La muerte de Juan Duarte y un misterio que cumple siete décadas

El 9 de abril de 1953, el hermano de Evita apareció muerto en departamento de la calle Callao

Juan Duarte junto a su hermana Eva y Juan Domingo Perón

Corría el mes de abril de 1953, hace exactamente siete décadas, cuando se produjo uno de los capítulos más tenebrosos de la historia del peronismo.

El sexto día de ese mes, la ciudadanía fue informada de la renuncia “por razones de salud”, del cuñado y secretario privado de la Presidencia Juan Duarte y del ministro de Trabajo José María Freire.

Pero el país se conmocionaría tres días más tarde. Cuando apareció muerto Duarte, el hermano de Eva Perón. Aquel 9 de abril, quien había sido secretario del jefe de Estado fue hallado sin vida en su domicilio de Callao 1944, entre Posadas y Alvear.

Un discurso de Perón -pronunciado unas horas antes- alimentó una infinidad de rumores. El Presidente había asegurado que gobernaba “entre ladrones y alcahuetes” y había evocado “el ejemplo histórico de Yrigoyen, calumniado y abatido ignominiosamente: hoy sabemos que fue el único presidente que defendió al pueblo y que no robó”.

Un clima enrarecido se apoderó del país. La información oficial aseguró que Duarte se había suicidado. Pero de inmediato se habló de un asesinato.

Argentina atravesaba entonces singulares circunstancias. Perón había lanzado su Segundo Plan Quinquenal. El que en los hechos implicaba un programa de austeridad y restricción. Después de todo, el año 1952 había sido el más triste de la década peronista: el de la muerte de Evita y en el que los argentinos habían tenido que comer pan negro.

A comienzos de 1953, el malestar parecía extenderse en medio de la inflación y el desabastecimiento de algunos productos. El precio de la carne se había disparado y una serie de apagones complicaron la vida en las grandes ciudades. El clima de bonanza económica de los primeros años del peronismo había quedado en el pasado. Fue entonces cuando el gobierno lanzó la campaña “contra el agio y la especulación”.

Acaso “Juancito” -con sus excesos y las sospechas de corruptelas- se había transformado en un chivo expiatorio. Al parecer, estaba involucrado en un negociado relacionado al comercio de carnes que mandó a investigar el propio Perón.

De acuerdo con esta versión, sin la protección política que le proporcionaba su hermana, y consciente de que portaba una irreversible enfermedad, habría decidido quitarse la vida.

En Perón y su tiempo (1986), Félix Luna describió aquellos días. “El régimen montado por Perón era de los que estaban rodeados de una atmósfera de corrupción, con razón o sin ella. En primer lugar, por su sistema de toma de decisiones económicas, fuertemente estatista, donde determinadas resoluciones oficiales podían enriquecer o empobrecer de un momento a otro a sus destinatarios: un tipo de cambio más o menos favorable, un permiso especial para importar tal o cual mercadería, una subvención total o parcial para fabricar este o aquel producto, o el retiro de la misma...”

Para la oposición radical, Duarte era el emblema de la corrupción, el “bon vivant” del peronismo, el arribista, el hombre que alardeaba sus excentricidades con el libre uso de la billetera del Estado

Pero, ¿cómo reaccionó Perón? El diario oficialista Democracia describió su agenda de la jornada siguiente al deceso: “El Presidente de la Nación general Perón concurrió ayer a su despacho de la Casa de Gobierno a las 6.20, considerando con sus colaboradores diversos asuntos de Estado. Alrededor de las 9 el general Perón se trasladó a la casa mortuoria donde fueron velados los restos del señor Juan Duarte y posteriormente a las 11 concurrió al cementerio de la Recoleta, donde asistió al acto de sepelio. Por la tarde, el primer magistrado retornó a su despacho a las 15.30, dedicándose a la atención de tareas de Estado. A las 16, se reunió con los ministros del Poder Ejecutivo, para considerar problemas de gobierno. El general Perón puso término a sus ocupaciones a las 20.50 horas en que se retiró de la Casa de Gobierno”.

En una entrevista en Noticias, en enero de 2004, el legendario empresario Jorge Antonio afirmó: “Duarte nunca fue socio mío ni cosa por el estilo. Solamente una vez me pidió tres autos para tres señoritas: Carmen Idal, Elina Colomer y Fanny Navarro. Eran sus amigas y él los pagó. Me pidió que se los vendiéramos baratos. Se los vendimos al 50 por ciento del valor de esa época. Y nos mandaron un cheque por esos valores. ¿Quién le mandó el cheque? La Secretaría de la Administración de la Presidencia. O sea que ése sí fue un caso de corrupción... Si quiere llamarlo así...”

Antonio recordó que “Juancito” estaba muy enfermo. “Tal vez más abajo alguna cosa podía haber… Tenía sífilis... Tenía sífilis”. Antonio destacó que la muerte de Evita lo había destrozado. “Él y la hermana eran una simbiosis, eran demasiados amigos para ser hermanos”. Antonio destacó que “lo que resultó muy sospechoso fue su ‘suicidio’. Muchos dijeron que, al no contar ya con la protección de Evita, Perón se lo sacó de encima”. “Hasta dijeron que lo habían matado en la residencia y que lo llevaron después a la calle Callao donde él vivía. Yo no lo creo... Yo creo que él se suicidó...”.

Eva y Juan Duarte

Naturalmente, la oposición aprovechó la tragedia para sembrar de dudas. Y de inmediato, el ingenio popular hizo circular rumores y chistes: Juancito se había suicidado pero nadie podía decir quién había cometido el suicidio… otros dijeron que sus últimas palabras habían sido: “No tiren, carajo!”.

Sería Héctor J. Cámpora -entonces titular de la Cámara de Diputados- el encargado de despedirlo, en virtud de la cercana amistad que los unía. Cámpora describió a Duarte como un “funcionario probo, sincero, honesto, que en su difícil, responsable y espectable función, demostró -repito-, acrisolada honestidad y extraordinaria capacidad”.

Acaso Cámpora no había interpretado el sentido de la hora. Él mismo perdería el favor oficial -pese a dispensar una infinita lealtad que bordeaba la obsecuencia- para ser reemplazado por Antonio J. Benítez.

Los funcionarios desplazados habían pertenecido al círculo de “protegidos” de Evita. Aunque Cámpora atribuyó su caída a la influencia del poderoso ministro de Asuntos Políticos Román Subiza. Al que describió como “el hombre más nefasto del peronismo”.

Una categoría que otros reservaban para el subsecretario de Prensa y Difusión, el eficaz pero sombrío Raúl Alejandro Apold. Quien incluso sería señalado como posible instigador de la suerte de “Juancito” por su biógrafa Silvia Mercado, en su obra “El inventor del peronismo” (2013).

De acuerdo con Luna, el aparato de difusión de Apold torpemente pretendió silenciar el escándalo convirtiéndose en el indirecto promotor de las versiones sobre el supuesto asesinato. El historiador reconoció que “los opositores ansiaban cargar una nueva factura en la cuenta de Perón, y entonces, ante la falta de información, se fue urdiendo espontáneamente la teoría del asesinato”. Al tiempo que admitió que aunque Perón podía ser frío, desapegado y hasta brutal con sus opositores, nunca mandó matar a nadie.

Lo cierto es que al igual que tantos otros casos irresueltos, el misterio de su muerte se extiende hasta nuestros días.

De aquel macabro episodio sólo queda el texto de una carta encontrada en su departamento. La que reza: “Mi querido general Perón: la maldad de algunos traidores de Perón, del pueblo trabajador... y los enemigos de la Patria, me han querido separar de usted; encomiados por saber lo mucho que me quiere y lo leal que le soy; para ello recurren a difamarme y lo consiguieron; me llenaron de vergüenza… He sido honesto y nadie podrá probar lo contrario… y digo una vez más que el hombre más grande que yo conocí es Perón…. Le pido que cuide de mi amada madre y de los míos…. Vine con Evita, me voy con ella, gritando viva Perón, viva la Patria y que Dios y su pueblo lo acompañen para siempre. Mi último abrazo para mi madre y para usted. Juan R. Duarte. Perdón por la letra. Perdón por todo”.

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