Recibí la invitación por correo para ver el documental “Partidos. Voces de exilio”, de Silvia Di Florio. Justo ese día tenía que ir desde León a Madrid a ver a mi hijo que estudia en una de sus universidades, así que me inscribí para asistir a la proyección. La sala estaba hasta el tope.
La película, de una factura visual pulcra, en la que se nota mucha muñeca para los primeros planos, los entrevistados iban desde lo divertido, hilarante a lo reflexivo, tierno, emotivo. Un Héctor Alterio impecable como rapsoda de León Felipe, además de todos los atributos técnicos. No recuerdo haber aplaudido últimamente tanto una obra con ese ímpetu y entusiasmo.
Me di cuenta cuando paré que tenía una película húmeda cubriendo mis ojos provocada por la profundidad de los recuerdos que me trajo la obra de Di Florio. La experiencia sensorial continuó cuando miré hacia la fila de atrás y vi a una de las entrevistadas, que había dicho que su padre era español y había huído del Valle de los Caídos. Sólo dos escaparon de ese infierno: Manuel Lamana y Nicolás Sánchez Albornoz. De inmediato le pregunté si era hija de Manuel, me dijo que sí. Le conté que lo había conocido años atrás en su departamento de la calle Entre Ríos al 400, un hombre de vasta cultura, elegante, de conversación fluida y con una nutrida biblioteca. Pocas cosas tienen un color tan lindo como los ojos de Maruja Lamana.
Habló el embajador, quien atesora la única virtud sobre la cual se erigen las demás posibles -es buen tipo-; después tomó la palabra la directora, más tarde el encargado de fotografía, algunos asistentes,y yo me quedé quieto en el asiento entre hierático divagante, mecido por el aire en un tiempo sin espacio, sin continuidad. Miré hacia atrás, y todo el auditorio era un aquelarre a la intemperie de brujos y brujas victoriosos. Por primera vez en mi asistencia a eventos que recuerdan el Golpe de Estado del 76, la muerte, el exilio, sentí que flotaba un halo de conquista, la gente estaba contenta de encontrarse, la película expelió sobre la sala la misma bocanada de aire fresco con que fue concebida. Al mismo tiempo, se proyectaba en la sexta planta del espacio cultural Kirchner en Buenos Aires.
Yo tenía que volver a León, pero antes hablé con Silvia, le conté que ella plasmó exactamente lo mismo que sentimos los exiliados argentinos en todo el mundo, no sólo en Madrid, y que sentían los exiliados de todos los países del mundo donde la plaga de golpes de estado sanguinarios se hizo presente.
En el autobús de regreso, no se me iban las imágenes de la película, pero comenzaron a instigarme, a despertar, un sentimiento diferente al que me había embargado durante la reverberación del evento. Comencé a sentir una profunda indignación, una desazón en el interior como un soplido del dios del hielo, a la vez que bronca, ardiente como el aliento de un dragón colérico.
La dictadura militar argentina fue doblemente trágica, en primer lugar porque fue la más terrible de las del Cono Sur de América en cuanto a asesinados, desaparecidos, suplicios, mecanismos de detección, destrucción y sometimiento del campo popular militante, y en segundo lugar, porque con todas las demás dictaduras hubo un derroche de solidaridad desde los países del Segundo Mundo, del bloque socialista. Erich Honecker de la RDA, la alemania comunista, conseguía la liberación de Luis Corvalán, secretario del Partido Comunista Chileno; la Unión Soviética condenaba a Stroessner y a Somoza, los periódicos cubanos hablaban de los tormentos provocados por los fascistas a Raúl Sendic, del sufrimiento de los revolucionarios bolivianos, pero Argentina nunca fue mencionada por Fidel Castro en sus frecuentes discursos, ni en los artículos del Granma, ni en los noticieros de televisión.
El ejército argentino, que no era una Gendarmería Nacional al uso del resto de América Latina, sino que tenía proyecto propio, decidió romper el bloqueo, boicot o veto estadounidense a la URSS, vendiéndole gran parte de su producción de cereales. Este hecho provocó que altos mandos militares argentinos fuesen honrados con la medalla de Lenin en Moscú y en reciprocidad militares soviéticos fueron condecorados con la orden del Libertador San Martín, esto era sólo el aspecto formal, simbólico, de una herida mucho más profunda al espíritu inicial de aquella Revolución de Octubre.
No sólo se honraba a quienes en esos momentos estaban torturando y asesinando a militantes revolucionarios sino que se dio la orden a los países satélites de la URSS y a los partidos comunistas dispersos por el mundo de que apoyasen al gobierno de Jorge Rafael Videla, calificándolo como un “gobierno cívico-militar”. Se prohibió llamarlo dictadura, y ni hablar de informar sobre las atrocidades cometidas en sus centros de detención clandestinos y oficiales, ni permitir la difusión de actos de solidaridad con las víctimas.
Fidel Castro cumplió cabalmente las órdenes de la Madre Patria de los Soviets. Se llegó al límite de que Cuba negó el apoyo a una comisión de investigación sobre las violaciones a los derechos humanos en las cárceles argentinas impulsada por Jimmy Carter, y a cambio la cancillería argentina negó su apoyo en la OEA a una condena a Cuba por violación de los derechos humanos. Una mano lavaba a la otra y ambas intentaban lavar la cara. De tal manera que, en la escuela cubana, cuando llegaba un niño chileno, los demás estudiantes y maestros lo recibían casi como un mártir, una víctima, ya que cada día, por todos los medios, se hablaba del monstruo de Pinochet, igual con uruguayos, bolivianos o paraguayos incluso con brasileros, pero a mí, argentino, y con mi padre preso, me preguntaban ¿por qué estás aquí y no bailando tango en Argentina?
— Porque hay una dictadura, y es mucho más sangrienta y perversa que la de Pinochet.
Pero las miradas eran desconfiadas: “¿Cómo va a haber una dictadura si Fidel nunca lo menciona? ¡y mira que no escatima en mencionar a los países en desgracia!” Cosa que con motivo de la inminencia del conflicto armado entre Argentina y Reino Unido por las Islas Malvinas, se recrudeció, ya que no solo Fidel no mencionaba a Argentina como dictadura sino que se hermanaba con Leopoldo Fortunato Galtieri a través de su canciller Nicanor Costa Méndez, reconocido racista de ultraderecha, proponiéndole toda la ayuda necesaria para que los soldados cubanos combatiesen junto a los combatientes del Ejército Argentino. Yo me veía con el cuello hinchado y la arteria carótida por reventar, conminado a explicarles que ese valeroso ejército a que hacía referencia el comandante en sus brindis con Costa Méndez, era el que aún tenía olor a quemado en los dedos por la picana eléctrica con que mataron a miles de militantes revolucionarios.
El segundo mundo, que se suponía lideraba las políticas y utopías por las que habían caído y estaban presos y exiliados todos los militantes de izquierdas, con sus particularidades, como el peronismo, pero con idénticos fines de justicia social, les daba la espalda y confraternizaba con los verdugos.
Ese exilio fue doblemente duro. Los de España podían ser comprendidos por la población, los vecinos, los compañeros de trabajo o de estudios. Por esta razón, insignes exiliados, agradeciendo la generosidad financiera de los cubanos, debieron sin embargo abandonar la isla rumbo a España, caso de los Duhalde (Luis Eduardo), los Roca-Feijin, quienes no podían ejercer su impulso natural de denunciar a la dictadura, o Matilde Artés “Sacha” la primera abuela encontrar a su nieta Carla, precisamente desde tierras hispanas.
Al final, quedamos muy pocos exiliados argentinos en Cuba, la oficina de Montoneros y la guardería que acogía a niños que habían perdido a sus padres muertos, desaparecidos o presos políticos. Es una historia para otras páginas, y su emplazamiento en el burgués barrio de Miramar, obedece a estímulos muy diferentes de la solidaridad internacionalista. Imagino que en los países del Este de Europa no habría ninguno que no fuese del Partido Comunista, que gozó de numerosas prebendas de su protector “gobierno cívico-militar” de Videla y compañía. Quizás esa es la razón por la que pocos entiendan esta doble amargura que nos provoca a los escasos damnificados, el recuerdo de aquella tragedia nacional.
Cuando el autobús hacía las dos últimas rotondas antes de llegar a la estación de buses de León, pensé: “Buena película, pero ahora, aunque los damnificados seamos pocos, deberíamos impulsar un capítulo de continuación, que recree las dulzuras de aquella cómplice connivencia entre extremos amalgamados por un buen puñado de rupias”.
Es nuestra deuda con los olvidados.
[El autor se exilió en Cuba con parte de su familia cuando tenía 10 años. Su padre era prisionero de la dictadura argentina]
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