Estamos bastante acostumbrados a escuchar los beneficios de los avances tecnológicos, especialmente en la programación informática, la cual ha alcanzado límites desconocidos, hecho que beneficia a la sociedad. Sin embargo, la tecnología se transforma en un arma de doble filo y aún no hemos sido capaces de tomar conciencia de su avance ilimitado y de lo perjudicial que podría ser si no reflexionamos acerca del dilema que trae a la par de su desarrollo.
En la Modernidad, se produjeron grandes cambios científicos, políticos, religiosos, sociales y económicos que se manifestaron en grandes hitos históricos tales como la Revolución Científica (Copérnico y su teoría heliocéntrica), la Reforma protestante (con la figura central de Lutero), la Ilustración y su búsqueda de la libertad y la igualdad y promover la soberanía de la razón; pero un hecho fue el clivaje en la forma en que las personas vivían, trabajaban y pensaban sobre sí mismas y el mundo que las rodeaba: la Revolución Industrial. Esta trajo una serie de innovaciones tecnológicas que permitieron la automatización de muchos procesos industriales, lo que llevó a un aumento en la productividad y una reducción en los costos de producción, especialmente el uso de la mano de obra del hombre. Y, a medida que las máquinas se volvieron más eficientes y menos costosas, muchas industrias optaron por reemplazar a los trabajadores humanos con máquinas, lo que tuvo un impacto significativo en la fuerza laboral. Aunque la introducción de la maquinaria permitió una producción más rápida y eficaz, también llevó a la pérdida de muchos trabajos manuales tradicionales y a la desaparición de algunos oficios. Muchos filósofos trazaron las disyuntivas de la época; algunos plantearon cierto resquemor por los avances tecnológicos en la modernidad y sostenían que el trabajo en las fábricas era alienante y que la Revolución Industrial había creado una sociedad en la que los trabajadores eran explotados por los capitalistas; por otro lado, otros pensadores creían que la división del trabajo y la tecnología traerían prosperidad.
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Desde hace unas décadas, la tecnología es valorizada por los grandes avances que permiten mejorar la calidad de vida, la información instantánea o el contacto en línea con personas que viven del otro lado del planeta, esto último referido en la famosa aldea global de Mc Luhan. Sin embargo, en estos días, la Inteligencia artificial (IA) ha traído otros debates éticos, tales como quién es responsable de las decisiones tomadas por las máquinas, cómo proteger la privacidad de las personas que usan la tecnología o, especialmente, cómo afectará el mercado laboral.
El dilema está en que, así como la Modernidad, con la Revolución industrial, puso en jaque la fuerza de trabajo física, la Posmodernidad, con la Inteligencia artificial, está poniendo en jaque la fuerza de trabajo intelectual. Es decir que, hoy por hoy, esta tecnología permite reemplazar el trabajo de una parte importante de la economía de un país, ya que se enfoca en la producción de bienes y servicios que requieren un alto grado de conocimiento y habilidades especializadas. Y, si bien la innovación, la creatividad y la generación de nuevas ideas es singular, propia de cada trabajador/a y no puede ser reemplazada por una máquina, es necesario debatir acerca de cómo y para qué usamos la IA. Y, si bien hay consecuencias positivas en el uso de la misma, tales como mejora de la productividad, con toma de decisiones útiles que puede ayudar a reducir riesgos y aumentar la rentabilidad, identificación de oportunidades de mercado y a tomar medidas para aprovecharlas y mejorar de la interacción con los clientes; hay otras efectos no tan buenos como la falta de privacidad, la dependencia excesiva de la tecnología, descuidando el desarrollo de habilidades sociales y las relaciones interpersonales y la pérdida de empleo, debido a la automatización y la implementación de sistemas de inteligencia laboral que pueden eliminar puestos de trabajo.
Ya no hay dudas que en las sociedades actuales los cambios tecnológicos son vertiginosos y este fenómeno nos obliga a enfrentarlos de manera creativa comprendiendo cómo funciona la IA, basada en datos que generan resultados. Por ende, es necesario ser críticos al evaluarlos y considerar si hay sesgos o limitaciones en el algoritmo utilizado porque puede tener implicaciones éticas y sociales. Y, si bien es una herramienta poderosa, no es la solución para todos los problemas ni ofrece todas las alternativas posibles.
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Claramente es difícil comprender la época en la que vivimos. Tal como planteó Hegel, “el búho de Minerva solo levanta el vuelo en el crepúsculo” queriendo expresar que realmente sólo se llega a entender un momento histórico una vez que ha concluido. Sin embargo, ya algunos pensadores pudieron ir esbozando algunas ideas. Kate Crawford en su libro Atlas de la Inteligencia artificial sostiene: “La IA no es artificial ni inteligente. Más bien existe de forma corpórea, como algo material, hecho de recursos naturales, combustible, mano de obra, infraestructuras, logística, historias y clasificaciones. Los sistemas de IA no son autónomos, racionales ni capaces de discernir algo sin un entrenamiento extenso e intensivo. Se trata de sistemas diseñados para servir a los intereses dominantes ya existentes: son, finalmente, un certificado de poder”.
Por lo tanto, no olvidemos que somos sujetos históricos, atravesados por la cultura, la política, la economía y la tecnología, capaces de decidir, a sabiendas que nuestras acciones tienen un impacto en el curso de las instituciones. Somos uno entramados con otros.
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