Existe un consenso en los campos de la ciencia económica, jurídica y política de que la competencia es fundamental para la economía de mercado y el desarrollo económico. En efecto, la competencia favorece la innovación, estimula la mejora en la calidad de los productos y servicios que las empresas ofrecen en el mercado, induce a las empresas a realizar sus mayores esfuerzos para rebajar sus costos de producción y termina provocando una reducción de precios con el fin de ganar mercado.
Todo ello se traduce en beneficio para el consumidor, que es acaso el fin último que va a perseguir la defensa de la competencia. Pero también la promoción y la defensa de la competencia es un instrumento fundamental para la organización de una economía de mercado eficiente, dinámica y apta para incorporar al mercado al intenso proceso de innovación que caracteriza a la economía globalizada. Estas, a su vez, son condiciones necesarias para el desarrollo económico.
Argentina tiene legislación de defensa de la competencia desde hace 100 años, pero sin haber podido consolidar una cultura y práctica de competencia plena que tal normativa promueve. En rigor, lleva el casi último cuarto de siglo con una disociación entre el diseño institucional de la agencia de competencia que prescribe su normativa y el régimen que rige en la práctica.
La Comisión Nacional de Defensa de la Competencia (agencia residual o Highlander Institucional) y el rol del Secretario del área que depende es el creado por la ley del gobierno militar en 1980.
Las reformas a dicha ley en 1999, 2014 y 2018 tendientes a actualizar y modernizar el régimen de competencia en Argentina (incluida, sin alguna relativa marcha y contramarcha, la creación de un tribunal de competencia independiente) no pudieron poner en ejercicio el nuevo diseño institucional y han mantenido la “transitoriedad” del anterior.
La calidad del producido de la agencia en este período ha sido dispar, con momentos mejores y peores, pero sin dejar de ponderar a otras externalidades económicas que han afectado el resultado del funcionamiento de la agencia, lo único permanente en el régimen de competencia ha sido su debilidad institucional.
A modo de ejemplo de la demora de más de dos décadas de poner en funciones a la agencia de competencia establecida en la ley, se puede citar la imposibilidad de contar con un régimen de evaluación previo de las operaciones de concentración económica.
Las evaluaciones se hacen solo después de perfeccionada la misma (muchas de ellas producidas en el ámbito internacional con su reflejo en nuestro país) en algunos casos con demoras de años para resolver el caso, con los consiguientes costos de transacción en las compañías (incertidumbre) y debilidad de la agencia (imposibilidad práctica de dar marcha atrás ciertos pasos perfeccionados por las empresas). Como así también la imposibilidad de actuar de manera cooperativa con otras agencias de competencia internacionales y regionales y optimizar recursos y estudios para concentraciones o prácticas cartelizadas de alcance trasnacional.
Esta anomalía institucional de la agencia de competencia, sin solución de continuidad por décadas, solo parece explicable en un país como la Argentina, con una tradición anómica, y como demostró magistralmente el profesor Carlos Nino en un país la margen de la ley, que arroja un resultado neto ineficiente.
Una práctica vigorosa de la defensa de la competencia que aporte los beneficios propios de la misma para el desarrollo económico y el bienestar de los consumidores requiere romper esta inercia de desapego a la norma de su diseño institucional.
Poner en funciones a la agencia nacional de competencia que prescribe la ley es un presupuesto imprescindible para alcanzar tal objetivo.
* El autor es Doctor en Ciencias Jurídicas, Profesor Titular Ordinario de Derecho Regulatorio del Mercado (USAL)