La ley argentina sobre abuso sexual cambió. Ni de casualidad, ni por inercia. La ley se modificó porque el reloj no puede correr contra las víctimas para que se acabe el tiempo de denunciar y llegue pronto el tiempo de la impunidad. Se sabe que es un delito que tarda en procesarse y que tarda aun más la decisión de hablar, denunciar y afrontar un proceso judicial. Ahora los abusos sexuales son imprescriptibles. Pero la ley funciona para adelante y no para atrás y los delitos anteriores a las reformas quedaron atrapados en los esquemas perimidos de fecha de vencimiento de causas judiciales.
El caso de Lucas Benvenuto, que denunció a Jey Mammon, reactivó los cuestionamientos por los límites legales a las denuncias de abuso, ya que Lucas fue a los tribunales en el 2020 y, en marzo del 2021, Mammon fue sobreseído por el magistrado Walter Candela que consideró que estaba prescripto el abuso sexual presuntamente ocurrido en 2006 cuando él tenía 14 años y el conductor 32 años.
El abogado de Lucas, Javier Moral, cree que la justicia podría haber tomado otra determinación si hubiera ampliado la perspectiva. “Yo hubiera entendido que la pena podría haber sido superior a 16 años -hasta 20- y quizás, en ese caso, podría no haber estado prescripta”, detalla.
El almanaque se vuelve un enemigo de la frase emblemática del #MeToo #ElTiempoEsAhora que entiende que la conciencia social sobre los daños del abuso sexual generaron condiciones para poder denunciar, a partir del 2018, lo que antes parecía naturalizado o que debía ser silenciado. La justicia consideró que Lucas tenía solo 12 años para denunciar un vínculo en el que era menor de edad y que ese plazo llegaba hasta el 2018 y no hasta el 2020. Los tiempos cambian también para aceptar el avance de la palabra o para frenarla.
Sin embargo, desde hace tiempo que se reclama que todos los abusos sexuales sean imprescriptibles. Hay una campaña nacional para reclamar que la justicia no ponga barreras a quienes se animan a denunciar y, a través de change.org, Thelma Fardin juntó casi 90.000 firmas para que los delitos de abuso sexual no prescriban, con la convocatoria: “Todas las víctimas tienen derecho al tiempo”. La actriz está dispuesta a reactivar el reclamo para que las normas se adapten no solo a los nuevos tiempos sino que no se condene a las víctimas a que los plazos las envuelvan en el silencio y, en muchos casos, en la impotencia por no poder encontrar reparación para el dolor.
Thelma Fardin resalta: “La Corte establece que las víctimas de abuso sexual tardamos entre 8 y 9 años en hablar, mucho más si éramos menores porque, en ese momento, no tenés las herramientas madurativas ni de comprensión para dimensionar la violencia sufrida y lograr ponerla en palabras. Lo que reconoce la justicia es respecto a la posibilidad de hablar, que no es lo mismo que tomar coraje para enfrentarse al sistema judicial. Denunciar es aún más difícil. Esto colisiona con el propio Código Penal respecto del tiempo que se les concede a las víctimas de abuso sexual para radicar su denuncia. No podemos esperar que un niño o adolescente interponga una denuncia que evite la prescripción si les decimos que tienen un periodo de tiempo para hacerlo”.
Ella es enfática en querer ampliar la posibilidad de hablar, pero sin una perspectiva punitivista que ponga el centro de la reparación en la pena. En cambio, para ella el objetivo central es el valor de la verdad y de la posibilidad de hablar. Por eso, sostiene que el respeto a la Constitución, el derecho a la defensa y la seguridad jurídica deben garantizarse. “Hay que respetar los derechos constitucionales de quienes sean denunciados, pero quitándoles la posibilidad de callarnos para siempre por miedo a que nos enjuicien”, resalta Fardin.
Subraya: “La justicia impone que para tratar estos casos debe usarse la ley más benigna a la hora de enjuiciar al acusado, eso se tiene que respetar pero sin volverlo un laberinto que conduzca al silencio y la impunidad”. Y se pregunta: “¿Cúales son los puntos en los que podemos garantizar derechos reales para las víctimas?”. Por eso, apunta: “Hablar, fuera de los tiempos que la justicia impone genera la trampa mortal en la que muchos casos se ven envueltos. Si denunciás solo públicamente, es el abusador quien puede denunciarte a vos por calumnias e injurias o por daños y perjuicios. La justicia penal y la justicia civil se vuelven herramientas para silenciarnos”.
Por eso su propuesta es clara: parar el reloj de arena que titila como una bomba en el corazón de personas que necesitan sanar heridas, encontrar reparación y quitarse el bozal de la boca para poder ejercer el derecho a la palabra y acceder a la justicia. Y esto, sin que la justicia sea un arma de doble filo en donde se le cierran las puertas, pero en el giro perverso se les abren a los agresores para enjuiciar a quienes no los pueden denunciar. Y también hablar sin el miedo a ser denunciados y enfrentar un proceso civil o penal, un costo económico, una revictimización segura y una vida entrampada entre el dolor y el doble de dolor.
“Debemos permitir que los delitos de abuso sexual no prescriban hasta que logremos modificar la estadística del tiempo que una víctima demora en poder contarlo”, afirma la actriz y activista contra la violencia sexual. Si los abusos ya no son un estigma contra quien los padece y pueden ser relatados con mayor rapidez se podría modificar los tiempos de prescripción de la acción penal. “Si avanzamos como sociedad esos tiempos se reducirán porque no estigmatizaremos a quienes hablan, porque le daremos valor a su palabra, en un delito que sucede siempre sin testigos”, enmarca.
En su propuesta amplia la necesidad de beneficiarse con la ley más benigna y que las normas no puedan ser retroactivas. ¿Hay una salida que no genere sentencias sacadas de la galera y que no enmudezca a quienes necesitan hablar? Los derechos de las víctimas no pueden ir en desmedro de los derechos humanos, el derecho a la defensa y los principios constitucionales. Por eso, quiere frenar la prescripción. Pero sin frenar las garantías de los acusados ni las normas básicas. La proyección que garantiza el derecho a un juicio justo y a romper el silencio para las víctimas son los juicios por la verdad, que no derivarían en sentencias que lleven a la cárcel, pero que sí dejarían a las víctimas con la posibilidad de hablar (sin ser denunciadas o descalificadas) y con un respaldo simbólico y judicial. La experiencia del camino de los derechos humanos en Argentina, una vez más, puede generar efectos sociales reparadores.
En este sentido, Thelma Fardin explica: “Se abre un paréntesis interesante con los juicios por la verdad igualando la violencia sexual con los delitos de lesa humanidad contemplando el daño sobre las víctimas. Está comprobado que los traumas por tortura, exposición a la muerte y violencia sexual generan las mismas secuelas, heridas y mecanismos en los cuerpos de los seres humanos. Por eso, si igualamos la violencia sexual a los delitos de lesa humanidad podemos construir un sistema de justicia realmente reparador y no un arma de más violencia contra las víctimas”.
Otra llaga abierta del modus operandi de quienes buscan descalificar sistemáticamente (no caso por caso, con pruebas y pericias válidas, en la singularidad de cada juicio, que debe ser evaluado en sus condiciones particulares y sin que todas las denuncias sean igualadas sin ser juzgadas y probadas con modos válidos de comprobación, escucha y evaluación) es que el pasado aparece utilizado como una espada que se clava en contra de quién ya tenía heridas, un talón de Aquiles de quien camina con la piel escamada o de chicos y chicas que no tuvieron la protección suficiente y que eso parece ser usado, en vez de en su defensa, en su contra.
Si una persona es asaltada en la calle a los 14 años y vuelve a ser robada en su casa a los 30 y el ladrón va a juicio no se le ocurriría ni a él ni a sus defensores decir que fabuló el robo porque tiene el trauma de un asalto anterior. Es tan ilógico que no sucede. Pero si una chica es abusada a los 12 o vive situaciones familiares en las que existen a su alrededor violencia machista se intenta descalificar (sí, sucede) su relato con el argumento que la herida anterior fomenta la imaginación para inventar un abuso posterior que, según el acusado, es inexistente.
Hasta hace poco tiempo se decía que una víctima de violación ya estaba muerta en vida, que no tenía esperanzas, que estaba arruinada, que no iba a poder disfrutar de su sexualidad o que el miedo las iba a acorralar en un callejón sin salidas y que la negación era la fórmula para hacer como si nada hubiera pasado. En realidad, la negación era el peor de los caminos. Pero ni el abuso, ni otras situaciones dolorosas, son el final de nada. Eso no implica que no duelan ni que no dejen secuelas. Y tampoco que todas las personas las vivan, las sufran, las superen o las procesen de la misma manera. Pero el cambio fundamental de la liberación de la palabra (dejar de callar lo que pasaba y hablar sobre el peso del pasado) es la apuesta al futuro.
Las personas sobrevivientes de abuso pueden plantarse frente a una vida en la que no elijan por ellas/ellos; en la que su trabajo, sus amores, sus proyectos y sus goces sean centrales y no los fantasmas que los acorralaron. Por eso, la pulsión entre pasado y futuro es central. El pasado no se puede enterrar vivo, sin procesarlo, porque se reencarna en dolores o síntomas. Pero el pasado no puede ser un arma contra quienes cuentan sus vivencias, justamente, para seguir viviendo y construyendo su futuro.
En este punto, Thelma Fardin afirma: “Es importante resaltar como se contempla el pasado de las víctimas, siempre usado en contra para descalificar su palabra. Afortunadamente hoy escucho que el pasado del joven denunciante es contemplado como un marco de vulnerabilidad que agrava la situación y hace evidente que era mucho más propenso a ser cooptado por los adultos corruptores de menores”.
Otro juicio -no prejuicio, porque no es anterior a la denuncia, sino posterior a una denuncia pública- inédito para otros delitos es cuestionar a las víctimas de abuso sexual sobre su acción, su respuesta o su responsabilidad frente a otros casos similares. ¿A una víctima de un robo, un secuestro, una golpiza se le exige que ayude no solo a otras, sino a todas, las víctimas de robos, secuestros y golpizas? Sería inimaginable.
Pero, aunque sea inconcebible, a Thelma Fardin -que posibilitó con su palabra que muchas más mujeres y muchos más varones vulnerables puedan hablar y sean escuchados en la sociedad, en los medios y en la justicia-, se le cuestiona dónde está, qué hace, a quién acompaña, con quien intercambia mensajes en redes sociales, a quién escucha y casi todo lo que hace o deja de hacer. La exigencia es excesiva y nociva.
A una víctima se la juzga por su vulnerabilidad en el proceso penal, pero también se le acentúa su vulnerabilidad en el proceso social de una demanda imposible de ser considerada suficiente. Y, además, no se comprende su vulnerabilidad, su dolor, su tiempo o su capacidad de resistencia y que es impracticable exigirle que sea sostén de una comunidad herida por el filo del abuso sistemático y naturalizado.
Es imprescindible que así como la sociedad condenó el lema de la dictadura militar “¿Usted sabe donde están sus hijos ahora?”, que buscaba juzgar a las Madres de Plaza de Mayo por malas madres que habían criado subversivos/as, ahora se condene el uso inquisidor de la frase “¿Dónde están las feministas?”, que busca culpabilizar a quienes modificaron las normas, las prácticas, la cultura y la escucha social para que los abusos sexuales no sean naturalizados, escondidos, tolerados y encubiertos.
El “Dónde están” no es una casualidad permanente, es una acusación que busca desfigurar el lugar de víctima por el de victimaria y culpabilizar a quienes demandan justicia por el de deudoras permanentes. La pregunta policiaca no nace sola, sino de una época en donde no había justicia, ni libertad de prensa y la maternidad era un molde en el que siempre se tenía la culpa.
Es un argumento que busca contrarrestar toda acción por la inacción adjudicada a una cantidad de situaciones inabarcables para cualquier ser humano y es poner la capa de Superman no como escudo sino como lastre, justamente, a las personas que contribuyeron a un cambio social que hoy parece evidente pero que se logró gracias las que sí estuvieron presentes para cambiar la tolerancia por el nunca más a los abusos sexuales.
El punto no es a dónde están quienes más hacen, sino a dónde pueden estar las y los que se animaron a hablar para que la valentía no sea castigada sino una forma de valor para afrontar la vida. “Si unimos todos los relatos encontraremos infinidad de puntos en común entre los denunciantes: escuchar a otros ayuda a hacernos cargo, sentir que las personas que nos lastimaron siguen en lugares de poder donde pueden volver a infringir violencia.... Cuánto cuesta hablar, el miedo a la violencia que aun derrama la sociedad...”, enumera Thelma Fardin.
Y valoriza: “Pero también encontraremos un sinfín de similitudes entre los argumentos de defensa de los acusados: que pasó pero no es tan así, que hay despecho e intereses ocultos, intenciones extorsivas y la construcción de un imaginario falso donde hablar enriquece nuestras cuentas bancarias, cuando, muy por el contrario, las vacía. Se vacían en gastos de abogados, terapeutas, y muchas, demasiadas veces, porque los empleadores nos desplazan porque nos ven como el problema cuando quienes hablamos somos la solución a una violencia histórica que queremos erradicar”.
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