Jesús había iniciado su misión en el peor momento. Justo cuando la agitación de galileos y hebreos por igual que procuraban sacarse de encima el yugo imperial se acrecentaba.
Los espías romanos se movían por toda Galilea y Judea, buscando autoproclamados mesías y conspiraciones.
Jesús era uno de los que preocupaban a Roma. No había pruebas de que abrigara ambiciones políticas, pero igual lo consideraban un potencial caudillo político.
La situación del gran predicador se agravó cuando los simpatizantes judíos empezaron a llamarlo “rey”. Había gente que se dirigía a él como mesías, hijo de Dios y rey de los judíos. Era ésta última denominación la más peligrosa, la que más lo comprometía. En determinado momento, lo de “rey de los judíos”, sumado a que arrastraba multitudes, lo colocó en peligro de que lo acusaran de ser una amenaza para el Imperio romano, y apresado.
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Las autoridades romanas estaban alertas. Creían que en cualquier momento podía producirse un estallido popular y la proclamación oficial de Jesús como “rey de los judíos”.
Se enviaron informes a Roma, sobre el tema. Según sus leyes, eso de “rey de los judíos” ameritaba que Jesús fuese acusado del delito de “menoscabo al imperio”.
“Todo el que se hace rey se enfrenta al César”, decían quienes lo acusaban de sedición. A decir verdad, Jesús nunca ni siquiera había insinuado ser rey de los judíos, algo que, por otra parte, no era posible. Él era de Galilea, no de Judea.
Igual, aquel título que él no se puso, sino que otros le pusieron, lo pusieron en serio peligro. Podía ser acusado oficialmente de conspirar contra Tiberio.
Los pliegos de los gobernantes judíos debían ser firmados por el César y confirmados por el Senado.
Los únicos gobernantes oficialmente reconocidos eran Poncio Pilato, en Judea, y Herodes, en Galilea y Perea. Cualquier otro que se proclamara rey cometía delito.
Para aventar las sospechas romanas, Jesús tenía extremo cuidado de sus declaraciones pública.
Ya se había estudiado un discurso suyo, que está en otros escritos, no en el mal llamado Nuevo Testamento. En ese discurso había expresado: “Está cerca el día en que seréis librados de la oscuridad. Os reuniréis de nuevo como una familia y vuestro enemigo, que ignora lo que es el favor de Dios, temblará de miedo”.
Algunos interpretaron que el término “oscuridad” era una palabra en clave que aludía a Roma, y que el “enemigo que temblará de miedo” era también Roma. Sin embargo, con sus palabras y su conducta, él demostraba no estar involucrado en ninguna actividad subversiva. Incluso, un día había recomendado dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Fue a partir de esa famosa recomendación que los zelotes empezaron a considerarlo cuadro enemigo. De modo que se encontró sin querer enfrentándose a dos adversarios: Roma y los temibles zelotes.
En la mira de Roma
La cuestión es que unos tres años después del inicio de sus actividades, el círculo empezó a cerrarse en torno suyo. Los zelotes, que habían depositado en él sus esperanzas para una rebelión, ya lo detestaban.
Caifás, presidente del Sanedrín y declarado enemigo suyo, hacía todo lo posible por hacerlo aparecer como un agitador listo para levantarse contra Roma.
Su principal enemigo era ese sacerdote judío y a la vez funcionario romano. El mismo Caifás enviaba informes falsos sobre él a las autoridades romanas e incluso pagaba testigos falsos para que dijeran cosas también falsas sobre él. Sus informes a la larga le causaron a Jesús más daño que la publicitada traición de Judas. Fue él quien logró que Roma terminara viéndolo como posible foco de una rebelión contra el Imperio.
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A Jesús lo acusaban de todo: de tener poderes demoníacos, de predicar dogmas subversivos, de incitar a la rebelión, de sublevar al pueblo, de alentar a no pagar impuestos. Lo más liviano que decían de él es que era “glotón, borracho y amigo de publicanos”.
A todo ello se sumaba que, en términos sociales, Jesús, como esenio que era, propiciaba un socialismo santo, sin esclavos y teológicamente abogaba por la eliminación de la idolatría, práctica a la que los romanos eran tan afectos.
En esos dos aspectos, el de los esclavos y el de la idolatría., era un opositor al esclavista e idólatra régimen imperial. Todo lo señalado se agravaba todavía más por su impresionante poder de convocatoria popular.
Era por su poder de convocatoria y por aquel título de “rey de los judíos”, que algunos imprudentemente le endilgaron, que Roma lo veía como alguien capaz de levantar a Judea y Galilea en su contra.
Al final, la cuestión Jesús llegó a Roma, y fue allí donde se resolvió suprimirlo.
Esto fue bien recibido por Pilato, porque así se acabarían los gastos que le ocasionaba vigilar al predicador y se pondría final al engorroso “caso Jesús”. Para cuando entró a Jerusalén, en medio de un consabido alboroto popular, ya estaba lista una orden de prisión contra él.
La recta final
El estruendoso arribo de Jesús a Jerusalén coincidió con la celebración pascual judía. Su presencia no tenía nada que ver con esa tradicional festividad. Sólo había venido a celebrar con sus doce colaboradores, en el lugar de reunión que tenían en el centro de la ciudad, la tradicional ceremonia esenia del pan y el vino.
Según el “Nuevo Testamento”, cuando entró a Jerusalén toda la ciudad se conmovió. Algunos despistados preguntaban quién era ese, y otros les respondían que era “Jesús, el profeta de Nazaret en Galilea”. Lo de “profeta de Nazaret en Galilea” no podía ser, porque en ese entonces no existía ni en Galilea ni en ningún otro lado pueblo alguno llamado Nazaret.
La pintoresca historia de la entrada triunfal a esa ciudad fue inventada siglos después. Sus inventores se basaron en dos párrafos de los libros de Isaías y de Zacarías.
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La “profecía” de Isaías (62: 11) expresaba: “Esto es lo que el Señor hace oír hasta el extremo de la tierra: “Digan a la hija de Sión: ahí llega tu Salvador, el premio de su victoria lo acompaña y su recompensa lo precede”.
El de Zacarías (9: 9-10) decía: “¡Alégrate mucho, hija de Sión!. ¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén!. Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de una asna. Él suprimirá los carros de Efraím y los caballos de Jerusalén, el arco de guerra será suprimido y proclamará la paz a las naciones. Su dominio se extenderá de un mar hasta el otro, y desde el Río hasta los confines de la tierra”.
Sí es rigurosamente cierto lo siguiente: su entrada a Jerusalén terminó causándole graves consecuencias. Se había metido en el territorio de su más enconado enemigo; estaba metido en la boca del lobo. A las pocas horas, Caifás intentó levantar a sus seguidores y mantenidos contra él.
Eso al final fue desestimado porque apresarlo a la vista del público sería un escándalo que le produciría a Jerusalén, en esos días rebosante de peregrinos, fuertes pérdidas económicas.
Otra idea, la de contratar sicarios para matarlo, también se descartó. Un crimen cometido a instancia de unos pocos podría recaer sobre los judíos en general.
Caifás y algún otro jerarca religioso finalmente llegaron a la conclusión de que no había necesidad de que fuesen ellos los encargados de suprimir al polémico predicador. Optaron por dejar que el trabajo de sacarlo del medio lo hicieran los romanos, quienes sí tenían los resortes legales para juzgarlo y condenarlo a muerte.
Los oficiales romanos comisionados para apresarlo decidieron esperar un momento propicio para actuar. Un momento discreto, y lejos de toda mirada popular. Bien sabían que, si lo tomaban prisionero en medio de la multitud que siempre lo rodeaba, la misma podría reaccionar violentamente, habría que reprimir también violentamente, y habría muertos, heridos, y escándalo de indeseables consecuencias. De tales consecuencias, ni su enemigo Caifás ni los romanos querían responsabilizarse.
Optaron por esperar un momento propicio en que no estuviera rodeado de gente. Entre los discípulos de Jesús había uno que les avisaría cuál sería ese momento propicio.
*(El autor escribió el libro El Jesús de la Historia)
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