Ella dijo: “Nosotros somos la generación del Pacto de Olivos. Por eso creemos que todo se arregla en una mesa de café. A veces no alcanza, a veces no se puede, a veces no es todo lo mismo. Muchas veces los caminos son distintos”. Una reflexión profunda, con contenido político pero también psicológico de época. Este razonamiento invita (a algunos los obliga) a hacer un recorrido para poder llegar a una conclusión, ficticia, pero casi matemática del futuro.
Tras la caída en Alemania del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría, en el mundo se había impuesto como sistema ordenador de vida el neocapitalismo. El mundo dividido en dos sistemas económicos, políticos, sociales y culturales había concluido luego de 45 años de conflictos. Un mundo devastado por las guerras intentaba surgir.
Para llegar a esta “normalidad” necesaria para el funcionamiento del neoliberalismo, varios actores y sectores trabajaron en conjunto. Los medios de comunicación fueron un elemento importante y, en este sentido, fue clave la participación de la radio del Vaticano. Con la conducción del Papa Juan Pablo II esta emisora cumplió un rol evangelizador para el sistema que necesitaba ordenar el mundo y eliminar cualquier recuerdo de un Estado presente. Era el único que podía transmitir detrás del telón de acero durante aquellos años. Su mensaje era distribuido en varios idiomas y fomentaba la insatisfacción y el descontento sobre los regímenes comunistas de aquella región. Cumplió una función estratégica para el capitalismo.
En Argentina, en Latinoamérica en general, la metodología fue la implementación del Plan Cóndor y con ello el exterminio de cualquiera que pensara distinto. Al igual que en el resto del mundo el diálogo estaba anulado. El método de dominación era la violencia y la coerción. Sobre esto se refirió la vicepresidenta de la Nación, Cristina Kirchner, durante el encuentro internacional realizado por Grupo de Puebla bajo la consigna “Voluntad popular y democracia”, en el marco del III Foro Mundial de Derechos Humanos. Allí, señaló que “durante la doctrina de Seguridad Nacional, cuando el mundo se dividía entre Occidente Este y Oeste, las Fuerzas Armadas cumplieron en toda la región el rol de interrupción de los procesos populares”.
Y así se puso en marcha la implementación de la nueva etapa del capitalismo, el cual se caracterizaba por una serie de planteos que tienen su común denominador en el hecho de que el libre mercado es capaz de asegurar la perfecta asignación de recursos económicos, así como de generar crecimiento.
Enumeremos algunos. Primero, el mercado se rige por la ley de la oferta y la demanda. Por lo tanto, y considerando lo dicho anteriormente respecto a la eficiencia en el uso de dichos recursos, no es necesario que el Estado intervenga en la economía, lo que a juicio de los economistas liberales, generaría perturbaciones.
Segundo, el Estado debe reducirse a su mínima expresión, asegurando la no intervención en la producción de bienes, y limitándose a cumplir su papel como vigilante de que se respeten las leyes y normas.
Tercero, debe existir una libertad de capitales total, mediante la liberalización del comercio exterior, sin que pueda haber medidas proteccionistas, que consideran contraproducentes para equilibrar la balanza de pagos.
Y por último, el sector público es considerado ineficiente, un obstáculo para el progreso y el crecimiento económico. De ahí a que se abogue por la privatización de las empresas públicas, alegando que el Estado puede ser una traba a la hora de la gestión e impedir el desarrollo productivo. Por tanto, la hegemonía y el papel central en la economía lo tiene el sector privado.
Todo esto nos suena familiar porque pasó en la Argentina al igual que en el resto del mundo. En los 90, el gobierno de Carlos Menem usó estos cuatro puntos como doctrina y diseñó una estrategia que se amoldara a los cambios de época. Se privatizó Aerolíneas Argentinas, se vendió YPF, Aguas Argentinas, Ferrocarriles Argentinos, Astilleros y fábricas navales, Gas del Estado, Entel, y así podríamos continuar.
Esto fue acompañado por una política de la ostentación e impunidad de poder que era consecuente con lo que sucedió en otros lados. Mientras en Estados Unidos, Paula Jones daba el puntapié inicial para desenmascarar a Bill Clinton como un depredador sexual, acá el presidente paseaba en Ferrari y se fotografiaba con músicos internacionales y modelos.
El diálogo y la diplomacia marcaron el rumbo de este tiempo que fue el más próspero desde el comienzo del sistema capitalista, sobretodo porque no había ningún enemigo que pusiera en riesgo lo ganado. Duró poco. A finales de los 90 había que avanzar sobre Medio Oriente de forma definitiva. El oro negro era un comoditie estratégico y limitado. La población mundial crecía, con ella el propio consumo que el capitalismo alentaba y existían recursos en donde la seguridad jurídica no tenía que ser un obstáculo al crecimiento del primer mundo.
La caída de las torres gemelas en 2001 fue la excusa para el inicio de una nueva etapa. Las mesas de consensos se cierran y pasa a predominar la intolerancia al otro. El homónimo en nuestro país fue el fracaso estrepitoso de un gobierno que dejó una sociedad sin trabajo, con hambre, y con muertos a mano del Estado.
Thomas Piketty, un economista francés conocido por sus trabajos sobre la distribución de la riqueza y la desigualdad económica, sostuvo que, mientras EE.UU concentraba su mirada en Oriente, la economía latinoamericana en los 2000, pudo desarrollarse y expandirse. Este crecimiento se debió en parte a factores externos, como la alta demanda de materias primas por parte de China, pero también a políticas económicas implementadas por los gobiernos de la región, como el aumento del gasto público y la inversión en infraestructura.
Piketty ha analizado el impacto de este crecimiento en la distribución de la riqueza en la región, y ha señalado que si bien hubo una reducción de la pobreza y la desigualdad en algunos países, en otros la concentración de la riqueza se mantuvo o incluso aumentó. También ha argumentado que para lograr un desarrollo sostenible y equitativo en la región, es necesario implementar medidas fiscales y redistributivas que permitan financiar políticas sociales y reducir la brecha entre ricos y pobres.
Este camino se inició durante el gobierno de Néstor Kirchner y Cristina Fernández con la aplicación de políticas como la asignación universal por hijo, el acceso a una vivienda con el plan PROCREAR, la posibilidad de que aquellos con mayores dificultades económicas puedan acceder a herramientas tecnológicas como una computadora y así igualarse frente a la modernidad, el acceso a la jubilación para amas de casa. La radiografía fiscal de aquellos años era prolija. Equilibrio fiscal, sin deudas, crecimiento sostenido del empleo, salarios superiores a los bajos índices de inflación y confianza del sector privado.
Mientras todo esto sucedía, Internet se volvió una necesidad. Con esta evolución surge una nueva etapa: el capitalismo digital. Sin embargo, el quiebre de la burbuja inmobiliaria y el golpe duro que había recibido el sistema financiero, el aliado más potente que tenía el ciberespacio, dejó todo atado con alambre. Tan así que a ocho años de la caída de Lehman Brothers, el Brexit y la elección de Donald Trump provocan una herida de muerte a esta nueva etapa del capital.
Todo se aceleró. A tal punto que un brote epidémico como el que comenzó en noviembre de 2019 en China, apenas cuatro meses después era mundial. Mientras esto sucedía, nos necesitaban solidarios pero a su vez aislados, y en ese marco, surgió una aplicación en el mismo país asiático (tiktok), que permitió que los ciudadanos en todo el planeta puedan explorarse, pero sobretodo exponerse ante los desconocidos. El sumun objetivo del capitalismo logrado en tiempo récord: ya no hay fronteras. Ya no quedan.
La incertidumbre de la falta de límites, en lo que respecta al aspecto convencional y territorial del concepto, pone en jaque quien tiene el control. Y hay que volver a barajar porque los problemas de este mundo no son los que se tenían antes del COVID 19 y hay premura por discutirlos. Los pueblos quieren soluciones inmediatas, con la velocidad que encuentran lo que buscan al usar el celular.
En este contexto de caos no hay diálogo. En un mundo de guerras como el actual, la palabra se anula. El capitalista digital está en terapia intensiva. Sus aliados desprestigiados. Le queda crear fenómenos del marketing político, social y cultural que se ajusten al on demand de la gente. Que sean los vehículos que les permitan penetrar en la fibra emocional exacta que les devuelva el control.
Los que mejor pueden llevar adelante esta tarea son dos prototipos de políticos. Uno, los que son producto del marketing mediático, creados por el propio capitalismo digital y sustentados sólo en ese espacio tiempo creado por las redes. Efímeros jugadores si se quisiera. Y (estos son los que permitirán la victoria) aquellos que conocen las circunstancias hostiles, los que tienen oficio. Estos son los que cuentan con el bagaje histórico para entender la circunstancia y la psicología de los pueblos.
Y en esta necesidad del sistema de sobrevivir una vez más, la generación del Pacto de Olivos es expulsada por insípida. Se necesitan gladiadores que conozcan, letrados en el arte de la guerra de Sun Tzun. Profesionales de la política que sepan que no todo es lo mismo y que las comunidades puedan tipificar, les tengan confianza y esperanza. Es un mundo en guerra, donde se discute mucho más que un gasoducto. Atravesamos una remake de aquellos tiempos de Guerra Fría y los más jóvenes para este contexto son los de la generación asesinada y mutilada de los ‘70, por fisonomía histórica y por comprensión semiótica del porvenir. En el mundo pasó, ¿por qué pensamos que acá no?
“Juega por más de lo que puedes permitir perder, entonces entenderás el juego”, Winston Churchill.
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