Todos sabemos que Fernando Espinoza no trabaja como intendente de La Matanza. Usufructúa ese cargo sólo en ocasiones donde la presencia de funcionarios y figuras reconocidas -o algún anuncio pautado- le permitan capitalizar la exposición en términos personales. No hace otra cosa.
Eso configura algo mucho más grave que la secuencia interminable de ausencias, desconocimientos de pedidos de acceso a la información pública y otros mecanismos institucionales. El “dejar hacer” que parece reinar en el municipio no es otra cosa que una estrategia. En La Matanza, como sufre hoy la Argentina en la Casa Rosada, el poder ejecutivo está loteado. Pero en el gigante del conurbano no se trata de una división entre los integrantes de una coalición electoral que distribuyen entre ellos cajas y cargos.
El aparente abandono da paso a intervenciones de hecho. Intervenciones protagonizadas por personeros, allegados, influenciadores del poder que, ante la indiferencia oficial, ejercen la tarea en las sombras. El resultado no es otro que la generalización de la informalidad. Una informalidad para nada silvestre, sino el encuadre imprescindible de bandas apropiadoras de áreas enteras de gestión.
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Esto disparó en el distrito el desarrollo de organizaciones que controlan redes de transporte ilegal en todas las distancias y volúmenes (autos, combis y líneas de colectivos); el uso del espacio público y la venta clandestina que se transa en él; cuadrillas que con equipamiento municipal realizan trabajos privados (como movimiento de suelos, rellenado, mejoras de caminos, conexiones irregulares a redes públicas, poda y retiro de residuos); usurpaciones, tomas de terrenos y asentamientos; habilitaciones provisorias comerciales e industriales; emisión de documentos y otorgamiento de turnos; la distribución discrecional de los recursos de desarrollo social y la supervisión de la seguridad en los barrios.
Este circuito paralelo y multimillonario, con tentáculos en todos lados y terminales invisibles pero imaginables, genera un sinnúmero de daños, algunos inmediatos y otros a largo plazo. Y si de largo plazo hablamos, no se puede pensar seriamente en él sin planificación. Una planificación que solo puede dar el Estado como articulador de las múltiples dimensiones de la sociedad. Un Estado que en La Matanza está ausente y -cuando en las elecciones triunfa el kirchnerismo- con aviso. Lo único planificado en La Matanza es la informalidad.
El sobrecosto es uno de esos perjuicios y de los más evidentes. Sobrecosto que deben afrontar los habitantes, quienes lejos de aparecer en estas situaciones como sujetos de derecho devienen rehenes de las mafias. Sobrecosto que, en muchos casos, impide que se radiquen en el distrito emprendimientos productivos. Con ellos se van de La Matanza los empleos privados formales que tanta falta hacen.
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Otra de las pérdidas que provoca esta informalidad diseñada es la imposibilidad de vivir en un ámbito armónicamente desarrollado, donde la ley dé el orden imprescindible para acceder al estándar de bienestar de este tiempo.
Es inconcebible que, a 40 años de 1983, todavía queden reductos de la Argentina donde se toleren y promuevan señoríos de facto, lejos de las instituciones de la democracia, el derecho y la vigilancia ciudadana.
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