Empecemos por el repudio que corresponde. Está mal. No se le pega a la gente. A nadie. Y el dolor puede explicar, pero no justifica. Sergio Berni se acercó a una manifestación pública y, en respuesta, recibió golpes de puño, piedrazos, palazos e insultos. Lo repudio sin ambages. Que, además, el hombre sea el ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires sólo agrega gravedad institucional a un hecho, de por sí, muy serio.
Y lo que voy a decir ahora no es un “pero”. Nada de lo que voy a decir ahora, nada que nadie pudiera decir, justifica la violencia de la que fue víctima Berni. Pero, así como la muerte no transforma a la gente en buena, lo que le pasó no puede ni debe privarnos de poner en cuestión las peligrosas formas y sustancias que entrañan sus conductas públicas. Y, por añadidura, las de quienes se autoperciben progresistas con un ojo mientras le guiñan el otro al autoritarismo de un funcionario público que actúa, una y otra vez, como un patrón de estancia.
Se suele destacar que, a diferencia de la mayoría de los dirigentes, Berni “pone la cara”. Adonde sea que haya un problema vinculado con la seguridad, ahí está él. Baja del helicóptero en plan Rambo, de jean y remera deportiva, con la funda del celular atada al cinto, y pone orden. Si es necesario se lleva a los revoltosos, como aquel día de agosto de 2012 en que detuvo sin orden judicial a 68 manifestantes que habían cortado la Panamericana en reclamo de aumentos del plan Argentina Trabaja. Pone la cara. Escucha, impone la voz de mando, resuelve. La ley y el orden. Nananananananananana Berni, Berni, Berni.
Esta vez le salió mal, dicen quienes opinan en esa línea. Es decir, valoran su modo de conducción y consideran que en el episodio reciente de la General Paz y Ruta 3 sólo hubo un error de cálculo. Berni hace bien en manejarse de ese modo, dicen. Es un político que da respuestas concretas frente a los problemas de la sociedad, pero en esta pifió porque los ánimos están caldeados, porque la gente no aguanta más los hechos de inseguridad y porque una cosa es sacar de las pestañas a un par de piqueteros de la Panamericana (te van a aplaudir todos) y otra cosa es querer disolver una protesta de colectiveros a los que les mataron un compañero.
A mí esta mirada me resulta espeluznante. No creo para nada que Berni sea destacable como un dirigente que responde, que está cerca de la gente, que le pone una cara real a esta democracia representativa cada vez más lejana, frágil e ineficaz para atender a los intereses y necesidades de la ciudadanía. Para nada.
Creo, en cambio, que es un oportunista que selecciona con sumo cuidado los conflictos en los que aparece. No va a cualquier lado. Va a donde están las cámaras, a los hechos que toman estado público. Y, entre esos, solo a los que no afectan de manera directa sus propias responsabilidades. No lo vi a Berni, por ejemplo, acompañando a la familia del joven Facundo Astudillo Castro el 30 de abril de 2020 cuando, luego de cruzarse con efectivos de la fuerza policial que él conduce, desapareció en plena ruta de Bahía Blanca mientras iba a ver a su novia, y cuyo cadáver apareció cuatro meses después convertido en unos pocos huesos roídos en un cangrejal.
Creo también que, lejos de resolver las cuestiones de fondo que aquejan a la ciudadanía, el ministro busca producir golpes de efecto que disuelvan superficialmente la cuestión mientras el problema de origen se mantiene inalterable. Esto se observa una y otra vez. En la protesta de los colectiveros, por ejemplo, cuando la policía de la Ciudad logró sacar a Berni y los manifestantes se calmaron, fueron contestes en señalar las promesas incumplidas del ministro.
Cada vez que matan o hieren a un chofer de colectivo les prometen lo mismo y no lo cumplen: cabinas blindadas, cámaras de videovigilancia, botones de pánico. Ahora salió el gobierno bonaerense a decir que ya puso el dinero para las cámaras ($2.500 millones) y que las empresas de transporte no cumplieron. Ah, mirá qué bien. ¿Y de quién es la responsabilidad de controlar que los dineros públicos se utilicen como corresponde? ¿De Daniel Barrientos, el colectivero asesinado? ¿De sus compañeros? ¿Del Gran Bonete? ¿De quién?
Desde el punto de vista de la crisis del sistema democrático, no hay nada loable en “poner la cara” si no se resuelven los problemas de la gente. Claro que la democracia es valiosa más allá de los resultados que tenga la capacidad de producir. En esa erró Alfonsín, aunque, por cierto, tenía más que buenas razones para querer hacernos creer que con la democracia se come, se cura y se educa.
La democracia es el mejor procedimiento para tomar decisiones colectivas no por eso sino porque, como ideal, permite que estén representadas todas las voces y, además, los asuntos se resuelvan luego de una deliberación pública. Pero si su eficacia para generar resultados más o menos decentes es cada vez menor, si hay 40% de pobreza, 8% de indigencia y casi 6 millones de niños y niñas pobres (el 54,2% de los menores de 14 años de todo el país), si con la democracia no se come, no se cura, no se educa y ya casi no se vive, va a ser cada vez más difícil, como viene siendo en todo el mundo con el avance de los neo-fascismos, seguir sosteniéndola.
Creo, además, que Berni actúa con niveles de patoterismo y omnipotencia esencialmente incompatibles con la deliberación democrática y, en especial, con los cambios drásticos en el modo de tomar decisiones que exige la profundísima crisis de representación que vivimos. Como dije, lo valioso del procedimiento democrático es que se supone que están todas las voces. Pero ese es el ideal. En la realidad, como sabemos, no es cierto que estén todas. Muerta el ágora griega, lo que tenemos en las enormes sociedades modernas en que vivimos son representantes.
Esto es, de por sí, un problema. Es un déficit del sistema que lo aleja del ideal y, por lo tanto, de las razones que hacen valiosa a la democracia. Muchas reformas institucionales de los últimos 30 años vinieron a combatir esta cuestión. Pensemos en la iniciativa popular, las revocatorias de mandato, las audiencias públicas, los defensores del pueblo, etc. Pero, como también sabemos, la política real transformó estas herramientas en letra muerta. Argentina no tiene Defensor del Pueblo, por ejemplo, desde hace 14 años. Hay incluso un fallo de la Corte Suprema diciéndole al Congreso que lo designe y les importa tres rabanitos.
La crisis de representación es gigantesca. Por eso prende el discurso de Javier Milei contra los privilegios, la casta y la podredumbre dantesca de inmoralidad de la que se alimentan políticos y empresarios. Pero la visión antisistema es border en relación con la democracia, pues sólo viene a tirar todo abajo. No propone reformas estructurales para mejorarlo o algo para edificar en su lugar. Milei es un riesgo porque en las sociedades modernas no hay otra democracia que no sea la representativa.
Justamente por eso (porque la crítica contra la casta es acertada y porque, lamentablemente, no hay alternativa democrática que no implique representantes) es fundamental implementar mecanismos que ayuden a revertir el déficit de representación. Lo que necesitamos, y en forma realmente urgente, son decisiones colectivas de verdad, con participación y deliberación directa de la ciudadanía y atención a sus reclamos y necesidades, no seres iluminados o Rambos. Pero el patoterismo de Berni es todo menos esto.
Y creo, también y finalmente, que Berni se comporta de manera irresponsable y temeraria. Nos quiere hacer creer que juega solo, que cuando va en plan Robocop a una manifestación es re valiente porque pone el cuerpo. Pero, en realidad, también le hace poner el cuerpo a otros. En la protesta por el asesinato de Daniel Barrientos, su llegada sin custodia, su prepotencia y su insistencia en quedarse mientras era prácticamente arrastrado por la policía de la Ciudad que, siguiendo un lógico protocolo, buscaba proteger su vida e integridad física, puso en riesgo a todo el mundo. A los manifestantes, a la prensa y a los efectivos policiales.
Así que, horrible la violencia, pero progresismo y Rambo, asuntos separados.
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