Cristina Kirchner, había desatado una corrida contra el peso cuyo efecto inevitable parecía ser la retirada prematura de Fernández del Gobierno. Nadie quería agarrar el Ministerio de Economía. Sergio Massa exigía, para asumir, condiciones leoninas que licuarían definitivamente el poder y la imagen presidencial. El Presidente estaba ojeroso, excedido de peso, dormía pésimo. Venía, como suele decir él mismo, de convivir treinta meses con la pandemia, con los efectos de la guerra y, aunque no lo reconocía en público, con una infinidad de agresiones internas de una virulencia inusitada. Dos años y medio de soportar humillaciones públicas. Parecía que todo se terminaba y que se terminaba de la peor manera.

En ese contexto terrible se confesó ante uno de los políticos que lo acompañó toda su vida:

-Si yo hubiera sabido que ella no había cambiado, no habría aceptado la candidatura: fue una irresponsabilidad. Porque con ella en contra es imposible. El triunfo de Macri cambió a todo el peronismo. Todos entendimos que debíamos juntarnos. Yo pensé que también ella había sido afectada por aquella derrota. Hizo todos los movimientos para hacernos creer eso: aceptó alianzas con moderados en las provincias, bajó listas incluso para favorecer el triunfo del peronismo cordobés, abrió puentes con Massa, reconstruyó relaciones con muchas personas, entre ellas conmigo y, finalmente, me ofreció la candidatura. Ya sé que muchos me lo advirtieron. Pero yo estaba convencido que ella había cambiado. Con ella en contra no se puede. Es imposible.

Para el caso, es irrelevante concluir si Fernández, en esa catarsis desesperada, mentía, se mentía o decía la verdad. Es probable que hubiera algo de eso y algo de aquello. Tal vez su ambición de ser presidente le impidió percibir lo obvio. Tal vez lo percibió y decidió que igual no se iba a perder semejante regalo del cielo. O, simplemente, fue naif, creyó que “ella” había cambiado. Para el caso, los efectos son los mismos: asumió su presidencia sin poder ser presidente, o sin poder del todo ser presidente, o sin poder ser presidente de la única manera en que se puede ser presidente. Desde el mismo momento en que puso un pie en la Casa Rosada, muchas personas –las ramificaciones de “ella”- lo fueron obligando a desprenderse de colaboradores, socios, proyectos, iniciativas, estrategias, desde la primera baja de María Eugenia Bielsa a la última de Antonio Aracre, hasta el renunciamiento de este viernes.

Alberto Fernández y Cristina Kirchner

El relato oficial del Presidente sostiene que su gobierno debió enfrentarse a cuatro plagas. Lo repite todo el tiempo: la herencia, la pandemia, la guerra, la sequía. Es completamente cierto. Pero, justamente, ante semejantes desafíos un gobierno debe -o debería- actuar de manera congruente, o intentarlo al menos. Si lo que ocurre -en medio de esos desastres- es una interna obscena, irrespetuosa, a cielo abierto, si cada parte del Gobierno frena y agrede a la otra, parece bastante previsible que los problemas se agraven al máximo y que la sociedad –nuestro pueblo, como dice Fernández- no entienda nada de lo que está ocurriendo y, finalmente, se ofenda y hasta termine prefiriendo a la “derecha” y su “oscuridad”. Es, más o menos, lo que está pasando en estos días.

Por ejemplo, la cuarentena fue acompañada por una fenomenal emisión de dinero para sostener la estructura de la economía argentina. Sin ese dinero volcado a la calle, habrían quebrado miles y miles de empresas y la desocupación habría trepado verticalmente. Pero esa excepcionalidad obligaba al Gobierno a pensar que todo ese dinero, a la vuelta del camino, presionaría sobre el dólar y los precios. Para que esos costos se minimizaran debía haber un enfoque económico serio y congruente. En lugar de eso, un conflicto fratricida impidió poner en marcha cualquier plan.

Durante esos largos meses, cuando aún había tiempo, Fernández toleró todo: insultos, renuncias en masa, desplantes públicos, medidas que se trababan. Una y otra vez, quedaba atrapado en el dilema de siempre: no romper era ceder partes de sí mismo, semana a semana, desdibujarse, perder autoridad, arriesgar todo; romper tal vez se llevaba puesto a su Gobierno. En un caso, era suicidarse de a poco. En el otro, de golpe. Con la ilusión de pagar el menor costo posible, al final terminó pagando todos.

A veces, pareció respaldar a su ministro, su idea, pero sin darle el poder suficiente para poner esa idea en marcha. Al mismo tiempo, permitía que lo lincharan en público. Al final del camino, el presidente y la Vicepresidenta se dejaron de hablar, el ministro voló por los aires, los pesos fueron a parar donde era previsible, la inflación se transformó en inmanejable y los dólares -en un contexto de altísimos precios internacionales- se evaporaron. Por todo eso, entre otras razones, hay que prender velas para que mañana no sea un día terrible.

Lo más fácil del mundo, claro, es echarle la culpa a “ella”. No solo lo más fácil: también es razonable. Cristina lo destrató desde el día uno, cuando le planteó frente a una multitud que no debía ceder ante la tapa de Clarín. Fue, como siempre, ella misma: cruel, agresiva, arremetedora, impiadosa. Pero si un Presidente tolera mansamente que los ministros le renuncien en masa, o que le impidan desarrollar un plan económico en un momento límite, es muy difícil explicar que la responsabilidad es de otra persona, o que es solamente de otra persona. A cierta edad, cada uno debe hacerse cargo de las trampas en las que se deja atrapar.

Cristina Kirchner (Franco Fafasuli)

Con ella es imposible, contra ella también.

Eligió una mezcla rarísima: con ella y contra ella al mismo tiempo.

Sin embargo, y esto quizás sea lo central, nunca los dramas de un Presidente son solo los dramas de un Presidente. La relación entre los Fernández ha sido la expresión de un fenómeno que fagocita al peronismo desde el año 2008. Ese año, estalló una división solo subsanada por la muerte de Néstor Kirchner. Ese giro del destino le permitió a su ambiciosa y temperamental heredera asumir la conducción del Estado con mucho poder, pero también por poco tiempo. Rápidamente, las divisiones reaparecieron y con más virulencia. Cristina fue derrotada una y otra vez por Sergio Massa, por Mauricio Macri, por Esteban Bullrich. Debió ceder, aceptar sus límites, sobrellevar frustraciones, negociar, admitir que no le alcanzaba, enojarse, contenerse, tragar saliva.

Cuando volvió al poder, el kirchnerismo ya no era el kirchnerismo pero conservaba un fenomenal poder de veto. Fernández se habrá bajado. Pero las condiciones estructurales del problema siguen ahí. ¿Por qué Massa no pudo poner en marcha un plan económico congruente? ¿Fue por ineptitud? ¿Tenía libertad para hacerlo? ¿Quién va a decidir el nombre del próximo candidato a Presidente? ¿Qué le van a dejar hacer, decir, pensar? ¿Quién será el que le diga “mediocre”, “ciego”, “atornillado”, a ese que se está peinando, en este exacto momento, para ser candidato?

Con Fernández o sin él, el peronismo está dividido y representa a proyectos antagónicos, que proponen abordajes muy distintos en relación a todos los asuntos sensibles. Así las cosas, es muy difícil entender qué le propone al país. O, en algún sentido, es sencillo: una pelea sangrienta en la cubierta del Titanic. Así le va.

Pero tampoco la tragedia del peronismo queda encerrada dentro de los límites del peronismo. Por alguna razón extraña, mucha gente se desespera por llegar a ser Presidente, o sea, por sumar su nombre al de una tragedia previsible. Hace unos días, el historiador Pablo Gerchunoff publicó una inteligente reseña de los últimos veinte años. En ese texto, se refiere dos veces a ese problema: la enorme probabilidad de fracasar que tienen los presidentes.

Dice, refiriéndose a Mauricio Macri. “Es sabido que falló, pero se sabe también que todos los gobiernos fallan”. Luego, sobre Alberto Fernández. “¿Falló el presidente Fernández? Ya lo dijimos: la probabilidad más alta es el fracaso”. Cada fracaso, claro, tiene su forma, su modalidad, su ideología, la de Cristina, la de Macri, la de Fernández. Por eso, casi sin excepciones, los presidentes argentinos, desde 1928 han terminado presos o exiliados o con serios problemas judiciales, o debieron entregar el poder antes de tiempo.

Finalmente, el drama de Fernández, como el de Macri, como el de todos los anteriores, son episodios de un fracaso continuado que excede a cada uno de ellos aunque también los deje marcados. Algunos no lo entienden así. En las horas posteriores a la renuncia de Fernández a su reelección, era gracioso leer una nota titulada: “Adiós a la lapicera: intelectuales y escritores analizan en Twitter la decisión de Alberto Fernández”. Los “intelectuales” y “escritores” eran Pablo Avelluto, Lucas Llach, Hernán Lombardi, y Federico Andahazi, todos ellos protagonistas del fracaso de Mauricio Macri. Se despachaban de lo lindo: desastroso, chanta, inútil, sin personalidad, títere, un error en la historia, irrelevante, el peor.

El tiempo dirá el lugar que le reserva a Fernández. ¿Será más respetado o menos que sus antecesores? ¿Y si se lo compara con lo que está por venir? En cualquier caso, desde el día en que asumen, los presidentes deben enfrentar ese otro desafío: contenerse ante una cantidad infinita de energúmenos que los insultan, personas no demasiado destacadas en ninguna disciplina particular descargan así sus frustraciones. A los presidentes no les conviene reaccionar, pero los debe enfermar contenerse. Son las reglas. Pero son reglas demasiado inhumanas. Sobre todo cuando fracasar es lo más probable. Debe ser difícil trabajar en ese clima. Al final, hace mella.

Presos, exiliados, procesados, derrocados, abrumados, enojados, frustrados.

No parece ser un privilegio ocupar esa silla eléctrica.

Que pase el que sigue.

Ojalá que tenga suerte.

Por Dios que tenga suerte.

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