El futuro, víctima principal del gobierno

Haber gobernado dieciséis de los últimos veinte años no parece ser suficiente para asumir responsabilidades y actuar con sensatez

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REUTERS/Tomas Cuesta
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El tiempo y la historia son componentes esenciales de la argumentación política. Definen los acontecimientos que se destacan, se apropian y se excluyen del discurso. Dividen etapas y sirven como trampolines para eludir acusaciones y dirigirlas hacia los adversarios.

La utilización caprichosa de la historia es un factor determinante en el relato kirchnerista. Las declaraciones de los últimos días de la vicepresidenta, sobre que el estado democrático constitucional en Argentina nació en 2003, tienen que ser interpretadas en un contexto más amplio para comprender, en toda su dimensión, qué piensa del país una dirigente que razona de esa manera.

En primer lugar, no se trata de un hecho aislado. Muchos de nosotros tenemos muy presente el discurso de Néstor Kirchner en 2004, cuando en la ex ESMA lanzó la frase “…vengo a pedir perdón de parte del Estado Nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia tantas atrocidades”. Una mentira flagrante por donde se la mire.

El ex presidente Néstor Kirchner, en el 2004, durante el recordado acto realizado en la ex ESMA
El ex presidente Néstor Kirchner, en el 2004, durante el recordado acto realizado en la ex ESMA

El absurdo se completa cuando ponemos todos los ingredientes sobre la mesa. Al mismo tiempo que Cristina Kirchner se atribuye un papel fundacional en la democracia —imposible de sostener desde los hechos— es protagonista excluyente de una gestión cuyas máximas aspiraciones pasan por llegar a diciembre.

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¿Qué puede entender de la realidad argentina una vicepresidenta que oficia de panelista opositora de su propio gobierno y que desconoce el afianzamiento de la democracia, de la paz social, y la ampliación de derechos de la década del ochenta?

Además de la lógica indignación que generan estas palabras, cuando miramos para atrás y vemos todo el camino recorrido para llegar a cuarenta años de institucionalidad democrática ininterrumpida, pienso que el mayor problema lo tenemos hacia adelante.

El Frente de Todos, partido de gobierno y una de las principales fuerzas políticas del país, es alérgico al futuro. Está atrapado en una burbuja que construyó retóricamente en los años de bonanza, de la que no da señales de querer (¿o de poder?) salir.

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A nueve meses de dejar el poder, en cada acto y aparición mediática, los principales funcionarios continúan endosándole a la gestión de Cambiemos todos los males de la Argentina. Las causas en las que son investigados (por corrupción, ni más ni menos) son distorsionadas y presentadas como persecuciones por todo lo bueno que hicieron.

Haber gobernado dieciséis de los últimos veinte años no parece ser suficiente para asumir responsabilidades y actuar con sensatez. Tampoco para estimular alguna dosis de autocrítica en torno a las oportunidades desaprovechadas en los años de los superávits gemelos.

Aquí hay una lección de enorme importancia para Juntos por el Cambio. Conforme avanza el año, las dificultades macroeconómicas se agudizan, producto de una gestión que jamás logró transmitir señales mínimas de estabilidad, postergó a los sectores más competitivos y subestimó la espiral inflacionaria. El estado de la Argentina es crítico, y como siempre marco, las responsabilidades de los que se preparan gobernar se multiplican.

No es conveniente esperar a las PASO para decidir el perfil, la estrategia y el programa de la oferta opositora. Es un error asimilar la definición de los candidatos con el ordenamiento general de la coalición. La habitual danza de nombres tiene que darse sobre un escenario de certezas.

En otras palabras, no podemos darnos el lujo de ofrecerle a la sociedad una novela superpoblada de protagonistas y escasa de argumentos. Tenemos la visión transformadora, y los proyectos y los equipos para llevarla adelante; es imprescindible mejorar la comunicación y rever las prioridades para demostrar que estamos unidos y plenamente conscientes del momento que atravesamos.

La deuda más grande que tiene el país no se expresa en dólares ni en pesos. Es una deuda de futuro. Está en la recta final un gobierno que es víctima de su propio relato e incapaz de proyectar hacia adelante. Allí hay un espacio vacante que deben ocupar quienes, lejos de concentrarnos en mirar para atrás y tergiversar la historia, estamos obsesionados con los próximos diez, veinte y cincuenta años de la Argentina.

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