Jorge Mario Bergoglio, el entonces cardenal arzobispo de Buenos Aires, tuvo una relación muy profunda con los judíos de su ciudad. Cultivó un diálogo fluido con ellos, entre los que se hallaban algunos rabinos y líderes comunitarios con los que desarrolló una amistad que, con el tiempo, profundizó significativamente.
El que me haya escogido para prologar su biografía autorizada, escribir un libro de diálogos (Sobre el Cielo y la Tierra), grabar 31 programas para el canal del arzobispado, al igual que su presencia en distintas sinagogas con mensajes para los feligreses, testimonian la relación de compromiso y amistad por él creados para con los judíos y sus instituciones comunitarias.
Cuando se reunió el cónclave después de la renuncia de Benedicto XVI, todos aquellos que leyeron acerca del perfil de aquel cardenal que venía “del fin del mundo”, podían fácilmente hallar referencias sobre su fraternal relación con los “hermanos mayores”.
El primer gran gesto de Francisco para con el pueblo judío se halla en su Exhortación Apostólica Evengelii Gaudium (24 de noviembre 2013), que es su primer documento papal propio, ya que Lumen Fidei (29 de junio de 2013) es una encíclica empezada por Benedicto XVI y finalizada por Francisco.
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En Nostra Aetate 4, al analizar la relación del pueblo judío con Dios, el texto no manifiesta con claridad una postura diáfana e indubitable. Leemos allí: “Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo”.
No obstante, según el Apóstol, los Judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación”. En Lumen Fidei, se expresa: “Si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por nosotros”.
Estas afirmaciones poseen un carácter dubitativo que no erradica totalmente el lastimoso supersesionismo que tanto ha cerrado las puertas para el diálogo sincero entre judíos y católicos.
En Evangelii Gaudium, Francisco manifiesta diáfanamente la visón católica acerca del pueblo judío y las características con las que debiera encararse el diálogo entre los fieles de ambas creencias: “Dios sigue obrando en el pueblo de la Antigua Alianza y provoca tesoros de sabiduría que brotan de su encuentro con la Palabra divina. Por eso, la Iglesia también se enriquece cuando recoge los valores del Judaísmo. Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y la común preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos”.
El segundo gran acto del papa Francisco para el avance del diálogo entre judíos y católicos tuvo que ver con su peregrinación a Tierra Santa. Fue el primer pontífice que colocó un ramo de flores en la tumba de Teodoro Herzl, el padre del Sionismo político, durante su estadía en Jerusalem, honrando al movimiento que recreó la cultura judía en su tierra ancestral. El día anterior había apoyado sus manos sobre el muro que divide a Israel de Palestina.
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Más que un acto político, lo interpreto como un rezo pidiéndole a Dios que bendiga con paz a israelíes y palestinos a fin que no haya más muros de separación y odio sino una realidad de diálogo y comprensión mutua. Su respuesta a un joven palestino del campo de refugiados de Dheisheh, que dirigió un mensaje relatando la frustración de su pueblo, tuvo una respuesta aleccionadora por parte del Papa: no se puede vivir en los círculos viciosos subordinados a los conflictos del pasado, se debe cambiar el paradigma y hallar la senda que permita el mutuo desarrollo de los pueblos con dignidad. Francisco bregó por una solución de dos Estados que saben erigir mancomunadamente una realidad en la que el léxico de la muerte y del odio es trocado por otro que tenga en cuenta el reconocimiento mutuo, la empatía y el respeto. La reunión por la paz en los jardines del Vaticano, con la presencia de Shimon Peres y Muhamad Abbas, fue la culminación de una peregrinación que en algún futuro seguramente, con la ayuda de Dios, dará sus frutos.
La apertura de los archivos vaticanos del papado de Pío XII es otro gesto que, si bien tiene una importancia superlativa para la investigación de un tiempo horrorosamente destructivo en la historia de la humanidad, también fue materia pendiente en el diálogo judío-católico. “Hay que saber la verdad”, es la frase que repitió Francisco en múltiples oportunidades, con la que refleja el fundamento que permite pavimentar la senda del encuentro. Francisco fue sensible a toda actitud antisemita, y manifestó vehementemente su compromiso de repudio a las mismas.
El 13 de junio de 1960 Jules Isaac y el papa Juan XXIII tuvieron una breve pero muy profunda reunión que cambió el curso de la historia de las relaciones judeocatólicas. La primera consecuencia de la misma fue el capítulo 4 del documento Nostra Aetate del Concilio Vaticano II. Todo documento es una letra que demanda una acción. Indudablemente los papas que sucedieron a Roncalli aportaron, cada uno a su manera, para que Nostra Aetate se transforme en un escrito trascendente.
Paulo VI lo firmó y comenzó la senda del encuentro; Juan Pablo II, mediante su visita a la sinagoga de Roma y el establecimiento de relaciones diplomáticas con el estado de Israel, entre otras decisiones, significaron pasos gigantes en la aludida senda; Benedicto XVI fue el continuador del diálogo y Francisco alcanzó aquello que es una de las metas más ansiadas de todo diálogo sincero: la del auténtico afecto por parte de muchos miembros del pueblo judío.
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