Feminista en falta: abuso o consentimiento, la fina línea entre la búsqueda de justicia y la caza de brujas

Empatizar con las víctimas y querer que tengan algún tipo de reparación no puede despertar una guerra contra todo lo que rompa con la heteronorma y el binarismo sexual. Desde los prejuicios que reafirman las creencias del lobby de la “familia tradicional”, la conversación sólo puede volverse más chata y circular, igual que desde las afirmaciones torpes que ven violencia de género donde no la hay

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Jey Mammon en el video en que rompió el silencio. "No violé, no abusé y no drogué a nadie", dijo
Jey Mammon en el video en que rompió el silencio. "No violé, no abusé y no drogué a nadie", dijo

En The Morning Show, la serie producida y protagonizada por Jennifer Aniston y Reese Witherspoon que este año estrenará su tercera temporada por Apple, hay un personaje que queda acorralado por un hecho que no entiende, un hecho apenas retórico que lo pone al nivel de un depredador sexual cancelado y lo hace temer su propia cancelación.

Yanko Flores (Nestor Carbonell) es el presentador del tiempo en el noticiero del que acaban de echar al conductor estrella en medio de acusaciones monstruosas y también incomprensibles para él: durante años usó su poder y su cargo para abusar de mujeres a las que descartaba, ante un entorno que aprobaba y celebraba sus conductas. Yanko es un cincuentón de origen cubano y, aunque deplora la corrección política que se impone en el canal (“No me voy a arrodillar en público ante el altar de su progresismo de mierda”, dice cuando la jefa de noticias gen z lo manda a reflexionar ante la audiencia), está lejos de ser un abusador. Al revés, es un buen alumno, o eso intenta.

La verdad es que es un macho de antes, capaz de defender a las piñas a una productora asiática a la que acusan en la calle de “traer el virus chino” aunque sea la misma que lo hostiga por dinosaurio en el estudio. Yanko es un hombre que intenta ajustarse a los nuevos mandatos por su propia supervivencia y en eso está cuando fuerza su amor por una comunidad nativa vistiéndose con sus ropas típicas y saludando en su lengua.

Es ahí cuando comienzan sus problemas en las redes, donde es acusado de “apropiación cultural”, y aunque pide disculpas demasiadas veces, ni siquiera sabe por qué debe hacerlo y termina enfrentando consecuencias reales por usar una frase que nunca pensó que ofendería a alguien. Como inmigrante que se hizo de abajo, la suya no es una minoría menos postergada que otras, pero pertenece a una generación que se crió convencida de que era mejor parecerse a la mayoría que apoyarse en sus diferencias identitarias (esas que llevan a una actriz a levantar su Oscar y decir que el hecho de que ella lo gane es un avance histórico, como si junto a la necesidad de encajar hubiésemos perdido el pudor). Para Yanko siempre se trató de quedar bien, de decir lo correcto para salvarse pareciendo lo que no es –sobreadaptado antes, respetuoso de las minorías ahora–, aunque el resultado sea el opuesto al que persigue.

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Jennifer Aniston y Reese Witherspoon en The Morning Show APPLETV+
Jennifer Aniston y Reese Witherspoon en The Morning Show APPLETV+

Cuando la semana pasada un cronista varón le dijo en vivo a un padre que evitó el secuestro de su hija golpeando a su agresora que había protagonizado “un hecho de violencia de género”, pensé en Yanko Flores. En lo poco que sirvieron los cursos obligatorios de perspectiva de género y la insistencia con la aplicación de la Ley Micaela en el ámbito público. En que al final del día son muchos, demasiados –y también demasiadas– los que sólo se comprometieron con aprender de memoria alguna frase del manual sin profundizar en lo más mínimo y repiten eso como loros, apenas para salvarse, para mostrar que están del lado de los buenos.

Ninguna persona especializada en género consideraría que evitar el arrebato de un menor –¡de una hija!– pegándole a la mujer que trató de llevársela es violencia machista (porque el golpe no se produjo por el sólo hecho de que sea mujer, sino que fue defensivo y la reacción hubiera sido la misma si el agresor era hombre o alienígena), pero el hecho dio lugar a dos cosas: una lluvia de críticas en las redes y también de señalamientos contra –¿cuándo no?– los feminismos y la llamada “ideología de género”, un paraguas cada vez más usado por la derecha reaccionaria para mentir descaradamente sobre todo lo que no cabe en la estructura binaria con la que miran el mundo.

Si cae una banda de pedófilos, si asesinan a un niño o si un cronista varón busca sonar moderno y confunde un término, para ellos la culpa es de la “ideología de género” y eso cae perfecto para reafirmar lo que piensan. La culpa es de las mujeres –o de las feministas–, como indica el reciente informe del equipo latinoamericano de Justicia y Género (ELA), que asegura que la creciente violencia simbólica y psicológica por razones de género amedrenta e impide su desarrollo político.

Tengo una salvedad frente a esto y es que si todo es violencia machista, nada lo es. Quiero poder seguir discutiendo con colegas hombres sin que ninguno baje el tono más de lo que lo haría con un varón. La exigencia esta semana de que las feministas defendieran a la periodista Cristina Pérez ante el ataque que vivió durante una entrevista con el dirigente social Juan Grabois fue menospreciar su capacidad de defenderse sola, algo que ella hizo muy bien. Grabois es violento, en general, pero no la agredió por su condición de género, y suponer que una profesional de la trayectoria de Pérez necesita respaldo de algún colectivo ante un entrevistado patotero es por lo menos infantilizarla.

Cristina Pérez y Juan Grabois, que la atacó con duros insultos mientras era entrevistado por la periodista
Cristina Pérez y Juan Grabois, que la atacó con duros insultos mientras era entrevistado por la periodista

Ambas situaciones, la del cronista que acusa veladamente al padre que salvó a su hija de violento y el de las hordas que reclaman que los feminismos se pronuncien por la supuesta violencia machista que sufrió la conductora del noticiero de Telefe, son el tipo de confusiones que están volviendo a la conversación sobre género cada vez más chata y circular, un asunto imposible de tratar y mucho más de resolver. Una marea de prejuicios dándose de lleno contra conceptos extendidos con tanta liviandad que ya nadie sabe de qué habla ni para qué.

Es parte del planteo de Consentimiento, la obra de la inglesa Nina Raine que se estrenó en el Maipo la semana pasada con la pretensión (quizá exagerada) de poner en escena todos los grandes temas de la agenda de género: desde las violaciones y las “malas víctimas” a la misoginia del sistema judicial. Vi la obra sentada al lado de una señora que en cuanto se apagó la luz se puso cantidades industriales de Oleo 31 de Just en el cuello, las orejas, las manos y las muñecas. En el proscenio, el grupo de amigos creado por Raine comenzaba a discutir los alcances de las relaciones consentidas, y junto a mi butaca una mujer me obligaba a respirar el aire pesado y hippie de la menta, el pino y el ginseng. Pasa en el teatro, pasa en la vida, pensé.

Consentimiento es demasiado larga y toca demasiados temas, por lo que algunos sólo llegan a enunciarse y dejan el mismo sabor liviano de una reflexión de Yanko Flores o del cronista de TN. Pero invita a discutir cuestiones no saldadas, como la moda de autopercibirnos empáticos, pero ser incapaces de ponernos en el lugar del otro más que por puro sadismo.

Es una buena semana para ver la obra de Raine –que vino a Buenos Aires para la première– porque tanto la causa de los abusos sexuales de menores por la que está preso el ex Gran Hermano Marcelo Corazza como el debate en torno a la difusión de otra causa ya cerrada contra el conductor Jey Mammon tienen que ver con la palabra que le da el título. Al hoy productor suspendido en “el canal de la familia” se lo acusa –junto a otros tres hombres– de “reclutar menores y mayores de edad en situación de vulnerabilidad, con el fin de someterlos a la práctica de relaciones sexuales y explotación sexual sin su consentimiento, ya fuere por intercambio de dinero o por satisfacción personal o de terceros”.

La causa es un asco por donde se la mire, y las declaraciones dan escalofríos. Creo que si nadie las pone en duda es por cómo trata el patriarcado a los chicos violados. Si se atreven a denunciar lo que vivieron y pasar por todo el calvario habitual más un señalamiento siempre sádico, difícilmente mientan.

En el caso de Jey Mammon, la denuncia original de Lucas Benvenuto relata abusos sufridos desde sus 14 años. En su descargo en redes, el conductor también apartado de Telefe pese a que la causa era pública hace años y está cerrada desde marzo de 2021, dice que, cuando lo conoció, Lucas tenía 16 años y no 14 como asegura, algo así como que era un adolescente, pero no tanto. Ese no tanto, esa diferencia mínima, marca el límite de las relaciones consentidas. La ley dice que hasta esa edad siempre hay aprovechamiento de la inmadurez de los menores, es decir, que no hay forma de que un menor consienta tener sexo con un adulto que lo dobla en edad y poder. Y menos si ese menor es de por sí vulnerable por su historia y su contexto.

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Marcelo Corazza y Jey Mammon
Marcelo Corazza y Jey Mammon

Pero claro, lo que hoy nos hace ruido, quince años atrás era tolerado a veces sin mayores cuestionamientos. Si aún hoy hay quienes sostienen que “es un asunto privado”, que “fue una calentura del momento”, o que “si estaban en pareja, no puede ser abuso”, está bastante claro por qué Jey Mammon no ocultó la relación en su momento: caminaba de la mano por la calle con quien consideraba su novio, dice él mismo. Que no se malentienda, la pedofilia siempre estuvo mal, pero evidentemente (y por fortuna para todos los que padecimos abusos en nuestra infancia) la mirada social sobre el tema cambió, y todavía está cambiando.

Tal vez ahora nos apuramos a cancelar a Jey –un tipo que hasta acá era querible, pero, ¿qué vamos a hacer, si los abusadores no vienen con una marca distintiva en la frente?– porque es la forma más simple de tramitar un indulto colectivo y tácito para una sociedad que debería sentirse culpable porque, pese a conocer la acusación hace años, hasta acá eligió ignorarla como a tantas otras. Me recuerda al caso de Woody Allen: una denuncia conocida por décadas que de pronto tomó otro status mediático y moral porque cambiaron los tiempos.

Ahora corremos a reprobar moralmente lo que se saldó legalmente para bien o para mal, pero el problema con las acusaciones morales es que hay que estar muy seguro de la propia superioridad para tirar la primera piedra. También que se reproducen tan rápido como el odio en las redes. Empatizar con las víctimas y querer que finalmente tengan algún tipo de reparación no puede despertar una cacería de brujas contra todo lo que rompa contra la heteronorma y el binarismo sexual.

De nuevo, desde los prejuicios que reafirman creencias tan caras al lobby de la familia tradicional –”todas las lesbianas son asesinas”, “todos los putos son pedófilos”– la conversación sólo puede volverse más chata y circular, igual que desde las afirmaciones torpes que ven violencia de género donde no la hay. No es un lobby distinto del que dice “Con mis hijos, no” y se opone a la educación sexual integral, una herramienta clave contra el abuso en la infancia, como señaló muy bien por estos días el periodista especializado en diversidades Franco Torchia. Al final son sólo palabras para nombrar lo irreversible, palabras pesadas como consentimiento, empatía, sadismo, o violencia machista, que, si encima se usan mal, no dejan ninguna posibilidad de avanzar. Al final Alejandra Pizarnik siempre tuvo razón: tal vez las palabras sean lo único que existe. Tratemos de darles, por lo menos, el significado que realmente tienen.

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